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La crisis en Cataluña: otra oportunidad perdida para Podemos

Podemos rechaza elecciones anticipadas "por la fuerza" en Cataluña como solución al conflicto, pero no las teme

Víctor Bermúdez Torres

Leo al filósofo Carlos Fernández Liria defender la clásica tesis socrática de la prioridad de la ley sobre la democracia. En una democracia – dice Liria – nadie tiene derecho a estar por encima de la ley, ni siquiera el pueblo o una mayoría de ciudadanos. A lo que tiene derecho el pueblo es a cambiar las leyes con arreglo a la ley, con lo que – dice Liria – el pueblo asume el compromiso de ser coherente con lo que él mismo ha legislado. En suma: que en democracia el soberano no es el pueblo sin más, sino “un pueblo que ha aceptado razonar y ser coherente con lo que razona”. Esta última premisa es la que vincula “democracia” con conceptos como “civilización” o “ciudadanía”, y la que la separa del populismo más fascistoide.  

 Hasta aquí todo bien. Pero – y ahora viene lo interesante – Liria duda que esta tesis se pueda aplicar al caso catalán, y la razón que aduce es que, por algún motivo, gran parte de los catalanes y sus representantes no han visto claros los cauces que se les ofrecen para intentar cambiar las leyes, por lo que no han tenido más remedio que romper con esos cauces y generar una proto-legalidad alternativa. Una vez hay dos legalidades (y no una legalidad enfrentada a la simple voluntad democrática) se impone, según Liria, arbitrar vías de diálogo, y no la mera imposición de una de esas dos legalidades.

En otro artículo reciente, el habitualmente juicioso Javier Pérez Royo insiste, desde otro lado, en esta idea del diálogo. Según Pérez Royo, el nacionalismo diferencial de Cataluña y el País Vasco es una seña de identidad y una pieza estructural de la democracia española; sin el tratamiento especial que se ha dado a estas dos comunidades – dice – no habría sido posible la estabilidad política en España ni el necesario equilibrio (necesario, al menos, en este país) entre democracia y descentralidad política.

 Estas opiniones de Fernández Liria y Pérez Royo podrían tomarse como una versión argumentada de los dos lemas que enarbolan los líderes de Podemos en su ambigua toma de partido ante la crisis catalana: el “derecho a decidir” (la democracia por encima de la ley), y el “diálogo ante todo” (ese diálogo entre el Estado y Cataluña – o el País Vasco – que el PP habría demolido, cargándose así, según Pérez Royo, poco menos que la estructura del régimen). Estas dos ideas-fuerza son sin embargo, y a mi juicio, erróneas, y la argumentación que le prestan Liria y Pérez-Royo no las hace más aceptables.

 Empecemos por la primera: el presunto “derecho a decidir”. Está claro, antes que nada, que nadie sensato (ni en Podemos ni en ningún otro partido) defiende un derecho no restricto a decidir (si lo hiciera tendría también que aceptar, como decía alguien en broma, el derecho de la mayoría de los multimillonarios a comprar una finca e independizarse, en ella, del resto del país). Este no es, obviamente, el caso. El caso, según Liria, es que los nacionalistas catalanes no han encontrado un cauce legal adecuado para cambiar las leyes a su favor, y de ahí su rebelde deseo de anteponer la voluntad democrática (el “derecho a decidir”) a las leyes democráticas.

 Ahora bien: ¿por qué no han encontrado los nacionalistas – habiéndolo como lo hay – ese cauce legal para sus legítimas aspiraciones? Liria solo dice que habría que reflexionar sobre esto (sin hacerlo, al menos en lo que yo le he leído). En mi modesta opinión, no es que el nacionalismo no haya encontrado ese cauce, sino que los cauces legales tienen – ¡claro!– un determinado techo (o, mejor, lecho), y si el nacionalismo quería jugar en serio (o jugar como que juega en serio, etc.) al independentismo ese lecho tenía que ser necesariamente desbordado.

 El lecho o techo constitucional consiste en que la decisión sobre la independencia de una parte del Estado solo la puede adoptar el pueblo soberano y sus representantes en el Parlamento, y que las reformas en ese techo solo son, igualmente, competencia del Parlamento y sus representados. Como en las condiciones presentes el nacionalismo catalán cree que no puede esperar que el pueblo español (incluyendo en él a los ciudadanos de Cataluña) le conceda, sin más, la independencia, decide ahorrarse el costoso esfuerzo de convencerlo, y pasa de la política habitual del chantaje victimista y los hechos consumados (hacer lo que les da la gana en educación, en el uso de los símbolos patrios y en mil otras cosas de menor cuantía política mientras el gobierno central hace la vista gorda) a algo nuevo y cualitativamente distinto: romper con el propio Estado de Derecho y la totalidad de sus leyes, desde las autonómicas a la misma Constitución.

