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Este blog pretende ser la primera ventana a la publicación de los futuros periodistas que ahora se están formando en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la UPV/EHU. Son las historias que los propios estudiantes de periodismo proponen a nuestros lectores.

'Stagiers', las estrellas que no brillan en el firmamento Michelin

Un quemador de una cocina de gas

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La cocina se ha convertido en la novena maravilla y los cocineros en aclamadas estrellas de rock. La arquitectura de sus platos no se come, se expone. Los comedores son museos en los que se disfruta con todos los sentidos. Un trato exclusivo, 5 camareros por mesa y entre cuarenta y setenta cocineros en los fogones. Cocinas enormes y pulcras donde impera una férrea disciplina militar.  Quien visita un restaurante galardonado con estrellas Michelin disfruta de una experiencia que dura una media de 4 horas, donde comer, es lo menos importante. Alquimia que se toca, se saborea, se huele, se mira. Durante el festín, unos ríen, lloran, algunos viajan y otros exclaman tímidamente a Dios. Un cubierto que ronda de mínima los 175 euros y hasta cuarenta y cinco platos por menú degustación.

Platos escandalosos, polémicos y algunas veces ni siquiera comestibles cómo en Mugaritz, a veces ni siquiera platos, cómo en Atelier, donde el postre se sirve sobre el mantel a modo de lienzo. Cualquier local que figure en la prestigiosa lista de 'The 50 best of the world' es considerado un templo gastronómico. Polémicos, adorados, criticados y alabados a partes iguales. Pero ¿quién hace realidad este festín de Vatel? Aprendices de cocinero. 'Sherpas' de la gastronomía.

Engrosar el currículo con el nombre de los restaurantes más prestigiosos del mundo, es la insaciable ambición de jóvenes cocineros que lo dejan todo en busca del saber. Los aprendices de sabio son la pieza clave que mueve el engranaje que se sitúa debajo de las cocinas estrelladas. Al igual que la piedra angular en una catedral, estos porfiados aprendices, soportan el peso de las estrellas. Nadie les obliga a buscar un 'stage', nadie les obliga a quedarse. Ellos, aseguran que no son nadie si no aprenden de los alquimistas del siglo XXI. Ellos, aseguran que si no entregas tu vida por devoción hacia aquello que amas no puedes llamarte cocinero. Pero ¿qué fue primero? ¿el huevo o el aprendiz?  Ofrecen sus manos y una parte de sus vidas a cambio del secreto del éxito. Sin retribución alguna a excepción de casa y comida.

Los grandes chefs ya no esconden sus recetas cómo otrora lo hicieran sus predecesores franceses. Ahora el negocio reside en la figura del aprendiz. Estos másteres acelerados de gastronomía, son para algunos el nuevo modelo elegante de esclavitud y para otros, un truque justo. En este contexto, la ecuación es simple: a más estrellas Michelin más cantidad de 'stagiers' en la cocina. Cuanto más reluciente sea el foco que señala al cocinero estrella ¿más oscuros serán sus sótanos?

¡Sí, chef!

Tras los dos óculos de la metalizada puerta que da acceso a la cocina del Gran Casino de Santander se perciben unas refulgentes paredes blancas. No se aprecia bullicio, no hay caos ¿no hay nadie? Lo único que delata que tras la puerta hay una cocina es el penetrante y exquisito olor a fondo de carne y cebolla pochada. Dentro, trece chaquetillas blancas ejecutan una coreografía perfecta de ademanes simultáneos al compás de la música de los cuchillos al cortar y de las ollas al hervir. Miradas bajas y un silencio que solo se rompe con un unánime y estridente ¡sí chef! Un caos perfectamente organizado. Así es el hogar de César Villacorta.

Ataviado con una chaquetilla blanca y un delantal gris, César se sienta en la terraza, y con el sonido de los cormoranes de fondo y la espectacular vista a la infinidad del mar Cantábrico, se encoje de hombros y afirma: “Martín es el puto amo. Empezó desde abajo, cuando su madre cerraba el Bodegón Alejandro, Martin siendo un crío, se marchaba a Francia a aprender. Un mes con un carnicero, un mes con un panadero, un mes en esta o aquella cocina. Por eso es el mejor, hay gente que pagaría por una estancia en sus cocinas. Todos hemos sido aprendices y no creo que a Marín le tratasen especialmente bien”. César se marchó a Lasarte cuando tenía veintitrés años. Aplicó para una temporada, pero se quedó tres. Lo que equivale a un año y medio.

El chef admite que la estancia en el laureado restaurante no fue fácil: “No fue idílico, pero me lleve un conocimiento de valor incalculable”, asegura. Y es que, no solo a guisar se aprende en un Michelin. Marketing, gestión gastronómica, I+D, incluso idiomas pueden aprenderse en un lugar en el que convergen hasta 20 nacionalidades distintas durante las estancias.

