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Segunda parte

En bicicleta por Angola: las vistas del Pico de Acevedo y lagoa Dos Arcos

Seguimos recorriendo Angola con esta segunda parte de la ruta

Federico Blanco

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En la primera parte de nuestra aventura angoleña os hicimos partícipes de nuestras preocupaciones y desventuras por lograr que unas correrías de este calibre tuvieran un final feliz. En las líneas que siguen podréis comprobar que así fue, aunque, como sucede tantas veces en este tipo de viajes, no fue tarea fácil y tuvimos que improvisar casi cada día. Pero ahí está el atractivo, ¿verdad?

El Altiplano

Partimos de Lubango, a 1700 m de altitud, con dirección sureste hacia Cahama (a 1125 m). Avanzamos rápido, por una carretera bien asfaltada con suave descenso, y seguros, pues el arcén era muy amplio (a veces tan grande como el carril de avance) y los pocos camiones superlargos que nos adelantaban tenían a bien dejar una distancia prudencial (¡3 puntos para estos camioneros!).

Desde la carretera principal hicimos una incursión de 35 km hacia el este, a la altura de Dongue, para visitar un poblado Khoisan. Durante 3-4 km el barro se adhería, con empeño, a nuestras cubiertas dificultando nuestro avance, a pesar de ya haber liberado unos frenos. Así que tuvimos que andar en bici.

Los khoisan vivían cerca de una gran cantera (una de las muchas que hay en el país y en concreto en esa zona), rodeados de acacias que con sus robustos picos serían el principal enemigo de nuestros neumáticos y brazos. A veces, para evitar la arena más suelta del centro del camino, nos acercábamos demasiado a ellas. Y nos “atacaban”. Las acacias nos acompañarían la mayor parte del camino y algunos de sus pinchos aún me los encuentro clavados en mi cubierta al aterrizar en casa. Los rasguños de los brazos ya curaron, pero los agujeros del maillot aún no.

Retornamos al asfalto y seguimos en sentido sur hacia Chibemba, tranquilo pueblo donde dormimos en la única pensión que había. Era muy agradable con un bonito jardín lleno de plantas y estaba muy limpia.

Al día siguiente, totalmente recuperados, tomamos un desvío hacia el oeste para visaitar el primer poblado gambue.  Había varios kilómetros de arena suelta, así que nos tocó de nuevo andar en bici la mayor parte del trayecto, bajo un sol y calor que no nos perdonó ni un minuto. A veces esto de la bici no es tan divertido.

En Cahama dejamos el asfalto de la carretera principal, que nos hubiera llevado hasta la frontera con Namibia, y tomamos rumbo suroeste hacia Otchinjau (vía Ediva -donde dormimos en la escuela- y Chiende). Ahí iniciamos el “interrogatorio” a los locales que estimamos más duchos en la materia, sobre el estado de los caminos, (básicamente si existía, si había arena, si era transitable en bicicleta, si había pensión en destino…), la situación de los poblados y el nombre de su 'soba' (jefe), pues a él debíamos dirigirnos para solicitar permiso para entrar en su aldea. La dispersión de las respuestas era muy alta, así que llegó un momento en el que creo que preguntábamos más como excusa para entablar una conversación que para obtener información que nos fuera útil. Pero no por ello dejamos de preguntar. Desde ahí fuimos a dormir a un poblado mudimba y luego a Oncocua (la ciudad más grande de la zona), pero no por el camino más directo, sino por uno intermedio, vía Tchicolo. Ahí dormimos en otra escuela disfrutando también de unos excelentes anfitriones -un profesor y sus amigos-.

Fuimos afortunados y, en un pozo que había antes de llegar a Tchicolo, encontramos un grupo de unos 25 muximbas. Aprovechamos para tomar unas bonitas fotos (aunque no era la mejor hora del día) y rellenar nuestros sedientos botijos.

