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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Japón con otra mirada

Matilde Fontecha

Mi primera certeza de que Japón existía realmente fue siendo adolescente. Al finalizar el curso, mi hermana mayor se presentó en casa con tres japonesas que pasaron unos días en nuestra casa para visitar el País Vasco. Finalizaban los sesenta, el turismo era incipiente y la presencia de estudiantes extranjeros era anecdótica. Megumi y Yoko, habían estado en Madrid todo un año perfeccionando el idioma español y Nazue acababa de llegar para acompañarlas en un recorrido por Europa.

¡Me parecía todo tan extraordinario!

Quién iba a imaginar que décadas después, Japón, esa gran potencia económica que garantiza un buen nivel de vida a toda su población, iba a tener a sus mujeres en una situación de discriminación tan anacrónica y retrógrada.

Pienso que el androcentrismo existente en Japón ha quedado solapado tras su estado de bienestar. Al aumentar el foco de atención, surgen los datos y saltan a la vista, por ejemplo, los grandes negocios que genera la permisividad con la pornografía infantil, la pederastia, el acoso sexual a niñas, etc. Estos temas son habituales en la televisión, los cómics o videojuegos y se aceptan como algo natural o gracioso.

Hay una práctica que denota el machismo más sofisticado, y que suele interpretarse como algo exótico y exclusivo. Consiste en que una joven hermosa se convierta en bandeja humana. Después de ser sometida a un lavado exhaustivo, se tiende boca arriba en una mesa y sobre su cuerpo desnudo se distribuyen los manjares que un grupo de hombres degustarán. Es un oficio que requiere un duro entrenamiento, ya que no pueden moverse durante horas aunque, después de unas tazas de sake de más, alguien intente coger un pezón con los palillos.

También es significativo que en 2005, debido a miles de denuncias por acoso sexual, en Tokio habilitaran vagones de metro sólo para mujeres. Conocidos como los vagones rosa, se identifican con el cartel “women only” y prestan servicio en las horas punta de la mañana para evitar el manoseo a que son sometidas las mujeres.

Cuando decidí visitar Japón, en el afán de recabar información descubrí a Amelie Nothomb. Con enfoque feminista, en tres de sus novelas autobiográficas (Estupor y temblores, Ni de Eva ni de Adán y La nostalgia feliz) relata la situación de la mujer en el mundo laboral y las relaciones personales y familiares en este país.

No pensemos que lo que cuenta Nothomb es cosa del pasado. Recientemente, una joven pareja, con la misma especialidad y experiencia en ingeniería fue trasladada por su empresa al país nipón. En una reunión con los altos ejecutivos, la ingeniera levantó la mano para pedir la palabra y el director le dijo: “la mejor contribución que puede hacer es su silencio”.

Por fin en Japón

Juan José Millás ha escrito un artículo, que me ha encantado, acerca de su reciente viaje a Japón. Estoy de acuerdo con él cuando dice que es un país con características que no se dan en otros lugares. En mi caso, me centraré en esas peculiaridades en relación con las personas y el papel de las mujeres.

No voy a negar que desde que aterricé en el aeropuerto flotante Kansai de Osaka, empezó mi asombro; ni que en Tokio me quedé prendada del barrio de Omotesando o me sumergí extasiada entre la muchedumbre en el cruce de Shibuya; tampoco negaré el regocijo que sentí ante la belleza de los templos de Nikko o del Pabellón Dorado (Kinkakuji), al pasear por los templos de Kioto o con la arquitectura del edificio de su estación de tren que me dejó boquiabierta.

Sin embargo, lo que captó mi mayor interés fue la población japonesa. El auténtico espectáculo lo constituían las personas que, en muchedumbre, cruzan un semáforo sin tocarse, quienes esperan en ordenada fila a que el semáforo se ponga en verde, la llegada del metro o del tren bala, o su comportamiento en los restaurantes y las casas de té tradicionales.

Incluso, en relación con la explosión de belleza de la floración de los cerezos, lo más extraordinario es el simbolismo que tiene para su gente. Es la fiesta de la primavera y lo celebran acudiendo a los lugares más emblemáticos, como el Foso del Palacio Imperial de Tokio, con los cerezos iluminados por la noche, o el parque Ueno donde había cientos de personas, sentadas sobre plásticos, perfectamente ordenadas en ambos extremos del paseo; se habían quitado los zapatos y parecían estar en el comedor de sus casas. Al final del día, ya había pasado una multitud y los contenedores de basura previstos para la ocasión estaban a rebosar, de manera que, las bandejitas y vasos desechables se amontonaban tan pulcramente formando columnas desde el suelo que simulaban una obra de arte contemporáneo. Es el detalle más insólito que he visto en relación con su lema “limpieza y armonía”.

En Japón no se comparte paraguas

El comportamiento de estas personas tan amables y educadas no tiene nada objetable, por el contrario, contribuye a que tu estancia sea más agradable. No obstante, había algo que me producía cierta desazón. No era una certeza sino una sensación que estaba relacionada con el exceso de disciplina. Y mi cerebro lo interpretaba en clave de carencias, de represión.

