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¿Cuánto dura la independencia?
En septiembre, por primera vez, mis 12 amigos del instituto –promoción 2012 del IES Virxe do Mar de Noia– estaremos independizados. Es decir: todos tendremos trabajo, viviremos fuera de casa de nuestros padres y pagaremos alquileres. Se trata de un acontecimiento histórico, algo digno de ser contado: un grupo de chavales de 27 años al completo consigue, por fin, valerse por sí mismo. Sin compartir piso, sin ayuda de sus padres. Seguramente sí se mantengan en algunos casos los tuppers con comida, en otros, los billetes arrugados de 20 euros en los puños insistentes de una abuela, pero lo importante, señoras, señores, es que nos independizamos, nos vamos.
Cuando éramos adolescentes, y militábamos en el independentismo con más ganas de las que tenemos ahora, recuerdo que el padre de un colega le preguntó a mi amigo Iván “¿para qué queréis la independencia?”, a lo que Iván contestó, “primero la queremos, luego ya veremos qué hacer con ella”. Estos días no puedo dejar de pensar que la situación es similar. Somos independientes, pero ¿cuánto resistiremos? ¿Quién será el primero en caer? Y si nos caemos, ¿quién asumirá la responsabilidad? No nos precipitamos desde el tren de aterrizaje de un avión que despega, no somos un país que se derrumba, pero nos arruinamos cada poco tiempo de otras cien maneras posibles.
Hace unos días, una inmobiliaria de Lugo lanzaba una campaña a través de las redes sociales para pedir a los propietarios de la ciudad que alquilasen pisos. Detrás de la convocatoria, decenas de llamadas de estudiantes que no encuentran donde vivir a las puertas del comienzo del curso. En el vacío, recibiendo el eco de sus quejas: apartamentos turísticos, airbnb y el espectro de la gentrificación que recorre Europa, dicen, en vuelos lowcost. Nada nuevo.
Y si por fin encontramos apartamento, ¿podremos pagar la factura de la luz? Podremos, supongo. O a lo mejor no. ¿Prescribe la Seguridad Social ansiolíticos suficientes para eso?
Tengo en estos momentos varios amigos con deuda universitaria, con préstamos que sufragan másteres privados de profesorado (el nuevo carné de conducir, el nuevo por si acaso) y que son síntoma en la educación superior española del avance lento, silencioso, del modelo americano. Yo mismo, ahora que se acaba el verano, pienso que en cuanto encuentre piso tendré que pedir dinero para afrontar los dos o dos meses y medio de fianza que me pedirán para poder entrar. Cuando encuentre piso, si lo consigo.
Estudiar, seguir estudiando, y vivir fuera, seguir creciendo, son cada vez más privilegios de clase.
Somos hijos de una generación con deudas en pueblos medianos poco o nada industrializados, de gente al final de la cuarentena o en los cincuenta que paga hipotecas que se inflaron y desinflaron ante sus ojos siempre de manera incomprensible, o que viven todavía de alquiler, acostumbrados a no contestar al teléfono si el prefijo es madrileño o barcelonés, amedrentados por los bancos. Leo en Memoria de chica, de Annie Ernaux, que sus padres, en la Francia de la posguerra, solo podían desear que sus pequeños fuesen funcionarios, que superasen su estrato social. Hoy, constato, el deseo de los que todavía son precarios y nacieron en los 70 es el mismo: que encontremos las herramientas para resistir, que alguien cuide de nosotros, que nosotros cuidemos de ellos. Me pregunto hasta dónde se remonta ese relato de ficción: la idea de que podemos resolver la precariedad avanzando sin más, como si el polvo que barremos no viajase en otra dirección. Como si no se acumulase la basura.
La independencia es hoy más que nunca un paso en falso. Un problema menor, casi olvidado, entre otros muchos problemas grandes. Nos convertimos lentamente en plantas de interior. Militamos en días alternos en la apatía y la desilusión. Entre los picos de entusiasmo al leer el horóscopo cada fin de semana o tras escuchar una intervención de la ministra Yolanda Díaz, y la realidad del aleph infinito de milanuncios.com. La espada, la pared, da igual.
Ahora habrá quien diga que todo esto que cuento, tantas preguntas y tan poca respuesta, es algo subjetivo (bienvenidos al género de la opinión), quien aproveche este artículo para contar en redes su historia particular e intransferible, o la de los esfuerzos de sus padres finalmente recompensados. ¡Bravo! Habrá incluso quien diga que esto que narro son excepciones. A todo ellos les diré: nunca he tenido intención de hablar para alguien que no sea excepcional. Lo hago para mis amigos. Dure cuanto dure esta vez la independencia.
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