Sobre el escenario de la sala grande de los Teatros del Canal se vivió un puro ritual de liberación colectiva. La pieza, Ofrenda para el monstruo, es uno de los trabajos que Tamara Cubas, la creadora uruguaya, realiza a través de talleres con jóvenes. Una obra que ya ha estado en medio mundo y es un verdadero festival de cuerpos tan anónimos como políticos, tan diversos como comprometidos. La energía comunal que fueron capaz de generar desbordó el teatro y convirtió por unos momentos la Sala Roja de los Teatros del Canal en una plaza pública donde esa pregunta tan manoseada y tantas veces repetida, ¿pero los jóvenes qué piensan, qué quieren?, estuvo siendo respondida a cada instante.
Tamara Cubas (Uruguay, 1972) lleva años desarrollando un contundente trabajo en torno al cuerpo y a lo colectivo que le ha llevado a ser una de las artistas uruguayas más internacionales y a estrenar en festivales como Avignon en Francia o el Kunsten en Bélgica. Vimos su Trilogía Antropofágica en las Naves de Matadero en 2018 y su espectáculo Multitud en el Festival Salmon de Barcelona. También su faceta como artista plástica y visual ha pasado por la Casa Encendida o el Festival Iberoamericano de Cádiz.
Esta uruguaya es multifacética, inquieta como ella sola. Ahora ha levantado un museo al norte de Uruguay, ya con la frontera con Brasil, en la región maderera de Rivera. El MUMA, un museo y centro de creación desde donde seguir percutiendo bajo un mismo motor: el deseo de lo colectivo. Generar, promover y articular espacios para pensarse juntas es su lema.
Tamara Cubas creció en el exilio, en Cuba. No pudo regresar a su país de origen, Uruguay, hasta que acabó la dictadura cívico-militar en 1985. Parte de su trabajo ha estado dedicado a la memoria política de su país. Trabajos como La patria personal o Actos de amor perdido abordan esa faceta. Ella misma es sobrina de un desaparecido y pertenece a esa generación que tuvo que asimilar y comprender las consecuencias de la dictadura, los silencios y las ausencias.
Ofrenda para el monstruo es hija de una obra anterior estrenada en México en 2019 con 80 intérpretes en la plaza Manuel Tosla, Multitud. Y Multitud es una reacción a ese teatro que versaba directamente sobre el pasado de su país. En un momento dado Cubas decide no trabajar sobre el pasado, sino producir en el presente, buscar espacios para estar con el otro compartiendo y produciendo, dejando que el pasado surja.
Teatro ritual y performático
Antes de entrar al espacio, los espectadores pudieron ver una especie de altar con objetos, escritos y dibujos que los intérpretes habían colocado allá para, según el programa de mano, “alivianar el ser”. “La obra es un ritual entre ese viejo cuerpo y el nuevo cuerpo que aparece”, afirmaba el mismo folleto. Un ritual previo al ritual escénico que se convirtió en manifiesto político: “No nos pagan”, gritaba una escritura a lápiz que alguno de los participantes había escrito sobre un papel que reproducía partes de la resolución de la Dirección General del Trabajo del 24 de marzo de 2023 por la que se regula el convenio colectivo de la contratación de personal para los espectáculos en España.
El festival de la Comunidad de Madrid ha informado a este periódico que los participantes firmaron un papel en el que aceptaban ser miembros del taller escénico impartido por Cubas, que era gratuito para ellos, y participar sin remuneración alguna en las representaciones que se han dado en el Teatro de Móstoles, primero, y los Teatros del Canal después. De todos modos, el prefacio desveló y puso sobre el tapete algo consustancial a los jóvenes de hoy en día: la precariedad, la dificultad de acceder dignamente al mercado laboral, la incapacidad para acceder a la vivienda… Todo un conglomerado de circunstancias que socialmente conforman su realidad de ciudadanos del presente.
Sin embargo, en la propuesta de Cubas todo eso se deja atrás una vez se entra al espacio. Como si de un ritual se tratase todos auparon a dos de ellos para colgar en el centro del espacio una bola de discoteca, un ojo central y reflectante que inauguraba un espacio nuevo con sus propias reglas. Un espacio comunal, horizontal. Ellos bailarán, accionarán, correrán, se cambiarán de vestido, interactuarán con el público, gritarán, cantarán. Cubas tan solo pondrá en marcha un dispositivo para que ellos lo hagan propio y lo manejen.
