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Rafael Chirbes y la libertad del que debe lo justo

El escritor Rafael Chirbes, en una fotografía de archivo en la que contempla el paisaje de la comarca de la Marina Alta

Ignacio Pato Lorente

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Antes del Rafael Chirbes novelista, estuvo el articulista de opinión y crítico literario. A recuperar las piezas que en esos formatos publicó en revistas como Ozono, Saida, Reseña o La Calle entre los años 1975 y 1980 se dedica Asentir o desestabilizar. Crónica cultural de la Transición, volumen que edita Altamarea. Encontramos aquí lo que podríamos denominar un primer Chirbes, donde el adjetivo hace referencia solo a aquel temprano tiempo en que el autor valenciano, de entre 26 y 31 años en la época, demostraba ya que no le temblaba el pulso para escribir en libertad de figuras como Camilo José Cela, Francisco Umbral o Mario Vargas Llosa.

Es esa libertad, en cierta manera, la del que no le debe nada a nadie. La de aquel que —nadie es una isla— tiene las deudas que tenemos todos con quien nos alimenta, nos viste, nos sosiega y calienta el corazón y nos aguanta sin intercambio económico de por medio, familia y amigos. No las pequeñas inversiones personales que con demasiada frecuencia pueden construir carrera profesional.

Chirbes no tenía vocación de cantaor de señoritos. El valenciano, que ya resumió la dignidad del hombre como la capacidad de frenar durante un instante el mal a la puerta de la casa propia, escribe aquí que apenas existe el “terreno de nadie”: “Don dinero une, siempre, en el terreno de ellos; es decir, derrota”. Publica esa frase a cuento del premio Planeta otorgado en 1977 a la Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún. El episodio, cuatro millones de pesetas de la época que viajan de la cuenta de la empresa editorial —son jugosos los pasajes que a su dueño le destina nuestro autor— a la del comunista exiliado, posteriormente ministro de Felipe González, sirve a Chirbes para ilustrar su tesis de que la Transición, el periodo en el que se publicaron los artículos de Asentir o desestabilizar, fue básicamente un pacto tan simple como de difícil marcha atrás: olvidarlo todo a cambio de dinero. De nuevo, la deuda.

El historiador estadounidense Howard Zinn acuñó sobre el mundo moderno la idea de que no podemos ser neutrales en un tren en marcha. Chirbes, décadas antes, parece decirnos que imaginemos entonces qué significa mirar hacia otro lado en ese vagón oxidado de hambre y autoestima, detenido en plena estación enemiga durante cuatro décadas, que era la España en la que el autor se destapó como un francotirador con más cosas que decir, y más estilo, que una simple necesidad de foguearse. Chirbes nos descubre hoy, desde algún lugar, mirando su fresco pintado a tiempo real, lleno de pistas si no de evidencias forenses del desengaño. La predicción de cómo cuando volvió de vivir unos años en Marruecos, asqueado por una “feroz escalada en los puestos administrativos que poco tenía que ver con la voluntad política de transformación”, los amigos que había dejado cantando L’estaca se pasaron a “lo de mi chica en el hipermercado y el hombre lobo en París”, como dirá en una entrevista tiempo más tarde. Chirbes publica por entregas la autopsia de una esperanza.

Los artículos contenidos en Asentir o desestabilizar son un buen diario de años decisivos donde camisas azules y banderas rojas se destiñeron hasta el violáceo moratón en comisarías y la pana marrón en los desayunos oficiales. Años de plomo, en la calle, donde un periódico bien enrollado —el conocido como “ladrillo de Millwall” por su origen en la afición de ese equipo de fútbol británico— podía ser arma o escudo. Un tiempo en el que el productor Elías Querejeta retiraba del festival de San Sebastián El desencanto, jaleada por Chirbes, en protesta contra la represión a las huelgas en Guipúzcoa. Momentos de ataques a librerías, algo de lo que da testimonio el escritor, cuyo trabajo anterior a estos artículos fue el de librero en Marcial Pons, La Tarántula o la Universidad Autónoma. Es en ese momento, nos recuerda en la introducción de este volumen el investigador Álvaro Díaz Ventas, cuando el futuro novelista pudo tener acceso en el “cuartito” de atrás del local a libros prohibidos como los trópicos de Henry Miller, El laberinto mágico de Max Aub o Si te dicen que caí de Juan Marsé.

Los artículos contenidos en 'Asentir o desestabilizar' son un buen diario de años decisivos donde camisas azules y banderas rojas se destiñeron hasta el violáceo moratón en comisarías y la pana marrón en los desayunos oficiales

La memoria republicana, o la asistencia a su voladura, está también presente en estas columnas. Cobran de pasada “numerosos historiadores ingleses, que ven en los fenómenos españoles demasiado exotismo, particularismo y pintoresquismo, olvidando cómo por debajo funciona con implacable crueldad el principio general de la lucha de clases”. A través del comentario de obras como la mencionada de Aub, Chirbes explicita que hubo “un bando, el de los buenos, el de la razón histórica, que la hubo” y otro, el de una “sinrazón histórica y ética, que la sigue habiendo”, donde el tiempo verbal presente no puede ser más intencionado. El Chirbes articulista llama “desestabilizador” de su tiempo a Aub. Un piropo. El título de esta recopilación está tomado de un pasaje-manifiesto en el que el valenciano, antes de cumplir la treintena, teclea con deseo que la palabra que no es moderada, serena o imparcial desestabiliza. Chirbes advirtió de la palabra transformada en oro, defendió que con buena letra se disfrazan las mentiras y huyó de la romantización de la cultura como fin en sí misma. Aquí emociona cuando saca la cara por el realismo, de Pérez Galdós a Ángel González pasando por Arturo Barea, que la crítica burguesa de su época despreciaba como literatura “garbancera”.

Adivinar qué artículos escribiría Chirbes hoy es un ejercicio de ficción muy poco chirbesiano. Demasiado goloso, también. Algunos de sus principios regidores y, especialmente, de sus preocupaciones, siguen de actualidad. La prisa productivista y el escaparate del creador, que aquí trata en una magnífica charla con Luis Goytisolo. Las tantas pequeñas urgencias que alumbran un gran, perenne, inmanejable agobio. La concordancia entre palabras y actos. La letra convertida en militancia por la verdad.

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