En relación con su concepto del pudor, la lengua japonesa aporta algún indicador: carece de expresiones que puedan traducirse como te amo, te quiero; en su cultura, lo consideran demasiado directo, parece que lo más atrevido que pueden verbalizar es me gustas.

En consonancia, en público las parejas no se agarran, no se dan la mano ni se rozan. Es fácil adivinar que un beso es escandaloso. Una guía nos dijo que nunca había visto besarse a sus padres, tampoco dentro de casa, y que era lo habitual.

Aunque es sabido que en Japón se evita el más mínimo contacto físico, no lo había registrado, hasta un día en que iba compartiendo paraguas con otra persona. De repente percibí una sensación rara, miré a mi alrededor y vi que cada persona llevaba su propio paraguas. Pensé: lógico, en Japón no se comparte paraguas, rompe el esquema de la hilera de a uno.

Casi como un resorte, me separé de la otra persona y abrí mi paraguas plegable, y es que, esa estricta uniformización abduce. De hecho, varias veces me encontré esperando obediente en una calle estrecha y sin tráfico, que en cuatro pasos hubiera atravesado, a que el semáforo dejara de estar en rojo. Era como si tuviera los pies pegados al suelo, no podía saltarme una norma, creo que me estaba transmutando en japonesa.

Japón es un país de contrastes y, en relación con su actitud tan recatada, es destacable el tema de los baños que toman desnudos y desnudas, tanto en sus hogares como en lugares públicos, en este caso, separados por sexo. En un país volcánico, donde el 80% del terreno es montañoso, los balnearios son una de sus actividades de ocio favoritas. Tuve ocasión de alojarme en Gero y en Hakone en un ryokan (alojamiento de costumbres tradicionales) con aguas termales. En la habitación encuentras kimonos y sandalias, vestimenta con la que permaneces dentro del hotel, vas al comedor, etc.

Al recinto de baño se accede a través de un vestidor donde una señora con actitud marcial te indica que te desnudes, te quita la toalla a la que te aferras y te señala dónde dejar tus cosas que recuperarás al salir de la tina. Pasas a la sala de higiene, agradable y espaciosa, con duchas bajitas corridas y asientos para tomarte el aseo con calma. Superada la incertidumbre inicial y bien limpita, no sea que la señora te esté vigilando, te acercas a una puerta corredera que se abre dando paso al placer. Es de noche y la pileta exterior con agua a 45 grados limita con un cuidado jardín, todo ello con una iluminación tenue.

En este punto y hablando de choques culturales, se hizo evidente el respeto al desnudo de la mayoría de españolas y sudamericanas, a quienes el pudor les privó de semejante vivencia.

Según van pasando los días, encuentro una explicación a esa sensación desapacible que me provoca un comportamiento tan disciplinado: está relacionado con la represión de la manifestación espontánea de cualquier sentimiento.

La aceptación y el cumplimiento incondicional de las normas, las filas, el exceso de organización, de puntualidad y hasta de limpieza en las calles donde está prohibido fumar, son consecuencia de un control social tan abrumador que me recordó mi infancia, cuando “el qué dirán” organizaba la vida. Aquellos años en blanco y negro y el Japón actual tienen muchos elementos comunes, aunque en el país nipón, alumbrado por neones de infinitos colores, te puedas despistar.

Discriminación de las mujeres en Japón

En Japón, la severidad de hábitos para el control social, se ceba con las mujeres, que deben rayar la perfección como hijas, esposas, nueras y madres.

El apego a las tradiciones inherentes a los roles de género es decisivo en la discriminación actual de las japonesas.

Según Naciones Unidas, Japón es el país rico más desigual del mundo en este aspecto. El Foro Económico Mundial sobre brecha de género lleva años situándolo a la cola de los países analizados, concretamente, en 2013 lo situó junto con Tayikistán y Gambia.

En lo relativo a derechos sexuales y reproductivos, una mujer soltera no puede someterse a un tratamiento de fertilidad. Consideran inconcebible que alguien quiera tener un hijo sin marido.

Y en el mundo laboral, las japonesas tampoco lo tienen fácil. Según las palabras de Yoshiyuki Takeuchi, profesora de economía de la Universidad de Osaka, sí existen leyes de igualdad, “pero el sistema impositivo, el de pensiones, la seguridad social y el seguro de salud están basados sobre un modelo de familia de cuatro integrantes, con un padre que trabaja y una madre que se ocupa de las tareas domésticas”.

La mayoría de las empresas siguen aplicando leyes de los años 70, que están en vigor y dificultan la vuelta al trabajo de las mujeres tras haberse casado. Por ejemplo, se pagan salarios más altos a los hombres cuyas esposas se quedan en casa. Si siguen trabajando suele ser con media jornada, un sueldo inferior al de los hombres y son relegadas a realizar tareas de escasa responsabilidad. Con este panorama no es de extrañar que, aproximadamente, el 70% de las japonesas no se incorporen a su puesto laboral después de haber tenido su primer hijo.