Cerca Oncocua (a 1300 m de altitud) fuimos a dormir a una aldea hacaona, donde vimos cómo hacían cestas, molían grano, cocinaban, barrían el poblado… Al día siguiente visitamos a los himbas en Guaru.

Aquí, en nuestro noveno día de bici, tuvimos que tomar la gran decisión del viaje. Nuestra idea original era desde ahí seguir unos 135 km hacia el oeste (vía Moimba y Otchifengo) hasta Pediva. Pero esto suponía atravesar una parte del desierto de Namibe en la que entendimos, con la última información que pudimos recopilar allí mismo (tampoco encontramos ninguna información de alguien que lo hubiera hecho antes en bicicleta), que era un camino malo, primero de piedras con importantes descensos (bajaba de la meseta a 1500 m hasta los 300 m) y luego se convertía en arena. Además, en la segunda mitad del recorrido no había ningún lugar donde conseguir agua, pues no había ni poblados ni pozos.  Así que esa importante bajada de piedra se podría convertir en un obstáculo casi infranqueable si finalmente teníamos que volver sobre nuestras huellas por falta de agua.

Como teníamos hijos, nietos y aún otras muchas aventuras por vivir, tuvimos que renunciar al plan original, que ya antes de salir nos suscitaba muchas dudas por lo dicho: mucha arena y falta de agua. Toni, que tenía estudiado muy bien los tracks, propuso un nuevo plan que no solo evitaba volver por donde habíamos venido, sino que conseguía dar una vuelta y conectar más adelante con la ruta original en Capolopopo (58 km pasado Pediva).

Hicimos lo que tocaba, pero muchas veces me he preguntado cómo debía ser ese tramo realmente. A cambio, tuvimos la oportunidad de descubrir otros caminos y poblados que, si no, no hubiéramos tenido la oportunidad. Así que contentos con la decisión. Pero la próxima vez... ya veremos.

Al día siguiente salimos decididos, hacia el norte, con nuestro nuevo plan. Nuestro objetivo era dormir ese día donde pudiéramos y al día siguiente en Chiange. A los 5 km el camino se complica bastante, primero con arena (avanzamos a 11 km/h) y a partir del Km 20 llegamos a las piedras que nos reducen la velocidad a 7 km/h. Por suerte, las primeras 4 horas estuvo nublado y hacia la izquierda se divisaban bonitas montañas. Tras casi 6 horas en la bici llegamos finalmente a Ompupa, donde en su única tienda (por llamarlo de alguna manera) solo tienen dos refrescos pequeños y además calientes y tres paquetes de galletas. Sí, vaciamos la tienda.

Aquí nos cambian de nuevo los planes. Teníamos un track para llegar a Xiange, pero nos comentan que el camino es muy complicado y nos recomiendan otra vía por un pueblo llamado Xicu, pero que no aparece en nuestros mapas. Así que seguiremos sin track.

Tras 9 km encontramos la siguiente sonda (pozo de donde extraen agua subterránea), como nos habían informado. Está desierta, pero llena de ropa secándose en el suelo, así que pensamos que alguien aparecerá. Además, toca comer. Hoy bocata de atún. Al cuarto de hora aparecen una docena de simpáticas jóvenes hacahonas. No hablan una palabra de portugués, pero entendemos que nos confirman el camino que va a Xicu.

Solo sabemos dónde estamos (por el GPS) y que Xiange está al noroeste: Xicu ni idea.  Por lo que en varios cruces de caminos nos asalta la duda de cuál seguir y no hay absolutamente nadie a quien preguntar durante horas. Así que, al llegar a cada bifurcación, analizamos la orientación de los caminos, si hay roderas de coche y/o moto, y cuántas, amplitud, etc.  

