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Los albaneses somos los últimos chivos expiatorios del fracasado proyecto ideológico del Reino Unido

Un bote salvavidas lleva a la playa a un grupo de personas migrantes en el Canal de la Mancha, este octubre en Dover, Reino Unido.

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Durante mi infancia en Albania en los años 90, el padre de una de mis amigas era traficante de personas. Lo llamábamos B el Cojo. El hombre no siempre se había dedicado a esto. Antes de que el país pasara de ser un Estado comunista a uno liberal, trabajaba por turnos en el astillero, donde fabricaba redes de pesca y repintaba barcos.

De hecho, no parecía un contrabandista: era pequeño, anémico y cojeaba. No eligió ser traficante, las reformas de privatización que acompañaron la llegada del pluralismo político obligaron a los responsables de los astilleros a despedir a los trabajadores, por lo que B el Cojo y su mujer se encontraron sin trabajo de un día para otro. Tampoco se consideraba un traficante: él pensaba que era un trabajo como cualquier otro. Le pagaban por ayudar a la gente a llegar a Italia en embarcaciones neumáticas, y necesitaba el dinero para alimentar a sus hijos. Tenía algo de miedo, pero no se avergonzaba de su medio de vida. Durante décadas, los albaneses habían sido asesinados por su Estado cada vez que intentaban cruzar la frontera. En los contados casos en que lo conseguían, los familiares que quedaban atrás eran deportados. Por fin, los albaneses eran libres y B el Cojo los ayudaba a hacer realidad su sueño de vivir en un país más próspero. Hablaba de ello con un poco de orgullo.

Una noche, B el Cojo desapareció y nunca volvió. Algunos dijeron que lo habían matado; otros, que se había ahogado en el mar Adriático, devorado por los mismos peces para los que había tejido redes. 

Una bendición y una maldición

Para los albaneses, desde el final de la Guerra Fría, la migración ha sido una bendición y una maldición. Ha sido una bendición porque, sin las remesas de los emigrantes albaneses, sus familias habrían tenido que lidiar con el devastador impacto de las reformas neoliberales de la “terapia de choque” que prometían convertir un Estado comunista aislado y fracasado en un floreciente paraíso capitalista. Ha sido una maldición porque, en contra de lo que la propaganda del Partido Conservador británico quiere hacer creer, a nadie le gusta irse de su país solo para incordiar a los habitantes de otro. Incluso dejando de lado los peligros de las travesías ilegales, y aun cuando existan rutas legales, la migración desgarra a las familias, y la fuga de cerebros es una herida abierta en el país.

Cada año, el Estado albanés invierte en médicos y enfermeras que poco después de graduarse abandonan su país, atraídos por salarios más altos y mejores condiciones de vida en Occidente. Cuando se apoya un sistema de inmigración por puntos o se está de acuerdo en que el Reino Unido, debe invertir para atraer a inmigrantes altamente cualificados, se está respaldando una forma de explotación. Los albaneses trabajarán y pagarán impuestos para que los ancianos británicos sean atendidos por enfermeras albanesas. Los hospitales albaneses sufrirán escasez para que los pacientes del Reino Unido puedan recibir una atención médica adecuada.

A los gobiernos occidentales no les preocupa nada de todo esto. La migración para ellos es una estadística. B el Cojo fue uno de los cientos de miles de albaneses cuyo destino fue sellado por la migración. Yo soy otra más. Para el Gobierno británico y su ministra del Interior, Suella Braverman, ambos somos criminales.

Una “invasión” de albaneses, incluso dejando de lado la plausibilidad de esa metáfora en un país con una de las tasas más bajas de solicitantes de asilo de Europa, sugiere un repentino cambio de tendencia y una intención distintiva y perversa de dirigirse al Reino Unido.

Lo cierto es que, desde el final de la Guerra Fría, Albania ha tenido la mayor tasa de migración per cápita de Europa, una tendencia que, según las Naciones Unidas, se mantendrá durante al menos dos décadas más. Tras la crisis financiera de 2008-2009, cuando la UE estranguló a países como Grecia (donde más de la mitad de la población migrante es albanesa), las remesas disminuyeron considerablemente.