Actualmente, sigue imperando la actitud sumisa de las mujeres en el mundo laboral. Por ejemplo, en un departamento universitario, no es correcto que una mujer diga a sus compañeros varones, vamos a comer. Debe decir: ¿no tenéis hambre? o ¿qué os parece si fuéramos pensando en comer? A ello contribuye el idioma japonés, que detenta las mayores diferencias de género, tanto en el léxico como en la sintaxis. Entre otras, las mujeres, para evitar expresarse de forma asertiva, utilizan recursos lingüísticos como finalizar las frases con ciertas partículas interrogativas. De lo contrario se les tacha de hablar como un hombre, lo que tiene connotación de ofensa.

Parece que el trasfondo está en la mentalidad de la sociedad japonesa, cuyo 51% piensa que las mujeres deben quedarse en la casa y cuidar a la familia mientras sus maridos trabajan.

La feminidad de las japonesas

He señalado alguno de los motivos que mantienen a las japonesas en situación de inferioridad, pero hay una razón de peso difícil de revertir: el rígido mandato cultural que les exige salvaguardar una feminidad impecable en su imagen, gestos y movimientos.

Una vez más, el modelo de feminidad se alía con el patriarcado para preservar tradiciones que procuran el control social de las mujeres. El compendio de feminidad-maternidad y masculinidad-heroicidad es una constante en muchas culturas. En Japón, estos dos ideales unidos a la idiosincrasia nipona siguen teniendo gran influencia al definir los roles de género. Por un lado, la figura del samurái, elevada por Yukio Mishima al máximo exponente y, por otro, el modelo de estética y comportamiento de las geishas.

Lo que hemos leído o visto tantas veces en películas acerca del ideal de mujer japonesa sigue patente. Nunca había visto mujeres tan femeninas, con gestos tan delicados y armoniosos al realizar cualquier tarea.

Su cuidada imagen, sus reposados movimientos y su forma de caminar con pasos pequeños, cuando van vestidas con el atuendo occidental habitual, alcanzan el cenit al ponerse sus ropas tradicionales, para lo cual parecen estar diseñadas. Como la mayoría de las prendas consideradas un signo de identidad de las mujeres en otras partes del mundo, el kimono es un atuendo incómodo que restringe el movimiento y que también ha sido útil como medida de control de las mujeres japonesas en otros aspectos, pero esa es otra historia.

Las geishas siguen siendo muy valoradas, se habla de ellas con admiración. Son un sello del país del sol naciente, o quizá una marca que vende; de hecho, es la imagen publicitaria actual de una importante entidad bancaria, que muestra tras sus cristaleras la foto enorme de la figura de una geisha.

En el tradicional barrio Gion de Kioto, siguen existiendo escuelas de geishas.

Aunque no es lo habitual, se podía ver alguna geisha o maiko (aprendiz de geisha durante cuatro o cinco años), dentro de un imponente coche que apenas lograba avanzar por las estrechas calles, a causa de quienes lo rodeaban para fotografiarla.

En otra ocasión, a través del ventanal de un restaurante, se veían dos geishas cenando. Enfrente los paparazzis habían plantado sus trípodes a la caza de imágenes de las geishas y de sus famosos clientes.

El concepto de belleza lo tenemos grabado en el cerebro, de manera que no seré yo quien discuta la belleza y la feminidad de las geishas, pero es que estoy en contra de esa feminidad que entorpece la vida de las mujeres. En cuanto a la existencia de sus escuelas, ¿qué sentido tiene en el siglo XXI que la formación de una niña consista en aprender a ser elegante, tocar un instrumento o realizar la ceremonia del té?

De cualquier manera, no deja de ser sospechoso y, además, preocupante que, cuando está disminuyendo el número de niñas que se instruyen en dichas escuelas, en Kioto se haya puesto de moda disfrazarse de geisha y, como consecuencia, hayan surgido prósperos negocios donde alquilan trajes, visten, peinan y maquillan a las japonesas, que acuden de todo el país. Durante unas horas, cientos de ellas lucen su deseada y mítica imagen paseando por los templos Kiyamizu.

Estas jóvenes vestidas con el kimono y calzadas con las sandalias típicas tratan de imitar a las geishas en los gestos y andares, cuya excelencia radica en meter los pies y las rodillas hacia dentro. Las auténticas geishas deben practicar horas y horas esa forma de caminar, a riesgo de provocar una patología: otra práctica perniciosa para la salud, pero considerada el colmo de la feminidad.

Supongo que estamos ante otro ejemplo de cómo las mujeres buscan su identidad en relación con los atuendos tradicionales de su pueblo. De cualquier manera, estas jóvenes, consciente o inconscientemente, con su actitud están reivindicando un modelo de mujer que es la encarnación de la sumisión: la geisha.

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