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La vida galopante de Belushi

John Belushi en una imagen de archivo.

Montero Glez

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La madrugada del 5 de marzo de 1982, John Belushi trazó con polvo blanco el último círculo de su infierno. Contaba con 33 años. Al pasote que arrastraba de días, le añadió un par de Quaaludes, un medicamento de efecto sedante que le tranquilizó un poco, aunque no lo suficiente para conciliar el sueño. Por eso se dejó picar sin resistencia un chute de speedball, una mezcla eficaz de coca y heroína. El resultado fue mortal de necesidad. 

Según nos cuenta el periodista Robert “Bob” Woodward en el libro 'Como una moto' (Kultrum), John Bellushi pasó su última noche esnifando, metiéndose sin parar en una de las suites del Chateau Marmont. Para quien no lo sepa aún, el Chateau Marmont es un hotel de aspecto gótico donde Howard Hughes se masturbaba pegado al cristal de los ventanales. Hughes vivía en una de aquellas lujosas habitaciones con vistas a una piscina donde se zambullían los cuerpos bronceados de las estrellas de Hollywood. 

Por aquel hotel, y por la habitación de Belushi, pasaron a esnifar Robert de Niro y Robin Williams la noche que precedió al desenlace fatal. A ninguno de los dos actores les gustó la mujer que estaba con Belushi. Se trataba de Cathy Smith, una especie de groupie que alternaba sus funciones con las de camello. A esas alturas, Cathy Smith era famosa por haber trabajado con los Rolling Stones y con The Band, el grupo de folk rock que le dedicó la canción The Weight, un clásico que apareció en la banda sonora de la película Easy Rider y que forma parte del imaginario de la contracultura.  

Cathy Smith estaba muy bien conectada en el ambiente. Si necesitabas algo, ella te lo podía conseguir. Desde veneno a sexo, esto último de manera generosa, tal y como nos sigue contando Robert “Bob” Woodward en su libro. Según él,  la aparición de Cathy Smith fue tan importante en la vida de John Belushi como en su muerte, pues fue ella quien le preparó al artista su último chute. Lo hizo antes de ponerse al volante y salir del hotel conduciendo un coche que no era de ella.

Pocas horas después, cuando el entrenador personal de Belushi –el karateka Bill Wallace– llegó al  Chateau Marmont y no vio el coche de Belushi, se escamó. “Mierda”, dijo. Llamó varias veces a la puerta número 3. Al ver que nadie contestaba, no se lo pensó más y entró con su propia llave. Lo que pasó después lo relata Woodward de manera minuciosa, como corresponde al periodista que en su día hizo tumbar la presidencia de Nixon junto a su compañero del periódico The Washington Post, el reportero de investigación Carl Bernstein.

Bill Wallace se encontró con el cuerpo de Belushi sobre la cama. Estaba en posición fetal y tenía los labios morados. Una parte de su lengua colgaba hacia afuera. Desde aquel momento, John Belushi se convirtió en una leyenda que hoy sigue viva. Con ello,  el gordinflón de los Blues Brothers, el cómico de Satuday Night Live, el hombre que hizo del exceso una virtud, seguirá reviviendo en nuestro imaginario cada vez que veamos a alguien con traje negro, corbata estrecha a juego, sombrero Fedora y unas gafas modelo Wayfarer para rematar el atuendo. 

Los buenos libros son los que dejan un poso de cuestiones flotando sobre nuestras cabezas. Un ejemplo de ello es la biografía de Belushi que traza Woodward con pulso ágil. Tras su lectura, surgen una montonera de preguntas cuya respuesta queda soplando en el viento, tal y como cantaba Bob Dylan en aquel himno que él mismo interpretó acompañado por The Band durante los primeros meses de 1974, en una legendaria gira que Cathy Smith siguió muy de cerca, cargada de amor y de drogas.

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