“Los compañeros de MB es lo mejor que te llevas, después de doce años aún tengo un amigo japonés. Tokiro, al que conocí allí y que me enseña a tratar los pescados como solo ellos saben o Pamela, una chica mexicana que pagó por su 'stage'. Francamente mis recuerdos son buenos. Se de otras personas que lo pasaron muy mal, pero nadie te obliga a quedarte, si estás a disgusto vete”, sentencia el chef con tono rotundo.

Muchos lloraban reventados por las noches, otros se fueron, pero los que venían de fuera lo tenían más jodido. Si se iban, lo perdían todo. Allí te aferrabas a las personas porque es lo único que tenías

La experiencia de Zuhaitz Cerrada en cambio es tan diferente que parece hablar de otro lugar. Aún conserva en su teléfono la foto de un paño de cocina ensangrentado y una brecha en la cabeza que enseña a modo de “prueba a”. Se abrió la cabeza durante un servicio en MB y ese trapo fue lo único que le proporcionaron para que se “apañara”. “No pude ir al médico hasta que acabó el servicio, ningún jefe de cocina se interesó por saber si estaba bien”. El vasco, como le llaman sus amigos, tenía diecinueve años cuando se graduó en la escuela de cocina de Artxanda y Lasarte fue su primer contacto con la alta cocina. Lejos de sentir que ha tocado las estrellas, Zuhaitz aún se encoleriza cuando alguien le menciona lo campechano que parece Berasategui en la televisión. “Pura fachada  — espeta el bilbaíno — ese no es el Martín que conocen sus 'stagiers'. En el restaurante ni siquiera te daban de comer, tenías que robar sobrantes de lo que fuese y comerlos escondido en las cámaras. En los pisos nos hacinaban a 7 u 8 en una habitación en condiciones infrahumanas. Muchos lloraban reventados por las noches, otros se fueron, pero los que venían de fuera lo tenían más jodido. Si se iban, lo perdían todo. Allí te aferrabas a las personas porque es lo único que tenías”.

Lejos de desistir de los viajes en busca de los principios de la alquimia, este joven chef acabó en el Celler de Can Roca. “El Celler es el único lugar en el que te tratan como a un ser humano. Ellos me reconciliaron con la cocina. Nos enseñaban. Teníamos una casa bonita y comida para el personal. Los Roca son personas empáticas y buenas en todo el sentido de la palabra”, resalta Zuhaitz con una amplia sonrisa.

Perder para ganar

Johan Peña relata una experiencia similar en el Celler. Este caleño de veintinueve años ahorró durante 5 años para vivir la experiencia 'stagier'. “Primero, aplique a los restaurantes que eran mi top tres, sabía por otros panas que las listas de espera eran infinitas así que me asegure de tener mi plaza y después ya me preocuparía de conseguir la plata”. Un viaje transoceánico para aventurarse en un país desconocido con el objetivo de hacer un currículo de prestigio. “Uno acá no es nadie si no tiene buenas prácticas hechas. Hay que dejarlo todo para volver y tenerlo todo, pero mejor”, resalta.

Johan enseña mediante la pantalla del ordenador, la preciosa sala de arquitectura neoclásica que decora el comedor del restaurante que dirige en el imponente Cartagena Marriott Hotel. En un país en el que el sueldo mínimo es de 450.000 pesos —unos 210 euros—, ser el jefe de cocina de un restaurante en el que el cubierto cuesta el equivalente a tres salarios es un sueño. Es ganar.

Johan y Zuhaitz se conocieron cuando el chef caleño finalizó su 'stage' en el Celler y llegó a MB. Por aquel entonces al del Bilbao le restaba un mes de estancia en “las cocinas del infierno” y ya preparaba su viaje a el Celler.

—No sabes lo que te espera aquí, ya puedes prepararte.

—Yo sé que vengo a comer mierda vasco.

Las jornadas en el restaurante Aponiente de Ángel León empiezan a primera hora. A las seis de la mañana una fila de aprendices cargados con calderos recorre la localidad del puerto de Santa María en Cádiz hasta llegar a la playa de la Puntilla. El agua con la que se cuece la magia del chef del mar debe recogerse justo después de la primera bajamar de las 02:02 de la madrugada y antes de la siguiente pleamar a las 08:28.

Diego Bilbao tiene treinta y siete años y es copropietario de un coqueto restaurante en Santander llamado La hermosa de Alba. Hoy, cómo cocinero lo tiene todo. Hoy, después de casi 10 años, recuerda a la perfección las tablas de marea del puerto de Santa María. El, recorrió durante seis meses los tres kilómetros y medio que separan Aponiente de la Puntilla. La playa predilecta de León por la riqueza en plancton marino de sus aguas. “Ángel decía que era un regalo disfrutar del amanecer en la playa, pero lo que no era tan mágico era tener las manos congeladas, los pies mojados y caminar con calderos de agua a la espalda”, rememora Diego.