¡Qué día más largo! Nos levantamos a las 5:15, salimos a las 6:45 y pasamos 9,5 horas en la bici para hacer 77 km. Son las 17:30 y seguimos sin llegar a Xicu cuando solo quedan 45 minutos de luz... por lo que paramos en el siguiente poblado que vemos.  Nos reciben con un largo cuchillo en mano. Preguntamos a qué distancia está Xicu. Entendemos que a 9 km, pero como es tarde y tampoco nos podemos fiar de ese número, pedimos permiso para dormir en su poblado. Al poco rato ya nos están ofreciendo leche de sus vacas y al día siguiente gallinas vivas de regalo (¡lo que nos falta para completar el equipaje de nuestras burras!). En el poblado solo vive su familia directa (unas 12 personas), aunque muy cerca, a unos 400 m, hay otro minipoblado con otros familiares. Apostaría a que somos los primeros “extranjeros” que dormimos ahí.

Antes de la 7 ya estamos pedaleando y a 11 km aparece Xicu. ¡Qué ilusión!, ¡sí que existe! Aunque es muy, muy pequeño. Hablamos con Valentín, el profesor, que nos acompaña hasta un pozo a 300 m de la escuela. Todos los profesores en esa zona (supongo que ocurrirá parecido en el resto de áreas rurales) son muy jóvenes y se pasan como una década acumulando puntos para poder tener destinos más cercanos a su casa.

Aunque dicen que de los pozos que tienen más de 30-40 m de profundidad se extrae agua potable, nosotros preferimos usar nuestras pastillas potabilizadoras. Nos agotamos girando la manivela, pues no funciona bien, (así compensamos el esfuerzo de piernas en la bici), para sacar algo de agua, pero menos de la que necesitamos para llenar.

Llegamos finalmente a Xiange sobre las 13:30, tras tramos muy complicados de arena, aunque los últimos 35 km avanzaríamos cómodo y rápido. Es festivo, así que la administración local está cerrada, por lo que vamos directamente al Comando (el Cuartel) de Policía, donde después de unos 45 minutos de solicitar permisos nos dejarán entrar y dormir. Primero nos dejan plantar las tiendas en su jardín, pero cuando regresamos de una cervecita, visita al animado mercado y a un ensayo de cantos de una coral religiosa, como amenaza lluvia, nos ofrecen, sin pedirla, una habitación. ¡Qué pena, porque está tan sucia como hospitalarios son ellos! Creo que también somos los primeros (con y sin bicis) en dormir ahí. Realmente son muy hospitalarios -nos ofrecen agua, nos dejan su cocina, incluso si queremos algún refresco…-. Por la noche también pasaría a saludarnos el Comandante y el Gobernador de la administración local, que incluso nos ofrece mudarnos a su “palacio”. Nos sabe mal cambiarnos por la hora que es y porque han sido muy amables, por lo que declinamos la invitación del Gobernador. Esa noche compartiremos la habitación con un sinfín de bichos. Toni duerme con la mosquitera y yo me hago como una muralla de cosas alrededor del saco y las rocío con repelente de mosquitos. ¡Y nos funcionó! Esa noche en el Comando nos hará famosos en la región, lo cual nos dará alguna ventaja que ya os compartiré.

Nuestro siguiente destino, por un camino fácil, es Chibia, y a continuación dormimos en Kehamba (cerca del seminario de Jau -uno de los más importantes de Angola-), poblado de muilas de la montaña. Una vez más tuvimos la oportunidad de convivir con las etnias, en este caso con una extensa familia (unos 25) y observar sus tareas cotidianas (cuidado de las cabras, montar/reparar los cercados que circundan los poblados, revisión de los cultivos, cocinar), cómo juegan y ríen los niñ@s con sus aros rodantes, muñecas de trapo. Y hasta tuve tiempo de aprender algunas palabras en su idioma.

Tras otra noche mágica, nos desviaremos unos 7 km por caminos bastante complicados, aunque ciclables, hasta las Quedas de Hunguéria, preciosas cascadas situadas a solo 5 minutos andando de donde dejamos la bici.