La pandemia de COVID-19 asestó otro golpe a un país ya débil y muy desigual, ya que muchas empresas cerraron y los costes de la sanidad aumentaron. No ayudó el hecho de que nuestros “aliados” europeos occidentales acapararan vacunas sin preocuparse de las consecuencias a largo plazo para otros países. Pero a pesar de todo ello, en el verano de 2021, y tras la retirada de la OTAN de Afganistán, Albania -un país de 2,8 millones de habitantes y uno de los más pobres de Europa- aceptó acoger a 4.000 refugiados afganos rechazados por los países más ricos de la OTAN.

Es cierto que en el último año ha aumentado el número de inmigrantes albaneses, tanto en la UE como en el Reino Unido. Esto es alarmante para Albania, pero difícilmente algo que provoque el colapso de un país del G7. Los albaneses saben, por la información en las redes sociales, que tras el Brexit hay una importante escasez de mano de obra en el Reino Unido. Esperan sustituir a los trabajadores de la UE que el Reino Unido ha perdido como consecuencia del Brexit. También saben que el paso de Calais se ha vuelto cada vez un punto más vulnerable, ya que compartir información con las autoridades francesas es ahora más complicado, el deterioro de los vínculos con las agencias europeas hace que los agentes británicos tengan que pedir a los albaneses datos que antes habrían obtenido de los franceses. En definitiva, se trata de un problema muy británico, más concretamente del Partido Conservador.

Una paradoja

En el Reino Unido viven actualmente unos 140.000 albaneses, desde trabajadores de la construcción a médicos, pasando por abogados y limpiadores, y desde empresarios a académicos. La gran mayoría se ha integrado bien en el país de acogida: pagan impuestos, hacen cola, se disculpan hasta con objetos inanimados, juran lealtad a la monarquía. Cuando todos son etiquetados como delincuentes, sus diferencias, sus historias personales, sus aportaciones a la sociedad, se vuelven invisibles. El ideal de la democracia es rehén de la fea realidad de las metáforas marciales. Cuando se señala a todo un grupo minoritario como “invasor”, el proyecto de integración se rompe. Solo queda la violencia, un mundo dividido entre amigos y enemigos, que alimenta la ira y legitima la hostilidad.

Los albaneses se han convertido en las últimas víctimas de un proyecto ideológico que impone a las minorías estereotipos negativos, xenofobia y racismo, y todo ello para ocultar sus propios fracasos políticos. Desgraciadamente, siguen admirando al Reino Unido como modelo de estabilidad, integración liberal y buen gobierno. Conocen, por supuesto, las recientes turbulencias: a través de las redes sociales en albanés, descubrí el meme que presentaba a Rishi Sunak como primer ministro del mes. Pero lo tratan como una rareza puntual. Esto podría explicar por qué, aunque los albaneses se ofendieron con razón al ser llamados invasores, ninguno de ellos señaló la paradoja de tratar a los albaneses como enemigos, de un lado, y pedir que el Gobierno albanés coopere como aliado, del otro.

En respuesta, las autoridades albanesas sugirieron que el Estado está dispuesto a cooperar con el Reino Unido para resolver la “crisis” migratoria. De hecho, han estado cooperando todo el tiempo, como admitió la propia ministra Braverman. Soy escéptica sobre la probabilidad de éxito de cooperar con un Gobierno que ha creado la misma emergencia que intenta resolver.

Sin embargo, la verdadera clave radica en la moralidad y no en la eficacia. Los comentarios de Braverman fueron gratuitos, insultantes y perjudiciales para las decenas de miles de albaneses que contribuyen a su país de adopción mientras cargan con el trauma de haber abandonado el suyo. Como ciudadanos del Reino Unido, deberíamos pedir su dimisión. Como ciudadanos albaneses, deberíamos pedir a las autoridades albanesas que se nieguen a cooperar sin una disculpa previa.

Lea Ypi es autora de Free: Coming of Age at the End of History (Anagrama lo publicará en español este invierno).

Traducción de Emma Reverter

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