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RUIDO Y SILENCIO | El alma secreta del Johnny, por Montero Glez

El alma secreta del Johnny

Chet Baker en un concierto en Ámsterdam en 1962.
26 de diciembre de 2025 21:26 h

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La muerte se encargó de darme la noticia con una necrológica. Se llamaba Alejandro Reyes y en los últimos tiempos nos comunicábamos por aquí, por los Interneles. A él le debo veladas musicales cuyo recuerdo me acompañará para los restos. Como molde, sirva la noche que Chet Baker llegó al concierto tiritando, con la sonrisa descolgada y los picores en los tobillos que se gastan los yonquis cuando les falta. Por motivos que ahora no vienen al caso, me vi en un taxi con el trompetista americano, rumbo a una de esas calles donde las mujeres pálidas fuman heroína en papel de plata.

Chet Baker tenía prisa por fijarse un pico que le devolviera la calma. Lo recuerdo bien. Fue en un portal detrás de Gran Vía; unos billetes cobrados por adelantado y unas escaleras que descendían al infierno. Durante aquellos años me movía por los peores lugares de Madrid, entre hombres y mujeres para los que la vida valía lo mismo que cargase tu bolsillo. “Salvaste el concierto”, me dijo Alejandro Reyes cuando me vio aparecer en camerinos con Chet Baker a punto ya para subirse a escena. Yo poco o nada hice, esa es la verdad. En todo caso, fue la perversidad de la heroína cuando se presenta bien cortada. Lo demás se lo pueden imaginar ustedes, aunque la realidad nunca soporte la imaginación entera cuando se trata de Chet Baker en el Colegio Mayor San Juan Evangelista, el Johnny, como se conocía entre la afición.

Fue un 11 de marzo de 1988. Chet Baker vino acompañado por Marc Johnson y Philip Catherine, contrabajo y guitarra. Para qué más, si cuando Chet se arrancaba a cantar y perdía la mirada en el brillo de su trompeta, lo hacía sobreponiéndose a los remordimientos que asaltaban su maltrecha memoria, siempre enredada en caminos oscuros, ahí donde el silencio se pacta por adelantado. La interpretación que se marcó de My Funny Valentine me acompañará siempre. Así fue cómo conocí a Chet Baker, camino de la muerte, en uno de sus últimos conciertos antes de acabar tirado en un charco de sangre a la luz pálida de la noche de Ámsterdam. Por ese concierto, y por los que vinieron después, le debo la vida a Alejandro Reyes; eso sin olvidarme del concierto con el que arrancó todo para mí con el grupo Gwendal y su grabación legendaria en el Johnny; música de campiña y porros. Recuerdo la cola que daba la vuelta; también las melenas, las barbas y el humo de jachís que contenía toda una escena de época. 

Me atrevo a imaginar un universo paralelo donde caben todos los conciertos que viví en el Johnny con Alejandro Reyes en su butaca, donde la columna, fumándose un veguero, saboreando la sencillez de las cosas bien hechas; siempre en deuda con una vida que lo acaba de dejar.

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