Después nos espera un terrible (llamadlo técnico, si queréis), camino de piedras. ¡Y menos mal que es casi todo bajada! Ese día tardamos más de 8 horas para hacer 48 km descendiendo 1400 m y subiendo solo 400 m. Luego nos enteramos de que solo muy de vez en cuando se aventura algún 4x4 por ese camino y tarda horas en recorrerlo. Pedaleamos muy concentrados para evitar caídas. Hay bastantes árboles (vemos de nuevo algún divertido baobab) y sombra.

Finalmente, tras otro día muy largo y agotador, llegamos a Cahinde sobre la 17 h y Toni con la rueda pinchada.  Hoy perdimos 1000 m de altitud y se nota un ambiente más caluroso, especialmente por la noche.

La llanura

Al día siguiente amanecemos a las 5 y cuarto (no está mal para celebrar mi cumpleaños) y nos dirigimos a Virei, donde dormiremos. Desde ahí iremos en excursión de un día a visitar las pinturas rupestres en los Morros de Tchitundulo y varios poblados cubales, alguno de los cuales los encontramos abandonados.

Disfrutamos más de las vistas desde lo alto de la cornisa, que son sencillamente espectaculares y desde donde se divisan decenas de kilómetros, que de las pinturas en sí. Subir hasta ahí con las calas de la bici fue todo un reto con alto riesgo de caída, pues tuvimos que escalar por unas grandes piedras redondeadas, que además, literalmente, abrasaban. Ahí Toni se dejó el culote.

Es un territorio muy árido y, en otro tiempo, despreciado por los pastores por la abundancia de leones, que para nuestra suerte y/o nuestra desgracia desaparecieron hace décadas de la zona cuando entre 1930 y 1950 fue declarada libre su caza.

A lo largo de todo el circuito atravesamos decenas de ríos completamente secos que, con la sequía actual, parece que ni en temporada lluviosa se llegan a mojar; con todo lo que ello supone para dificultar la vida por la carencia de agua. El lecho del rio solía ser arenoso y su desnivel no sobrepasaba los 5-10 m, por lo que en ¨la mayoría de las ocasiones, no siempre, los pudimos atravesar montados, aprovechando la inercia de la bajada, manteniendo recta la bici sobre la arena. Eso sí, habiendo puesto a tiempo la marcha que tocaba y teniendo suerte. Si te caías no era muy grave, pues era blando, pero por ahí estaba el orgullo, el miedo a no caer mal y el fastidio a tener que levantar una bici bastante pesada. Así que en cada vado de río descargábamos un poco de adrenalina.

De Virei nos dirigimos a la costa pasando por Pico de Acevedo, que son dos inmensas piedras en medio del desierto, donde hay un control de policía. Me parecieron un paraíso por la sombra que daban, el cobijo del viento y, sobre todo, por la hospitalidad que encontramos.

Ese día pedaleamos 107 km en unas 8 horas, atravesando la zona más desértica del recorrido. Antes de llegar al Pico Acevedo llegamos a tener hasta 3-4 caminos que discurrían casi en paralelo. ¿Cuál tomar? Ese era el acertijo del día. En bici era muy importante elegir el de menos arena y, salvo que hubiera alguna rodera de moto que nos indicaba el camino menos malo, teníamos que ir cambiando de uno a otro cuando la arena que encontrábamos nos impedía avanzar pedaleando, cosa que ocurría con cierta frecuencia. Era mucho más fácil de ciclar a primera hora de la mañana antes de que el calor la soltara y la hiciera mucho más pesada para pedalear. Esto era otro aliciente además del calor para levantarse antes de la salida del sol.