 No sé si el maestro Fernández Liria podría justificar el golpe de mano “democrático” de Puigdemont y sus socios como parte del inevitable poso de irracionalidad política con el que – según parece –se ha de conformar la visión socrática de las cosas (para no acabar convertida en un monstruo de la razón). Si este fuera el caso habría que empezar por comprender por qué el nacionalismo dueño del poder en Cataluña decidió, después de tantos años, jugar la carta independentista. Saber, por ejemplo, qué pasó realmente en la negociación del estatuto catalán del 2006. Parece que en algún momento dicha negociación (regateo, vamos) se torció. ¿Fue por un “quítame allá este tramo del IRPF”? ¿O por un “déjame que yo controle a los jueces (que ya sabes, de tú a tú, la de corrupción que tenemos también aquí)”? No lo sabemos, aunque si nos podemos imaginar – visto lo visto  – por qué el gobierno catalán estaba tan interesado en aumentar al límite la autonomía judicial.

 Sea como fuere, desde entonces, y ya por pura supervivencia política (CiU), o por aquello de hacer la revolución (CUP), todos le han dado cuota de pantalla al viejo y minoritario independentismo anti-franquista de ERC. Y aquí y así estamos. ¿Qué supondría contemporizar con todo esto? ¿Qué premio habría que prometer a los revoltosos de la clase (de la clase alta) para que dejaran de alborotar? ¿Un referéndum vinculante a medio plazo y con todas las de la ley para dar sensación de triunfo a los que han apostado su futuro político a la independencia? ¿O – mejor –  una vuelta soterrada a la negociación rota en 2006 con promesa implícita de inmunidad judicial a perpetuidad y concesión de más recursos económicos? No lo sé: los caminos del utilitarismo y el realismo político son inescrutables. Yo solo sé donde lleva el otro camino, el “socrático”, que dice que a los que intentan imponer su voluntad de poder (el “derecho a decidir”) sobre el poder de las leyes democráticas (el estado de derecho) no se les da ningún premio: se les resiste, todo lo pacíficamente que se pueda. En el eterno dilema entre utilidad y dignidad, hay cosas que ni se debe ni conviene, en el fondo, sacrificar. No es solo empeño cerril en tener razón, maestro Liria, es, también, empeñarse en verla, en todo lo posible, realizada.  

 En cuanto al asunto del diálogo con los nacionalismos, creo que la réplica al argumento de Pérez-Royo es bien sencillo y en línea con lo que se acaba de decir. ¿En la suma constante de concesiones a las comunidades históricas para que no saboteen la estabilidad política del país hay algún límite? Porque claro, suena muy bien invocar al diálogo, pero si nos dejamos de demagogia y cursilerías, tenemos que saber de qué hablamos cuando hablamos de dialogar. Primero, no se trata de un diálogo filosófico o algo así (ojalá), sino de una negociación entre sofistas y gente del poder y del negocio. Segundo, no puede ser un diálogo de tú a tú, de Estado a Estado bajo una legislación o mediación internacional, porque, en ese caso, ya no haría falta dialogar: se estaría suponiendo lo que se trata de debatir (la entidad estatal de lo que no era un estado) y la negociación se limitaría a los detalles para hacer efectiva esa nueva situación. Tercero: el diálogo es imposible sin un marco legal y procedimental aceptado por los que dialogan, y dado que este no puede ser internacional (porque, como digo, entonces estaríamos dando la razón a uno de los contendientes) ha de ser el de la ley nacional en vigor. Cuarto y volvemos al principio: ¿qué líneas rojas vamos a establecer en ese proceso de diálogo?

 Ante esta situación de colapso, hay soluciones varias, y ninguna pasa por conceder, sin más, la independencia al Govern catalán (si el Govern quiere realmente la independencia tendrá que liderar una insurrección violenta, cosa que, obviamente, no va a hacer – bastante ha tenido con la insurrección de los bancos –). Si en Podemos hubiera más visión y ambición política, hace tiempo que se hubiera desmarcado de sus socios catalanes, y hubiera explorado una solución distinta al rigorismo kantiano que simula Rajoy y a la propia cantinela fútil del “diálogo” (que nadie entiende y, en su simpleza, para nada vale).

 Podemos podría, por ejemplo, haber buscado la alianza con Sánchez para apoyar la defensa de la legalidad del gobierno a cambio de unas elecciones anticipadas, tanto en Cataluña como en España, y en la que hubiera jugado la única baza que tiene para tocar poder: un frente de izquierdas con el PSOE (para, entre otras cosas, reformar la Constitución). Pero no. En lugar de aspirar a ser lo que fue – un partido capaz de resucitar a la sociedad civil y de convocar mayorías en pos de mayor democracia y progreso social –  Podemos ha aprovechado la crisis en Cataluña para escorarse un poco más hacia la marginalidad que condenó a la extinta IU a ser un objeto político decorativo. Las últimas declaraciones (algunas delirantes) de muchos de sus líderes, su incomprensible apoyo implícito al “procés”, o la ridícula retórica sobre la vuelta del franquismo o la falta de legitimidad democrática del gobierno de Rajoy (¡Como si este no tuviera el apoyo, por poco que nos guste, de una mayoría de votantes!) parecen provenir de un partido convencido de su falta de futuro electoral y de que, por tanto, no necesita para nada del apoyo de los ciudadanos. Si desde dentro no ponen remedio, Unidos Podemos habrá dado, con esta actitud, un paso más para convertirse en el símbolo de otra oportunidad perdida para la izquierda.

 

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