Cuando veo todo lo que he conseguido es inevitable preguntarme si tuviese todo esto sin haber pasado por los sótanos de los Michelin. Yo antes no tenía un nombre, pero cuando usé los suyos todo el mundo sabía quién era Diego Bilbao

Absorto en sus recuerdos, este ex jugador de rugby, enorme y corpulento, se hace pequeño, se sienta en una banqueta y se apoya en la pared. Las manos que apoya sobre la mesa de pulido acero de su cocina cuentan, por medio de las cicatrices, su propia historia. Las uñas cortadas al ras dejan ver unas pequeñas cicatrices simétricas y de color grisáceo, “espinas y dientes de pescado”, suelta sin importancia. “Cuando veo todo lo que he conseguido es inevitable preguntarme si tuviese todo esto sin haber pasado por los sótanos de los Michelin. Yo antes no tenía un nombre, pero cuando usé los suyos todo el mundo sabía quién era Diego Bilbao”, añade.

Felipe Bunchicoff, socio y amigo de Diego, tiene un aspecto similar al de Bilbao. Luce con orgullo la camiseta del equipo de rugby los Verdes de Santander. Mira a su compañero con una sonrisa irónica y tras dejarle hablar le golpea en la espalda y señala con un marcado acento argentino: “La gente en España es recontra blandita. A mí me sacaron la mierda en Quique Dacosta y no hablemos de Aponiente. Pero che, en Argentina cualquier pendejo con un puesto callejero te saca la concha de tu madre. Hay mierda que merece la pena aguantar. Yo gané”.

Las estrellas hablan

Josep 'Pitu' Roca representa todo lo que está bien en la alta cocina. Con su característico blazer negro y una delicadeza hipnótica, el mayor de los Roca se sienta ante el ordenador. A su espalda se observa una estantería con cientos de libros y botellas de vino. Asegura que aún se sorprende al escuchar las historias de sus jóvenes becarios. “No tiene sentido maltratar a las personas que hacen posible que nuestro restaurante sea lo que es. Los chicos llegan aquí pensando que sin nosotros no serían nada, pero es al revés. De los casi 70 miembros del equipo de El Celler, unos 25 son 'stagiers'. Sin ellos, no podríamos dar el tipo de servicio que damos”.

Ane Berasategui, en cambio, no comparte la misma visión. A través de un correo electrónico, la hija y jefa de comunicación de Martin Berasategui asegura que una estancia en sus restaurantes tiene un valor superior al de un máster gastronómico. “Es un privilegio estar en MB. Un máster ronda los 10.000 euros. Nuestros aprendices saben el valor de nuestra cocina y las listas de espera no paran de crecer. Formarse con uno de los mejores cocineros del mundo de forma gratuita es un hecho afortunado por el que otros alumnos tienen que pagar”, rezan sus líneas.

No tiene sentido maltratar a las personas que hacen posible que nuestro restaurante sea lo que es. Los chicos llegan aquí pensando que sin nosotros no serían nada, pero es al revés: sin ellos, no podríamos dar el tipo de servicio que damos

En este sentido, Alan Iglesias, la mano derecha de Ángel León, habla tan deprisa como se mueve y tras un bufido de hastío, después de escuchar una serie de relatos, solo acierta a decir que, en efecto, aprender en las cocinas de Ángel no es fácil. “Nadie dijo que lo fuera, no son unas vacaciones en Cádiz, es un periodo de formación intensiva para chavales que quieren relevar a los mejores del mundo”, puntualiza el de Arrasate.

Los días previos al inicio de este viaje por el firmamento gastronómico, la ciudad de las artes y las ciencias se vistió de gala para celebrar la noche con más estrellas: La ceremonia de la Guía Michelin España y Portugal 2022. Alfombra roja, focos a máxima potencia, periodistas y fotógrafos de la prensa nacional e internacional, chaquetillas de alta costura y zapatos de Manolo Blahnik en un desfile al más puro estilo feria de las vanidades. Pecado y atracción. Mientras los rostros más conocidos del panorama gastronómico internacional entran uno a uno en el Palacio de las Artes Reina Sofía, en los sótanos de sus lujosos restaurantes cientos de chicos, juntos y entusiasmados, sintonizan el canal oficial de la guía en YouTube y se disponen a soñar con la obtención del palmarés. El reconocimiento es tan suyo cómo de las gastro estrellas, pero ellos no visten de Prada. Ellos son los de abajo.

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