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El terror del cultureta

carteles

Lucía Lijtmaer

Y llegó el día en que A acusó a B de robarle sus tuits. No se trató de una usurpación de personalidad, no hubo una impostora al estilo clásico, sino que B le había robado sus frases, sus hashtags, su sentido del humor. La víctima se sentía deshonrada, ¿acaso hay algo peor que robarle a alguien lo que dice para hacerse especial? Poco después se creó la aplicación Who stole my tweet, para capturar a los usurpadores de personalidades.

Y aunque no lo parezca, en el mismo orden de cosas: las fotos de tus pies frente a una playa caribeña, cerca de un mojito. La espuma en forma de corazón de un buen cortado. El retrato de alguien aguantando la torre de Pisa. Se crean cuentas y cuentas en Instagram, Facebook y demás redes para denunciar la falta de originalidad, de manera irónica, humorística y/o condescenciente. ¿Es la quincuagésima foto del sushi dispuesto en forma de oso panda un robo consciente de una idea primigenia? ¿En qué momento se convierte la perpetuación de una idea en un ritual?

Todo lo que creamos y divulgamos ha sido creado antes. Y en cuanto lo reconocemos, nuestra posibilidad de ser únicos, especiales y diferentes, desaparece. Esa es la premisa de John Koenig que acuñó el concepto vermödalen para mostrar precisamente un nuevo miedo, el de no ser originales. Ese miedo que crece y se perpetúa frente al abismo insondable de la red. Como él explica: “Eres único. Y hay siete mil millones de personas tan únicas como tú. Cada uno de nosotros es diferente. ¿Pero qué implica que las vidas que estamos tan preocupados por moldear acaban siendo reemplazables tan fácilmente por otras miles idénticas?”

Koenig lo circunscribe a las imágenes, quizás el espacio más evidente dónde poder establecer comparaciones. Y así es, ya que son las comparaciones el motor mediático de nuestros días: en ese espectro tenemos las webs con los carteles cinematográficos parecidos -cuando no iguales- o las obras de arte que se inspiran conscientemente o no en otras extremadamente similares. Tal y como explicaba Meredith Haaf en su ensayo generacional Dejad de lloriquear, uno de los signos de los nuevos tiempos es que “nos pasamos la vida rellenando formularios sobre nosotros mismos -en Facebook, Twitter, Instagram-, demostrando cuales son nuestros gustos”, ya que son estos los que nos definen. Así, el reto continuo es el de sentirse único, especial, creativo. Ahora, la posibilidad de que esas preferencias sean comunes y poco originales ¿qué espejo nos devuelve?

El principio y el fin del usuario único

Decía W. H. Auden que la formación de nuestros gustos se debe en igual medida a lo que nuestros maestros nos inculcan y la presión social de nuestros contemporáneos, que puede llegar a corrompernos. El gusto, según esta idea, glorificaba la posición del maestro que ilumina a aquel que es menos conocedor. En la era digital esto se tradujo en la figura del prescriptor y divulgador experto, que seleccionaba y ponía a disposición el mejor material de la red. En palabras de Bruce Sterling: “En 1997, los adolescentes crearon los diarios online, y en 2004 el blog era el rey”. Esto podría reflejarse en multitud de propuestas que mostraban con refinamiento lo más destacado del panorama cultural.

La llegada de las redes sociales pulverizó el blog tradicional y pareció centrarse en el papel al usuario, como reflejó la ya mítica portada de Time, de manera grandilocuente. Era la hora de la distinción, en la que todos podíamos ser especiales. Las estrellas de las redes podían ser seres excepcionales y también aquellos que reflejaran la cotidianidad de manera agradablemente sedante. Y para muestra, un botón: chicas comiendo noodles, o pintándose los ojos eran capaces de congregar millones de visitas simplemente por colgar un vídeo en youtube. La singularidad era, pues, el reto principal. Pero como demuestra Koenig, ¿no sería la autenticidad una marca que llevó, inesperadamente al cliché? Según esta idea, la búsqueda de la diferencia ha creado una ritualización -más o menos consciente-, que deriva en la creación y recreación de lo mismo, una y otra vez. Y que, además, puede ser ridiculizado precisamente por los propios usuarios en un ejercicio constante de ironía. Al fin y al cabo, ¿cuantas maneras hay de hacerse la misma foto frente al espejo?

En este sentido, el mapeo de nuestros gustos colectivos ayuda a dinamitar de una vez por todas aquella idea de especificidad y distinción. El proyecto de visualización de datos de Gnod se ha ocupado de hacerlo tanto en arte, música, cine y literatura. Con la introducción de un autor u obra en concreto, el usuario puede visualizarlos en un universo específico. Puede parecer una tontería, una mera sofisticación de las sugerencias de compra de portales como Amazon, pero al comprobar cuan cerca están los gustos propios de los demás, el retorno a la estadística refleja una doble lectura: no somos especiales y nuestras elecciones pueden estar cerca de otras que nos parecen de mal gusto o su equivalente actual, “demasiado comunes”. El hecho de que te guste “Uno de los nuestros” no te sitúa tan lejos de alguien a quien le gusta “Amelie”. En definitiva: el terror del cultureta.

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