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Las lecciones del Rock Radical Vasco

Los ángeles del infierno del RRV

César Rendueles

Este verano mi sobrina de veinte años apareció con una camiseta en la que se leía “Keep the 80s alive” en letras doradas. Aluciné. Si pienso en los años ochenta, la imagen que se me viene a la cabeza es la de un montón de jeringuillas. “Chutas, chutas everywhere” pondría la camiseta si la hubiera diseñado yo. Estaban por todos lados, en la calle, en los parques, en los baños de los bares, en la playa… A un vecino de mi edificio se le cayeron las llaves por el hueco del ascensor. Cuando fueron a recogerlas vieron que el fondo estaba cubierto de jeringuillas, como en Saw 2. Era cosa de otro vecino, que era yonki. Sus padres le echaron de casa y él instaló una especie de chavola en la escalera del edificio. Vivía allí. Lo de tirar las jeringuillas en una papelera le debía parecer una molestia excesiva.

Me he acordado porque Roberto Herreros e Isidro López acaban de publicar El estado de las cosas de Kortatu: lucha, fiesta y guerra sucia (Lengua de Trapo, 2013). Forma parte de la colección Cara B, que dirige Víctor Lenore y en la que cada libro está dedicado a un disco. Una vez Lenore me dijo que escuchando la música indie que suena, por ejemplo, en Radio 3, nadie podría hacerse una idea del momento que está viviendo el país. Con el rock radical vasco (RRV) pasó exactamente lo contrario. Fue una especie de caricatura musical de un momento social explosivo en el que se dirimieron conflictos políticos de largo alcance. Precisamente, el gran acierto de El estado de las cosas es solapar los aspectos musicales de RRV con un análisis riguroso de su contexto histórico. La reconversión industrial, la heroína, el terrorismo de Estado o la aparición de nuevos movimientos sociales se entreveran con los aspectos musicales, como la ruptura del RRV con la tradición de cantautores políticos.

Hay gente que cuando se emborracha canta canciones de Alaska o la sintonía de La Abeja Maya. Yo me sé de memoria la mayor parte del repertorio de la primera hornada del RRV, desde Escupe de Cicatriz a Sr. Juez de Zer Bizio? pasando por Ruido de sables de MCD. Creo que incluso a los quince años, cuando era prácticamente la única música que escuchaba, me daba cuenta de que eran canciones bastante cutres. Aún así, para mí esa música fue importante y no puedo dejar de pensar que había un buen motivo para ello.

Un discurso musical contradictorio

Tal vez la razón de esa contradicción sea que el RRV se pensó a sí mismo como el hilo musical de la revolución pero fue más bien el ruido de fondo de la desmovilización. Fue ultrapolítico en el momento en el que comenzaba el derrumbe de los movimientos de izquierda. Como explica El estado de las cosas el RRV, por un lado, fue un espacio de resistencia a eso que Guillem Martínez ha llamado la cultura de la transición. Cuestionó el consenso hegemónico acerca de lo que era aceptable política y culturalmente.

Abordó, a menudo con más rabia que inteligencia, asuntos de los que nadie hablaba: el plan ZEN, el nacionalismo español, el consumismo, la degradación de los barrios obreros, la violencia policial, el sexismo… La consecuencia fue una exclusión sistemática del RRV de los medios de comunicación. Grupos que vendían cientos de miles de discos eran completamente invisibles en las televisiones, radios y periódicos.

Pero, por otro lado, como también se apunta en El estado de las cosas, el RRV pronto se convirtió en un discurso musical conformista con importantes aspectos consensuales. Los bilbainos Doctor Deseo lo resumieron muy bien ya en 1985: “El RRV no es lo que era, se ha convertido en una institución, parece algo sagrado que no se puede mover. Además, en realidad son muy poco radicales, musical y estéticamente son muy conservadores, y sus letras son relativamente radicales, amén del panfleto. Hay tres temas fundamentales: meterse con los modernos, contra la iglesia y contra la policía. Si se nombra la palabra ”maderos“ es éxito seguro en Euskadi”.

Es verdad: las palabras y los lemas se van momificando hasta volverse inservibles. Pero no está muy clara cuál es la alternativa. En el instituto tenía un amigo que siempre me decía que para él las letras de La Polla Records eran auténtica filosofía. Yo, que me creía muy listo, me reía un poco de él. Cuando empecé a estudiar la carrera de filosofía me topé con Volver a pensar (Akal, 1989), un libro muy importante para entender la década de los ochenta en el que Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico decían literalmente eso.

Contraponían las letras de La Polla Records, que se atrevían a repetirse una y otra vez, con las filigranas de la filosofía postmoderna. El RRV nos enseñó a ser pesados, a no caer en la tentación de la originalidad, a decir lo mismo porque aquí siempre ganan los mismos. Los originales son esos que nos aseguraban que estábamos todos en el mismo barco y que si estudiábamos mucho, protestábamos poco, aprendíamos inglés y pedíamos una hipoteca todo iría bien. Y, por cierto, a veces las palabras y los lemas no mueren, sólo hibernan. Como cuando Javier Gallego nos recordó un día de mayo de 2011 que la banda sonora de nuestras plazas se había compuesto en 1990.

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