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La decepción con la Premio Nobel Aung San Suu Kyi marchita la ilusión democrática en Birmania

La ganadora del premio Nobel de Paz, la birmana Aung San Suu Kyi, presidenta en la sombra de Birmania.

Zigor Aldama

Shanghái (China) —

Hace año y medio, cuando fue a votar en unas elecciones generales por primera vez en su vida, Moe Thway no podía contener su emoción. Miembro fundador de Generation Wave, un grupo de jóvenes activistas democráticos que nació en 2007 al calor de la Revolución Azafrán, sentía que ese momento cambiaría el rumbo de Myanmar para siempre. Y que la lucha iba a culminar con éxito.

La antigua Birmania estaba a punto de acudir a las urnas para elegir a su primer presidente democrático desde 1962, y el único voto imaginable era el de la Liga Nacional para la Democracia (LND). “No importa que la Constitución redactada por los militares impida que su líder, Aung San Suu Kyi, se presente como candidata –porque sus hijos tienen pasaporte extranjero–. Sabemos que ella ejercerá el poder a través de Htin Kyaw”, comentó entonces a este periodista.

Efectivamente, el candidato de la LND arrasó en los comicios y en marzo del año pasado fue investido presidente con 360 votos de un total de 652. “El Ejército se reserva un 25% de los escaños, que le otorgan poder de veto en la reforma de la Constitución, y se adjudica tres de los ministerios clave. Va a ser difícil introducir reformas, pero esperamos ver cambios importantes de forma inmediata”, auguró el joven activista prodemocracia.

Muchos como él salieron a festejar en las calles la culminación de uno de los procesos de democratización más inusuales de la historia. De hecho, fue la propia Junta Militar la que decidió iniciarlo en 2010 de forma pacífica.

Ahora, sin embargo, Moe Thway ya no se muestra tan entusiasta. Es uno de los muchos birmanos que comienzan a ver las sombras del Gobierno. Tampoco faltan los que están decepcionados con 'la Dama', como se conoce a Suu Kyi. Fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz en 1991 después de haber ganado unas elecciones democráticas cuyo resultado los militares no acataron, y pasó más de una década bajo arresto domiciliario. Pero se demuestra que eso no garantiza dotes excepcionales para la presidencia.

“Creíamos que su trayectoria y experiencia personal garantizaban un gobierno justo, implicado en la solución de los múltiples problemas que acucian al país. Pero puede ser que nos hayamos equivocado”, afirma ahora.

El fundador de Generation Wave no es, ni mucho menos, el único que critica a la presidenta en la sombra. Al contrario, los ataques se multiplican por todo el mundo, y el aura mística que envolvía a Suu Kyi parece haber desaparecido. Es más, lo impensable ha sucedido: las manifestaciones en su contra aumentan y la LND solo obtuvo nueve de los diecinueve escaños en liza en las pasadas elecciones parciales de abril. Es, sin duda, una diferencia brutal con los resultados de 2012, cuando logró 43 de los 44 en juego.

“Los pobres son ahora más pobres”

La situación se ha deteriorado hasta el punto de que la propia Suu Kyi reconoció sus errores durante un discurso televisado con motivo del primer aniversario de su acceso al poder. “Si creéis que no soy lo suficientemente buena para el país y el pueblo, si alguien o alguna organización cree que lo puede hacer mejor que nosotros, estamos dispuestos a dimitir”, afirmó.

El problema, apuntan muchos, es que no existe alternativa. Y, mientras tanto, las desigualdades avanzan en el terreno económico, las libertades continúan erosionándose como nadie pudo haber predicho, y ninguna de las graves lacras sociopolíticas del país recibe solución.

“Si se miran las estadísticas macroeconómicas, Birmania es un caso de éxito. Un buen ejemplo de cómo la democracia se refleja en el crecimiento económico. Pero los números esconden la verdad: que los realmente beneficiados por la bonanza son unos pocos y que, precisamente, son los que están relacionados con el régimen militar anterior”, critica Zin Mar Lin, una de las integrantes de la Brave New Burma Federation.

“Los precios de la vivienda, por ejemplo, se han disparado. Todo el mundo quiere construir hoteles y promocionar el turismo, pero quienes poseen tierra y edificios son los que cambiaron sus uniformes por el traje y la corbata. Los pobres son ahora más pobres”, añade.

Ataques a la libertad de prensa

Por otro lado, las libertades que la población esperaba en esta nueva etapa no cristalizan. Es más, activistas prodemocracia y periodistas de toda índole se han manifestado públicamente en contra de la sección 66(d) de la Ley de Telecomunicaciones, que fue aprobada en 2013 y que castiga la difamación en la prensa o en redes sociales con penas de hasta tres años de prisión.

La redacción del texto legal es lo suficientemente vaga y amplia como para que sea fácil encausar a quienes resultan incómodos para el poder, y así se ha hecho en más de medio centenar de casos contra periodistas, blogueros, y activistas. Incluso prominentes figuras de la LND, como U Myo Yan Naung Thein, han sido imputados por posts en Facebook o Twitter. Su delito es criticar al Gobierno o al Ejército.

“Vamos hacia atrás en lo que a la libertad de expresión se refiere”, asegura un periodista de Frontier, uno de los medios más críticos con la ley, que pide mantener su identidad en el anonimato.

“El artículo 66d está diseñado, lo mismo que la Constitución, para otorgar al Ejecutivo poderes que son propios de una dictadura. Pretende meter miedo a los medios de comunicación y lograr así que los periodistas se autocensuren. Curiosamente, el Gobierno de Suu Kyi podría tratar de derogar la ley, pero incluso se ha negado a discutir esa posibilidad”, apostilla por correo electrónico.

