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La sonrisa de Venus

De izquierda a derecha: Moorcock, Brian Aldiss, Mike Kustow  y GJ Ballard en el Brighton Arts Festival, 1968 | Foto: Michael Moorcock

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Como si se tratase de una de tantas relaciones simbólicas que anidan en el inconsciente, las historias de J. G. Ballard permanecen ocultas, a la espera del momento más propicio para salir a la superficie. 

Suele ocurrir a la hora gris de la mañana, cuando el cielo tiene el color de la leche sucia y cierran el último bar y aún queda un rato para que abran las churrerías. En ese tiempo de claroscuros, con el sabor gramsciano de las morbosidades pegado al paladar, los monstruos acuden en mi ayuda, me recogen y me dejan en Vermilion Sands, el lugar que un día imaginó Ballard para liberar sus fantasmas del campo de concentración donde fue recluido en Japón, junto a su familia, durante la Segunda Guerra Mundial. 

Cuenta Ballard como, una vez, en la plaza central de Vermilion Sands, se colocó una escultura sónica de la artista Lorraine Drexel, una mujer que fue musa de Giacometti, el escultor que la enseñó a tragarse el humo. Tal vez, por su habilidad a la hora de llevarse el cigarrillo a los labios, Lorraine Drexel fue elegida para dar vidilla a la plaza central con uno de sus trabajos más extravagantes; una escultura de metal que afinaba partituras de Beethoven, Brahms, Rajmáninov, Grieg, Mozart y toda la pandilla, sin olvidar a su íntimo amigo, John Cage. 

Se trataba de una pieza de grandes dimensiones y, cuando conseguí verla, una vez que quitaron el envoltorio, al principio de un segundo párrafo, la escultura se asemejaba a una antena de radar; una figura estilizada de tres metros y medio de altura con todo el aspecto desgastado que ofrece el metal en el camión de la chatarra. Pero la escultura era lo de menos; lo mejor de aquel relato de Ballard siempre fue Lorraine Drexel, una mujer más delgada que sus huesos con unos ojos como dos orquídeas negras y la sonrisa de Mona Lisa al fondo de su boca; una de esas mujeres que, a medida que van pasando los años, van mostrando la posibilidad interesante del morbo servido con puntilla a esas horas en las que el mundo antiguo no termina de cerrar y el humo de los churros se retrasa;  momentos en los que hasta las mujeres imaginadas parecen de verdad. 

Porque Ballard no sólo diseñó lugares, rascacielos y esculturas con música, también imaginó mujeres como Lorraine Drexel que, puestos a adivinar, hasta podría costar dinero pasar un rato con ella; besar su boca de gata insatisfecha y fumarte un pitillo a su lado después de sacarle las espinas a su propia sonrisa, mientras John Cage interpreta esa pieza donde sólo se escuchan las toses y el frotar de las ropas en el fondo de butacas. 

El silencio siempre fue imposible, mi querida Lorraine, le diría, antes de encender la lámpara de la mesilla y ponerme a leer otro relato de Ballard. 

Nota: Los relatos de J. G Ballard han sido publicados por Alianza Editorial. 

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