Solidaridad o derrota
“¡Es la solidaridad, estúpido!”. Casi tres décadas después del famoso (y tantas veces manoseado) latiguillo “¡Es la economía, estúpido!”, la fórmula secreta que permitió a Bill Clinton apartar de la Casa Blanca a George H. Bush, resulta que el elemento clave cuando las cosas van mal dadas de verdad es, en realidad, la solidaridad.
A medida que se hace evidente el gran desafío mundial provocado por el coronavirus, se abre paso también la necesidad de cooperación y solidaridad para salir de esta: en la respuesta europea, en las relaciones entre los países, entre los científicos de todo el mundo, unidos ahora por una causa común que únicamente puede prosperar en un marco colaborativo; entre los ciudadanos de un mismo país... El mundo estaba organizado para competir —¡y que gane el mejor!—, pero el mayor reto desde la II Guerra Mundial ha puesto en cuestión hasta los cimientos.
Yuval Noah Harari, el historiador israelí convertido en autoridad global tras el éxito de Sapiens, ha escrito que la respuesta al desafío solo puede llegar de la solidaridad y la cooperación: “Será mucho más fácil vencer a esta pandemia si mostramos solidaridad con gente de todo el mundo; si ayudamos generosamente a los más necesitados; si fortalecemos nuestra confianza en la ciencia; (...) y finalmente viviremos en un mundo mucho mejor”.
El gran pensador francés Edgar Morin ha llegado a parecidas conclusiones a sus 98 años de lucidez: considera imprescindible “incentivar la cooperación”, a través de lo que llama “una nueva agregación solidaria”, tanto para superar la pandemia y sus efectos como también para el mundo que viene: “Habremos aprendido algo si sabemos redescubrir y cultivar los auténticos valores de la vida: el amor, la amistad, la fraternidad, la solidaridad. Valores esenciales que conocemos desde siempre y que desde siempre, por desgracia, terminamos por olvidar”, explicó a Il Corriere della Sera.
La respuesta solidaria no es reivindicada solo por las izquierdas, a pesar de que estén más acostumbradas a insistir sobre su importancia que las tradiciones neoliberales, hegemónicas desde que en la década de 1980 triunfaron con el mantra de Margaret Thatcher de que “la sociedad no existe, solo los individuos”. En España, algunos sectores vinculados a la derecha más dura han declarado la guerra total a la propuesta de renta mínima que impulsa el Gobierno —una de las aplicaciones concretas de la solidaridad para tiempos excepcionales—, pero hasta el Financial Times, el diario de referencia mundial de los liberales, se mostró a favor de explorarla en un editorial ya el 4 de abril (Virus lays bare the frailty of the social contract, El virus deja al descubierto la fragilidad del contrato social), junto con un impuesto a la riqueza, otra política emblemática de solidaridad. Y el centro de estudios de la gran patronal catalana, Fomento del Trabajo, siempre influyente en la CEOE, enarboló la bandera de la renta mínima antes incluso de que el Gobierno se pusiera a la tarea, al tiempo que reclama “medidas de shock de ayuda a los más vulnerables”.
El presidente de la consultora demoscópica Gad3, Narciso Michavila, el gurú más escuchado por el PP y el conjunto del establishment en España, ha expresado la siguiente conclusión en El Economista: “El ser humano terminará ganando porque cuenta con el arma más poderosa: poder cooperar”. Por su parte, el Fondo Monetario Internacional (FMI), que actuaba como una especie de hombre del saco ante los que se separaban de la ortodoxia neoliberal, destaca ahora, tras dibujar un panorama de gran recesión global, que la recuperación solo será posible con un marco de “cooperación multilateral”, según ha subrayado su economista jefe, Gita Gopinath. Y hasta The Wall Street Journal, el gran diario de la Bolsa de Nueva York, acaba de publicar un inusual artículo, Cooperation is for the birds (25/4), llamando a imitar al kea, pájaro de la familia de los loros que destaca por su afán cooperativo: “Deberíamos aprender la lección del kea: cooperar, colaborar, divertirse y reír para que el mundo se ría contigo”, sostiene el diario que tanto admira al toro como símbolo de los mercados por su predisposición a competir a cornada limpia.
En primera línea
En todos los países se ha desatado una ola de solidaridad ciudadana que, como ha subrayado Le Monde, no tiene precedentes desde el fin de la II Guerra Mundial. No solo busca aliviar la situación de los más desfavorecidos, sino también involucrarse en la lucha contra la pandemia —por ejemplo, con la producción de mascarillas caseras— y en realzar el papel de algunos de los sectores más precarizados, muchos ellos, además, con mayoría de mujeres e inmigrantes. Ahora los “trabajos esenciales”, según se describen en los sucesivos estados de alarma, ya no son los de esos hombres encorbatados que se creen tan importantes, sino las enfermeras y sus auxiliares, las cajeras de supermercado, las cuidadoras de personas mayores... En opinión de Laurent Joffrin, director del diario francés Libération, la crisis ha puesto en evidencia “la falsedad de las jerarquías sociales” y ha revelado otra fotografía, más real: “La dependencia hacia los que no son nadie y lo sostienen todo”.
