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Opinión - 'Sobre la mismidad de Sánchez', por Esther Palomera

Siglo XIX

El siglo diecinueve es el siglo de los fervores románticos. Nunca está de más revisitarlo dado que, entre otras desgracias, nos dio magníficos personajes históricos, fabulosos pintores y dos de los escritores españoles que mejor han sabido soportar el paso del tiempo, aunque tampoco es menos cierto que ese siglo, entre otros males, también nos deparó el suicidio por amor, el arte popular, la tuberculosis, el nacionalismo, la histeria, el sadismo, la bondad natural, la poesía como sacerdocio, el alma colectiva de los pueblos y el sentido de la historia como método para anular el sentido de los individuos.

La propuesta de independencia que el president Puigdemont presentará en el Parlamento catalán es una secuela romántica de este fatídico siglo diecinueve que como todo fervor romántico, más tarde o más temprano, termina derivando en religión desbordada. Esto es lo que cada vez resulta más evidente en nuestro país. Los dirigentes políticos nacionalistas, apelando a las características principales del temperamento romántico, o sea, más al sentimiento que a la inteligencia, más al instinto que a la prudencia, se han convertido en los sacerdotes de este tiempo, en los líderes religiosos de todos los ciudadanos que en lugar de vivir en el mundo que les ha tocado transitar, o sea, en el mundo presente, prefieren vivir en un mundo fabuloso, mítico, supuesto, legendario; un mundo plagado de patrañas, dioses ancestrales, rebaños pastando, nostalgias matriarcales, párrocos cantando las alabanzas a nuestro Señor y todo el acostumbrado batiburrillo del populismo campestre.

Ningún dirigente político en su sano juicio tomaría el siglo diecinueve como referente para un proyecto democrático de convivencia, pero, bueno, Puigdemont y Junqueras, puestos a desbarrar, han desbarrado en cosas bastante más graves; pactando con los de la CUP, por ejemplo, o volviendo a poner de moda aquello tan cansino que cantaba Lluis Llach. La propuesta sentimental del president pretende recuperar los supuestos derechos históricos de un pueblo azuzando los sentimientos nacionalistas de la población a pesar de que Josep Pla ya advirtiera que “el nacionalismo es como un pedo, que a todo el mundo le huele mal, menos al que se lo tira”.

Para ello, los partidos que le sustentan no han dudado en apropiarse de las señas de identidad de toda una población con el único propósito de perpetuarse en el poder y, ya puestos, continuar robando dinero público como ya hicieran, con indudable éxito, por cierto, los muy honorables Jordi Pujol y Artur Mas. Durante los últimos veinte años los nacionalistas catalanes no han tenido más proyecto político que apoderarse de la historia, la lengua, las costumbres, las banderas, las canciones y el dinero de una sociedad puramente sentimental, sistemáticamente manipulable y a la que nunca nadie le ha enseñado que las cosas de este mundo acostumbran a ser limitadas y relativas.

Más o menos lo que los dictadores nacionalistas de la Europa de entreguerras hicieron durante el catastrófico siglo veinte alentados, también, por unas masas “patrióticas, fervorosas y democráticas”... Como ya ocurriera durante el mandato de los dictadores anteriormente mencionados, mucho me temo que, tarde o temprano, si Satanás no lo remedia, no tardaremos mucho en contemplar como una formidable muchedumbre sentimental recorre, a paso marcial, las calles de las principales ciudades catalanas cantando himnos belicosos, proclamas apocalípticas, consignas pseudo hippies, tiernas canciones de odio y triunfales melodías racistas... Todos, en alegre comandita, directos hacia el próximo martirio o hacia el próximo desastre... En definitiva, la historia mil veces repetida...

El siglo diecinueve es el siglo de los fervores románticos. Nunca está de más revisitarlo dado que, entre otras desgracias, nos dio magníficos personajes históricos, fabulosos pintores y dos de los escritores españoles que mejor han sabido soportar el paso del tiempo, aunque tampoco es menos cierto que ese siglo, entre otros males, también nos deparó el suicidio por amor, el arte popular, la tuberculosis, el nacionalismo, la histeria, el sadismo, la bondad natural, la poesía como sacerdocio, el alma colectiva de los pueblos y el sentido de la historia como método para anular el sentido de los individuos.

La propuesta de independencia que el president Puigdemont presentará en el Parlamento catalán es una secuela romántica de este fatídico siglo diecinueve que como todo fervor romántico, más tarde o más temprano, termina derivando en religión desbordada. Esto es lo que cada vez resulta más evidente en nuestro país. Los dirigentes políticos nacionalistas, apelando a las características principales del temperamento romántico, o sea, más al sentimiento que a la inteligencia, más al instinto que a la prudencia, se han convertido en los sacerdotes de este tiempo, en los líderes religiosos de todos los ciudadanos que en lugar de vivir en el mundo que les ha tocado transitar, o sea, en el mundo presente, prefieren vivir en un mundo fabuloso, mítico, supuesto, legendario; un mundo plagado de patrañas, dioses ancestrales, rebaños pastando, nostalgias matriarcales, párrocos cantando las alabanzas a nuestro Señor y todo el acostumbrado batiburrillo del populismo campestre.