La “brutal” guerra contra grupos étnicos armados

En cualquier caso, todos estos problemas quedan reducidos a nimiedades si se comparan con los dos grandes frentes que el nuevo gobierno democrático tiene abiertos en la periferia del país, y en los que no ha logrado avances significativos. Por un lado, está la tragedia humanitaria de los rohingya, la minoría musulmana que habita sobre todo en el Estado occidental de Rakhine y que Naciones Unidas considera la etnia más perseguida del mundo.

Por otro lado, continúa abierto el conflicto bélico que enfrenta al Ejército con una veintena de grupos étnicos armados. La mayoría firmó acuerdos de alto al fuego antes de la celebración de las elecciones democráticas, pero algunos, como el Kachin Independence Army (KIA), siguen librando sangrientos combates que han provocado decenas de miles de desplazados internos.

La situación de estos últimos tampoco ha cambiado. “Esperábamos una mejoría importante con la llegada de Aung San Suu Kyi, y la seguimos esperando, pero lo cierto es que la violencia ha aumentado y que el Gobierno ha cortado vías humanitarias que antes sí estaban abiertas”, denunció Mark Cutts, de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (UNOCHA), en una entrevista con Al Jazeera. “Es imprescindible que la gente que está sufriendo pueda acceder a la ayuda”, sentenció.

En la zona que controla el KIA la situación de los desplazados es desesperada. En el campo de Jeyang, por ejemplo, malviven unos 8.500 miembros de la etnia kachin –cristiana– que han tenido que abandonar sus viviendas ante el avance de las tropas del Gobierno.

“Ni siquiera los birmanos se enteran de lo que pasa aquí”

“La brutalidad que mueve a los militares birmanos es inimaginable. Continúan arrasando pueblos enteros, donde las mujeres son violadas y las viviendas saqueadas o destruidas. El mundo no sabe lo que sucede aquí, y, lo que es todavía peor, ni siquiera los birmanos se enteran”, se lamenta Labang Dai Pisa, director del organismo que administra los campos en los que ya han encontrado refugio 85.000 desplazados.

En Laiza, el principal bastión del KIA y ciudad fronteriza con China, las ametralladoras y los lanzagranadas están presentes en cada esquina. Y en los centros de adiestramiento de las afueras tampoco hay tregua. Cientos de adolescentes se entrenan con fusiles de madera para aprender a empuñar una versión casera del Kalashnikov AK–47.

Mientras tanto, el Ejército continúa arrebatando posiciones al KIA y dejando un reguero de muertos en su avance. “El Gobierno propone un alto al fuego a nivel nacional, como el que ha firmado con otros grupos, para dar comienzo a un proceso de paz. A nosotros nos parece bien, pero las hostilidades no cesan y tenemos que defendernos”, explica el general de los insurrectos, Gun Maw. Como muchos otros grupos armados, el KIA lleva combatiendo al Ejército desde la independencia de Birmania, y exige la creación de un estado federal descentralizado.

Los rohingya: la mancha más oscura de Suu Kyi

250 kilómetros al suroeste, la guerra es muy diferente. En el Estado de Rakhine se libra lo que muchos consideran una limpieza étnica. Los budistas bamar, con el polémico monje Ashin Wirathu al frente –que se autodenominó el Bin Laden birmano–, rechazan de plano a la etnia rohingya, y exigen su devolución a Bangladesh, un país que tampoco los reconoce como ciudadanos propios a pesar de que ahí está su origen.

Los sistemáticos casos de torturas, violaciones, y discriminación de todo tipo que sufren los rohingya han propiciado la creación de grupos guerrilleros extremistas que combaten también a las fuerzas del estado.

Mientras unos y otros se enfrentan con balas e interpretaciones interesadas de la historia, unos 140.000 civiles rohingya malviven en campos de refugiados que no cumplen los estándares mínimos de nutrición, asistencia sanitaria, y educación. Así, la muerte se ha convertido en el desagradable vecino de todos, y a miles de niños se les ha arrebatado el futuro.

Sin duda, los rohingya son la mancha más oscura en la figura de Suu Kyi. A pesar de que la Dama ha prometido en diferentes ocasiones respetar los derechos humanos y proporcionar asistencia humanitaria a todos los ciudadanos, se niega a condenar la situación que vive esta etnia.

Es más, la LND ni siquiera considera que se deba utilizar el término rohingya para referirse a quienes tacha de bengalíes que inmigraron de forma ilegal. “La comunidad internacional nos presiona para que los llamemos así, pero no entendemos por qué. Son bengalíes”, zanja U Nyan Win, uno de los dirigentes del partido de Suu Kyi que estuvo tres años encarcelado sin juicio durante la dictadura. “En cualquier caso, somos partidarios de enmendar la Ley de Nacionalidad de 1982 para que los bengalíes dejen de ser apátridas y se desactive así el conflicto”.

“Posiblemente, el problema está en que se han puesto excesivas esperanzas en una sola persona. Suu Kyi no es una diosa, sino una política. Se debe a sus votantes, como cualquier otro. Y tiene las manos atadas en muchas ocasiones porque el Ejército mantiene su poder de veto”, explica en tono conciliador Tort Reign, un activista de la minoría étnica Naga.

“Un año puede parecer mucho tiempo, pero no es nada si tenemos en cuenta que salimos de medio siglo de dictadura. Hay que tener paciencia y dar un voto de confianza a quien ha sacrificado tanto de su vida por el país. Juzguemos a Suu Kyi dentro de un lustro”, sentencia.

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