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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Dinamita Nobel

La líder opositora María Corina Machado, reciente ganadora del Nobel de la Paz

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Había un hombre en Estocolmo que vivía atormentado por el silencio. No el silencio de las calles nevadas o el de los vastos bosques suecos, sino un silencio interior, un vacío que dejaba el estruendo. Alfred, se llamaba. Un tipo peculiar, de salud quebradiza y alma de poeta encerrada en el cuerpo de un ingeniero químico. Su padre, un inventor de puentes y edificios, le había enseñado desde niño el lenguaje de las rocas, el arte de demoler para construir. Y Alfred aprendió tan bien esa lección que acabó por domar el alma inestable de la nitroglicerina, por meterla en cintura, por darle un nombre: dinamita.

La palabra sonaba a progreso, a civilización horadando montañas para trazar caminos, a humanidad doblegando la naturaleza. Y durante un tiempo, Alfred se creyó ese relato. Viajaba por toda Europa, “el vagabundo más rico del continente” le llamaban, levantando fábricas que producían ese poder encapsulado. Era un hombre de éxito, dueño de un imperio de 355 patentes. Pero en las noches, en la soledad de sus lujosas habitaciones de hotel, el eco de las explosiones regresaba. No las de las canteras, sino las de los campos de batalla que su invención hacía terriblemente rutinarias.

Se describía a sí mismo como un misántropo y un superidealista, una contradicción que es, quizá, la definición más honesta del ser humano. Amaba la literatura con la devoción de quien busca en las palabras un refugio, un orden que la realidad le negaba. Y en esa dualidad, en esa pugna entre el cínico hombre de negocios y el soñador melancólico, empezó a gestarse la idea de un legado. ¿Qué queda de un hombre cuando su nombre se asocia al estruendo de la destrucción? ¿Cómo se compra el perdón de la historia?

La vanidad es un motor poderoso, casi tanto como la dinamita. Un día, un periódico francés publicó por error su necrológica. “El mercader de la muerte ha muerto”, rezaba el titular. Alfred tuvo el extraño privilegio de leer su propio epitafio, de ver su vida reducida a una caricatura macabra. Y lo que vio le heló la sangre. Fue entonces, cuentan, cuando la necesidad de reescribir su historia se convirtió en una obsesión. No bastaba con la fortuna, ni con las fábricas, ni con el reconocimiento de la ciencia. Hacía falta un gesto grandioso, un acto de contrición tan espectacular que su sonido ahogara para siempre el de la dinamita.

Así nació el testamento. Una fortuna inmensa destinada a premiar a quienes confirieran “el mayor beneficio a la humanidad”. Literatura, física, química, medicina... y paz. Sobre todo, la paz. Qué ironía tan bella y tan triste. El hombre que había hecho la guerra más eficiente, más impersonal y más devastadora, legaba su nombre a la causa de la concordia. No fue un acto de pura bondad, no nos engañemos. Fue un intento desesperado de controlar la narrativa, de levantar un monumento a su propio idealismo para que la posteridad lo recordara como un humanista y no como el ingeniero del caos. Fue, en el fondo, el último y más ambicioso de sus inventos: la inmortalidad a través de la filantropía.

Y ahora, ¿qué queda de ese gesto? El premio, como su creador, vive en la contradicción. Se ha extraviado en la geopolítica, convertido en una herramienta que a veces busca más proyectar una imagen que reconocer una realidad. Nació de la culpa y ahora, a menudo, sirve para lavar conciencias, no para construirlas. Se lo entregan a la dama de la esperanza, esperando que el brillo del galardón bastara para cegar la limpieza étnica que se gestaba a sus pies. El mundo aplaudió la fotografía, el símbolo, y luego desvió la mirada mientras su silencio se volvía tan atronador como las explosiones que atormentaban a Alfred. Fracasamos junto a ella, porque preferimos el cuento de hadas a la cruda realidad de que la paz no se compra con una medalla.

El premio ha demostrado tener una perversa alquimia: la capacidad de convertir la ambición en virtud, al menos sobre el papel. Y en esa estela, la historia amenaza con repetirse, con volverse farsa. Ahora, desde sus torres revestidas de un oro que grita más que habla, otro mercader, esta vez no de muerte sino de sí mismo, lo anhela con una codicia transparente. No busca la paz, sino el prestigio. Busca la absolución definitiva, el barniz de humanista sobre una vida de ego desmedido. Busca que la historia, esa juez a la que tanto temía Nobel, le recuerde con el brillo del premio y no con el ruido de sus palabras.

Y en esa ambición, se cierra el círculo perfecto. Veremos si, una vez más, el dinero y la vanidad logran esa extraña transmutación: convertir a un hombre en un “hombre bueno”. El mismo truco de magia, el mismo desesperado intento de redención a través de un testamento dorado, que ya intentó su inventor en una fría habitación de hotel, mientras escuchaba, a lo lejos, el eco de sus propias explosiones.

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