La vegetación fue desapareciendo, los árboles dando paso a arbustos cada vez más bajos, hasta que al final nos quedamos completa y literalmente solos, pedaleando sobre un infinito manto marrón, de arena más o menos compacta, solo rasgado en la lejanía por alguna montaña y en la cercanía por uno de los seres más  raros del planeta, símbolo de longevidad (dicen que algún ejemplar puede llegar a vivir 2000 años), fortaleza y supervivencia (la pluviosidad media es de unos 2 mm anuales, aunque pueden pasar 5 años sin ninguna lluvia). Nos referimos a la flor Welwitschia Mirabillis, que tiene una raíz muy larga y dos únicas hojas, que crecen de 8 a 15 cm al año y reposan sobre el suelo, cuyo crecimiento hace que se enrosquen y curven. Todo un portento de la naturaleza.

Al llegar al Pico, ¡gran sorpresa! La policía nos estaba esperando. Pues claro, ¡si era un control policial!  Sí, pero es que nos estaba esperando personalmente. Nos habían divisado, hacía unas horas, en la lejanía y....  sí, nos estaban esperando... con un par de sillas a la sombra para que descansáramos. Y tras la comida nos sacarían un par de colchones para echar la siesta.

Los policías del control, Benji (con su mujer) y Tino, vivían ahí en un par de containers de barco. completamente aislados (pues no tenían ningún medio de locomoción y la cobertura telefónica estaba a 7 kms), pero no desinformados. Hacía un par de días había pasado por el control su jefe, les mostró en su teléfono nuestra foto, la que nos tomó el comandante de Chibia en su cuartel, y les avisó que tarde o temprano pasaríamos por ahí. ¡Servicio inmejorable!

La costa

Pasado el Pico de Acevedo, hasta las 'mirabillis' nos abandonarían y el manto se anaranjó, mientras empezaron a aparecer trocitos de asfalto, más bien diría pequeñas hileras de 4-5 cm de anchura, que nos aceleraron el ritmo. ¿Y eso? Pues porque nos obligaban a pedalear más rápido para poder mantener mejor el equilibrio sobre esos hilillos de asfalto. Todo esto hasta que llegamos a la costa, donde tomamos la carretera EN100 hacia la izquierda. Esta tenía un asfalto de lujo: llano, liso, ancho, con líneas pintadas e incluso catadióptricos (cada 15 m, pues conté unos cuantos cientos para matar el tiempo como quien cuenta ovejas para dormir) para la noche... Pero no conseguíamos avanzar a más de 12-13 km/h, a pesar del importante esfuerzo que hacíamos. Nos detenía una mano invisible.

Un viento en contra muy, muy fuerte: el peor del viaje con diferencia y diría que de todas mis excursiones en bicicleta. Quedaban 32 km hasta el control de policía, (a 50 km de Tombwa), donde comeríamos sobre las 13 h. Habíamos pensado dormir ahí, pero, aún era pronto, estaba en medio de ningún sitio y no le vimos ningún aliciente. El sol era muy fuerte y nos destrozaría, así que esperamos hasta las 15 h a que bajara un poco y seguimos.

Tras un montón de días por arena, tierra, barro, piedras, asfalto que no es, cuando llegamos al de verdad es el viento el que nos ataca despiadadamente (ojalá lo hubiera hecho por la espalda). Intentamos minimizar el esfuerzo poniéndonos uno a rueda del otro por primera vez en el viaje.

Tardamos hora y media en recorrer los 20 km que nos separan del cruce que lleva a Lagoa Dos Arcos, adonde llegamos bastante agotados, porque el viento no ha amainado.

Tras 2 km de tierra batida, el manto marrón por el que circulamos se rasga y aparece de bajada un pequeño desfiladero de arena suelta en el que empieza a aparecer de nuevo el color verde y, al final, un poblado. Contactamos con el 'soba', Rogelio, que nos mostrará los alrededores y nuestro “dormitorio” a la sombra de un gigantesco y fantástico árbol junto a un paraíso recientemente desaparecido.

