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RUIDO Y SILENCIO

Paco de Lucía, el genio de la lámpara

Paco de Lucía con su guitarra

Montero Glez

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Hace diez años que Paco de Lucía pasó a formar parte del mármol pulido del cementerio. Su féretro fue llevado a hombros por un cortejo doliente y muy flamenco; una tribu de artistas que durante esta semana le ha rendido homenaje en Nueva York. Porque la memoria es el único recurso que nos queda cuando a la realidad le sobran vacíos; huecos inmensos como el dejado por este músico único, dotado de una exquisita percepción para afinar el oído hasta en el fondo marino. 

A Paco le gustaba sumergirse en lo más profundo de las aguas. Buscaba criaturas que alimentaran su inconsciente, siempre atravesado con un arpón. Una de las veces, Paco bajó más de la cuenta y se tajó el dedo, culpa de unos corales que no supieron captar su melodía. Recuerdo que fue a principios de los 90 y que Jorge Pardo y Rubem Dantas aparecieron en el barrio con la cara tristona; la herida de Paco estaba fea y tuvieron que suspender la gira. “Es lo que tiene jugar con los monstruos de Lovecraft”, les dije. Pero ellos no entendieron o no quisieron entender mi desafortunado comentario. 

En el fondo –y en la forma- yo admiraba a aquellos tipos que eran capaces de tocar cualquier canción de oídas por muy complicada que fuese. Qué quieren que les diga, si yo lo único que tocaba por aquél entonces era el forro de mis bolsillos, siempre vacíos. Nunca tuve aptitudes para la música; fui un negado, lo reconozco; de no haber sido así, no estaría ahora hundiendo tecla. 

Con todo, si hacemos caso al dicho ese que dice que la nostalgia es la memoria de los artistas, yo debo de tener algo de artista. Lo digo porque cada vez que escucho a Paco de Lucía con el Sexteto, mi memoria vuelve a las noches del barrio que me vio crecer, a pasear las calles que iban del Candela a Los Grabieles, y a caminar junto a Rubem Dantas enfundado en su abrigo de pelo de camello. 

Pero también la nostalgia me lleva a Barcelona, cuando el año 92 y La Expo y todo ese lío, y me deja en el Palau Sant Jordi, en el concierto que Paco se hizo con el Sexteto y al que acudí como invitado. Manolito Soler pegaba unas patadas por bulerías que rompían el suelo y Carles Benavent las cazaba con el bajo eléctrico mientras Pepe de Lucía jugaba a ser como King Kong. En el patio de butacas, la locura y el delirio. 

Allí empezó todo para mí. Ahora, que vuelvo a Barcelona, lo hago impulsado por esa misma nostalgia y aunque toque hablar de Bolaño y de mi último libro, la música de Paco de Lucía estará presente en cada una de las palabras que salgan de mi boca; y da igual que desafine y mis manos sigan tocando el fondo de unos bolsillos vacíos. Porque el mármol pulido del cementerio no podrá caer nunca sobre la música de un genio. 

En el Town Hall de Nueva York o en el Raval de Barcelona, Paco de Lucía sigue viviendo; y a estas alturas no sé qué pensaría Roberto Bolaño de todo esto, pero da igual; la ciudad de los prodigios me reclama ahora, diez años después de la despedida del genio, y eso es lo que importa.

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