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¿Hacer puentes o hacer amigos? Una consideración sobre género y moralidad

Sexismo y moral

Víctor Bermúdez Torres

No son pocos los estudios y experimentos que apuntan a una diferencia morfológica y funcional entre el cerebro de los varones y el de las mujeres. El tema es enormemente controvertido. Pero los datos dan mucho que pensar. Según el profesor de psicología de Harvard Simon Baron-Cohen (La Gran Diferencia) los varones poseen un cerebro más apropiado para “analizar sistemas” (desde los más mecánicos hasta los más abstractos), y las mujeres para comunicarse y empatizar con los demás. No es broma.

Si tomas cien bebés recién nacidos y los colocas frente a las mismas imágenes, la mayoría de las niñas se fijan en imágenes de caras, y la mayoría de los niños en imágenes de artilugios mecánicos. Parece que la cosa tiene que ver con la testosterona (la hormona masculina). Cuanto más testosterona recibe un feto más tarda, una vez nacido, en desarrollar habilidades sociales y más pronto tiende a enfrascarse en tareas muy específicas y analíticas. Según Baron-Cohen, que es una autoridad en autismo, este síndrome (el autismo) podría entenderse como una suerte de versión extrema de la “naturaleza masculina”: cero en empatía y obsesión por el análisis. Esta doble naturaleza (sistematizadora, los varones, empática las mujeres) podría explicar, en parte, por qué los niños prefieren, en general, cierto tipo de juegos (y juguetes) y las niñas otros, además de mil cosas más en las que la predisposición biológica forma un circuito de retroalimentación con la educación y con una cultura innegablemente sexista.   

Tras exponer todas estas ideas a mis alumnas de Psicología (prácticamente son todas chicas las que escogen esta optativa) una de ellas las resumió con gracejo y coraje reivindicativo: “O sea – exclamó – , que los hombres sirven para hacer puentes, y las mujeres solo para hacer amigos, ¿no?”. No le dije que igual es más importante (a todos los niveles – también el de hacer puentes, al menos en este país – ) lo de hacer amigos. Pero sí coincidí con ella en que esta visión psicologista y determinista de la diferencia de géneros es, como poco, caricaturesca. Los mismos expertos lo confiesan. La investigación sobre este asunto (igual que sobre cualquier otro relacionado con el cerebro, la conducta y los fenómenos mentales) está aún en mantillas. 

Pero más allá de científicamente imprecisa, esta consideración de la diferencia de género no tiene, por sí misma, ningún valor moral o político. Incluso suponiendo todas las diferencias genéticas y morfológicas que se quieran en el cerebro, ninguna de ellas sería suficiente para establecer cómo debemos educar a los niños, ni para legitimar ningún otro tipo de práctica, costumbre o institución cultural. Los seres humanos tenemos una dimensión moral que trasciende tanto nuestro funcionamiento biológico como nuestra impronta cultural. Es por eso que podemos actuar contra nuestra propia biología (negando todo valor a la mera existencia, por ejemplo, cuando no nos parece digna o con sentido), o conducirnos contra nuestra propia cultura (renegando, por ejemplo, de la educación recibida) cuando esta no nos parece adecuada. 

Los valores no tienen sexo. O no deberían tenerlo. Por eso extraña sobremanera la postura de cierto feminismo (y no feminismo) obsesionado con el género. Si (por ejemplo) el cuidado, la centralidad de lo relacional, la consciencia de los vínculos ecológicos, la solidaridad, o cualquier otra cosa que consideremos moral o políticamente valiosa se puede vincular sustancialmente (y no de manera puramente coyuntural) al género – en este caso, a la dote genética o a la experiencia histórica de las mujeres –, acabamos con el sentido propio y moral de aquella (y de toda) valoración. Desde esta perspectiva, llevada el extremo, ni siquiera el propio feminismo podría legitimarse como una posición ética, sino como un cúmulo de creencias determinadas, natural o/y históricamente, por la dialéctica entre géneros. 

Sé, y en muchos casos presupongo, que el feminismo serio no puede ser que caiga en esta suerte de falacia naturalista (o historicista). Pero me parece que, al menos en sus versiones más populares y difundidas, incurre frecuentemente en ella. Aunque esto le arrastre a una postura notablemente inconsecuente. Si las mujeres están sustancialmente más predispuestas a, por ejemplo, comprometerse con formas políticas no jerárquicas (por citar un tópico), ¿por qué no, también, para hacer amigos – en lugar de puentes – o para jugar con muñecas – en lugar de con artilugios mecánicos – ? Si los valores tienen sexo, ¿por qué no los juegos infantiles, o los roles sociales, familiares y laborales? ¿Por qué no también las ideas y creencias? ¿Deberíamos, entonces, educar de forma distinta a chicos y a chicas, como se defiende desde algunas instituciones educativas? 

Mi experiencia y mi convicción es del todo distinta. Creo que, sea cual sea la dotación genética, la morfología del cerebro, o la historia de la cultura relativa a los géneros sexuales (todo ello, obviamente, imbricado lo uno con lo otro), son los argumentos racionales los únicos que pueden sustentar y transformar fundamentalmente los paradigmas morales y políticos.

Así, si cierta consideración de cómo debamos de ser o de comportarnos unos con otros es válida lo será por determinadas razones más o menos verdaderas (así, sin cursivas ni miedo a nombrar la noción – la de verdad – que no podemos dejar de usar y suponer). Y si son verdaderas calarán, a su debido tiempo, en todas las personas, independientemente de su género, sus genes y su experiencia. A lo sumo, estos factores (genes, género, historia...)  determinarán el cómo se asimilan esos valores, no el qué de los mismos (su valor objetivo, su misma cualidad de valiosos). 

El problema fundamental, en fin, no es quién está mejor dotado para qué (para hacer puentes o para hacer amigos); esto tiene, hasta cierto punto, arreglo. El problema fundamental es qué es lo que debemos preferir hacer (y enseñar a hacer): si puentes o amigos, sociedades jerárquicas o más horizontales, individualistas o comunitaristas, etc. Y en este último asunto (el de la decisión y la acción moral y política) las hormonas no juegan el más mínimo papel. Entre la lógica y el género no hay ni puentes ni amigos. Y si los hay, no tienen sexo. Como los ángeles.

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