Hasta 2019 allí había dos lagos, separados por dos grandes arcos de roca, llenos de flamencos rosados. La sequía de los últimos 3 años, que también había dejado al 'soba' y su familia con solo 4 cabras, había secado los lagos y por medio de ellos discurría ahora un camino que evitaba la circunvalación a la que el agua obligaba anteriormente.

A la mañana siguiente salimos sin ninguna prisa para hacer los últimos 31 km que nos separan de Tombwa.  Gracias a que la noche ha compactado la arena, conseguimos subir montados la mayor parte de los 2 km del camino de arena que la tarde anterior habíamos descendido. Cuando llegamos de nuevo al asfalto (la EN100) ... ahí está, de nuevo, esperándonos nuestro “amigo”. Sí, otra vez viento en contra... aunque algo menos fuerte que el día anterior. Pero como tememos que a medida que avance el día este será más intenso, aceleramos la máquina lo que podemos. ¡Ánimo, último esfuerzo!

Conseguimos avanzar a 20 km/ h por llano. Paramos casi una hora a 12 km, en un mercado muy interesante, antes de llegar a Tombwa. Seguimos siendo los únicos “de fuera”.

En Tombwa decidimos terminar el circuito en bici, ya que no queríamos repetir ruta ni pedalear por asfalto por zonas desérticas sin poblados que visitar. Por ello al día siguiente salimos en autobús de la compañía Paufils, la que nos recomendaron, rumbo a Namibe.

De nuevo la suerte nos sonríe y cuando entramos en el bus… está lleno, casi exclusivamente ocupado por un grupo de unas 30 mujeres, todas vestidas de amarillo (mi color favorito). Es un grupo evangélico que van a una misa a Namibe. Era festivo por celebrarse el Día de la Independencia en 1975 de Portugal. Se pasan la hora y media que dura el viaje cantando y bailando, básicamente, aunque no exclusivamente, 'gospel' sin parar ni un minuto. Todos nos hacemos fotos (es un todos contra todos), aprovechando cuando el conductor se detiene por algún motivo, ya que en marcha es complicado, pues, a pesar de ser asfalto, se mueve bastante el bus porque va rápido.  Lo pasamos realmente bien. Hay una que canta de lujo y el resto la sigue, pero cuando ella para, otra toma su relevo. Ocupamos los asientos de atrás junto con nuestras bicis, por lo que tenemos visión completa de la fiesta.

En Namibe pasamos 3 noches (nos sobró una), y luego tomamos otro bus a Lubango, desde donde hicimos un par más de salidas de día en bicicleta para visitar:

  • la sierra de Leba: es famosa por su belleza y el serpenteo de su carretera para salvar el desnivel que nos lleva del mar a la meseta a 1700 m, y
  • la Fenda (grieta en portugués) de Tundavala: un abismo de 1200 m de desnivel entre los 2200 a los que está la parte alta y la planicie central angoleña a 1000 m, que permite vistas espectaculares de infinitos de kilómetros. Aprovechamos esta excursión para, al regreso, subir al mirador de Christo Rei, coronado por una estatua de mármol blanco, de 30 m, inspirada en el Cristo Redentor de Río de Janeiro, desde donde se divisa, a sus pies, toda la ciudad de Lubango. Son de los paisajes más bonitos del país, cuya visita es muy recomendable.

Unas reflexiones finales

  • Este tipo de viajes es bueno planificarlos, pero más aún ser flexible, interactuar con los locales, aprender algo de su vida (historia, de qué viven, idioma, costumbres…). Cuanto más sepas, más curiosidad tendrás, más preguntarás y más aprenderás.
  • No existe el plan perfecto antes de salir, pero una vez en marcha habrá infinidad de planes perfectos. Trabájalo y busca el tuyo.
  • Sal al encuentro de la aventura (a veces es ella la que te perseguirá) y piensa que todo tiene solución, salvo que cuando regreses, ya no podrás dejar de viajar. 

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