El dispositivo es físico, todo parte de acciones generadas desde el cuerpo. Acciones que se llevarán al límite, a la extenuación, al cansancio. Y en ese hacer expandido todo va cogiendo volumen y se pasa de la masa a la multitud, de la uniformidad a lo heterogéneo. Una individualización que surge del dejarse afectar por el otro. Eso es quizá lo más bonito del trabajo de Cubas, que es a través de lo colectivo que surge la belleza en cada cuerpo.
Hay un momento brillante en la pieza que se consigue con una simple acción. Los intérpretes mueven la cabeza de un lado al otro. Pero lo harán durante más de veinte minutos. Cada uno decidirá cómo hacerlo, cada cuerpo, cada persona, acoge esa acción mínima y la desarrolla como quiere. Pasado diez minutos, cuando llega el cansancio, pero el grupo decide seguir juntos, nace una luz de individualidades que se llena de significaciones abiertas. Y ese teatro lleno de jóvenes meneando la cabeza de un lado a otro, con pieles, corte de pelo, cuerpos y energías bien diferentes, se convirtió en un altavoz claro y potente de cómo siente, padece y desea esta generación ya nacida en el siglo XXI.
La función terminó en espiral ascendente. Durante más de media hora todos estos jóvenes corrieron en círculo. Una carrera metáfora donde mientras llegaba el cansancio, bebían, comían yogures, invitaban al público a correr con ellos, cantaban y se ayudaban los unos a los otros para resistir. Como espectador, poco a poco, ibas distinguiendo en esa culebra circular, rostros, energías propias, descubrías a una pequeña latinoamericana que corría con todo su continente a las espaldas, podías apreciar como la fragilidad tímida de otra participante se iba convirtiendo en determinación compartida. Una maravilla de individualidades juntas unidas por los cuerpos y los sonidos de las pisadas y las respiraciones.
Hace un mes hubo otro estreno, Nadie sabría decir lo que puede un encuentro, en el Festival Surge en Madrid. El teatro Replika se llenó de la fuerza centrípeta y arrolladora de una coreografía para 14 intérpretes, todos también muy jóvenes, dirigidos por la chilena Javiera Paz y Manuel Egozkue. Si bien son dos propuestas disímiles, ambas parten un trabajo desde el cuerpo que cobra sentido en lo colectivo. Ambas contienen de la fuerza de una juventud heterogénea, diversa y bien híbrida que nos interpela.
Estas dos propuestas han sido de lo más interesante de toda la cartelera de la actual temporada. Sería bueno que este tipo de propuestas tuvieran un mayor espacio. Tanto estos jóvenes de Ofrenda para el monstruo como esa pieza “punkarra” y disruptiva de Paz y Egozkue que tan solo pudo verse dos días sobre los escenarios, nos están hablando de una generación que llega con otros ojos, con otra sensibilidad social y escénica. Quizá, valdría más la pena darles el espacio en vez de estar continuamente preguntándose qué le pasa a esa juventud a la que tan asiduamente se trata de desmemoriada y reaccionaria.
Es muy significativo que quienes hicieron posible una de las mejores propuestas de este irregular Festival de Otoño no figuraran ni en el programa de mano. Ellos son: Pablo Biyurami, Alba Tesías, Juan Jiménez Gialó, Saúl Olarte, Arantxa Coll, Cele Robles, Neus Ferrer, Ada Rivera, Natalia Leal, Elena María Olías García, Alonso Rosón, Agata Hugentobler, Lur Eizaguirre, Natalia Arrebola, Nacho Maseda, Alejandra Valles, Tania Díaz, Amaya Rodríguez, Alba Cavero, Manu Serra, Marina Gayo, Nora de Abia, Mercedes Borges, Mia Monplaisir, Rubén Tamarit, Nara Gómez, Elena Olías García, Lucía Ccorimanya y Celia Pírez. Nombres que en un futuro muy próximo serán quienes den sentido y llenen de vida los teatros de este país.