Todos estos análisis de tradiciones tan distintas coinciden en la necesidad de incorporar al potaje de la economía los ingredientes de la solidaridad, la cooperación, la ayuda mutua, la sostenibilidad ambiental, la participación democrática de los trabajadores, la igualdad salarial y de género, la conciliación… En definitiva: poner en el centro a las personas y al trabajo en lugar del capital.
¿Le parece una auténtica quimera? Pues, en realidad, esta economía ya existe desde hace más de 175 años, cuando en Rochdale (Inglaterra) se creó la primera cooperativa para organizarse a partir de todos estos valores y no al sálvese quien pueda imperante en el capitalismo del momento, que era más duro que el actual en Europa al no contar con ninguno de los amortiguadores de lo que luego ha sido el Estado de bienestar.
Economía social
El cooperativismo es uno de los vectores de la economía social, que incluye también a mutuas, sociedades laborales, fundaciones y otras fórmulas que ponen en el centro a las personas y la solidaridad, por encima de cualquier otra consideración. A pesar de su larga historia, muchos ignoran todavía su existencia porque a menudo queda oculta en el marco imperante, que ensalza la competición y el beneficio individual a cualquier precio. Pero la realidad es que la economía social ya tiene un peso económico notable: en la Unión Europea emplea a 13,6 millones de personas y representan el 8% del PIB, mientras que en España supera los dos millones de trabajadores y el 10% del PIB.
Ante la brutal crisis del coronavirus, muchas empresas han reorientado la producción para atender a las nuevas necesidades, con el mundo de la economía social en primera línea en las iniciativas de producción y asistenciales, que ha impulsado no solo por su propia razón de ser —la solidaridad—, sino también porque la participación de los trabajadores en la toma de decisiones facilita su implicación en estos momentos. No es casualidad que la empresa española sobre la que va a recaer el grueso de la producción de mascarillas sea una cooperativa, filial de Mondragón: Bexen Medical, especializada en la producción de material sanitario. Se ha reorganizado en un santiamén y se ha comprometido a producir nada menos que 60 millones de mascarillas para el Ministerio de Sanidad.
“Vienen momentos favorables para la economía social, en España y en Europa, que está apostando con fuerza hacia un nuevo modelo productivo, con valores, sostenible y con las personas en el centro”, recalca Juan Antonio Pedreño, presidente de Cepes, la organización que agrupa a la economía social española.*
Destrucción de riqueza
El desafío es ahora tan brutal que incluso los sectores más pudientes ven peligrar sus imperios: no importa cuán alta sea la torre sobre la que edificaron su poder, hoy casi todas están amenazadas si el parón económico global se llega a prolongar dos años a la espera de la vacuna. Algunos sectores de la izquierda encuadran lo que está sucediendo en el esquema de la doctrina del shock, según el cual los capitalistas sacan tajada de las desgracias que ellos mismos provocan, pero el historiador de la Universidad de Stanford (EE UU) Walter Scheidel, que ha estudiado a fondo los efectos económicos y sociales de las pandemias, ha demostrado que estas siempre han sido un agente formidable de destrucción de riqueza**. Como la peste negra, que llegó a la actual Italia en 1347 y causó “una drástica contracción de la nobleza” hasta el punto que en dos generaciones desaparecieron el 75% de los linajes, mientras que los ingresos de la aristocracia “cayeron drásticamente” y tardaron dos siglos en recuperarse (véase gráfico).
Los periódicos más influyentes de referencia global, como el Financial Times y The New York Times, abogan ya directamente por la necesidad de rehacer el contrato social, al igual que se hizo tras la II Guerra Mundial con la creación del Estado de bienestar. Ambos con un denominador común: se necesita un modelo mucho más inclusivo y, por tanto, solidario. En un importante editorial, The America we need (La América que necesitamos), el periódico neoyorquino señala como referencia a Franklin D. Roosevelt, artífice de la protección social en EE UU, “quien concluyó que la mejor forma de revivir y llevar prosperidad duradera no era solo inyectando dinero a la economía, sino reescribir las reglas del mercado”. Por su parte, el referente periodístico global de los mercados advierte: “Tenemos una necesidad de propósito común. Para pedir sacrificio colectivo hay que ofrecer un contrato social que beneficie a todos. (...) Se necesitan reformas radicales para forjar un mundo que funcione para todos”.
Es la hora de la solidaridad.
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