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Sanidad pública y sillas de IKEA

Manifestación ciudadana por la sanidad pública en Madrid.

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Noia, Galicia. 14.000 habitantes. Domingo al mediodía. Acudo al PAC después de pasar más de 24 horas con fiebre alta. Sé más o menos qué me pasa. Solo quiero que me lo confirmen. Mejor dicho, solo necesito que me lo certifiquen para poder justificar mi falta el lunes en el trabajo. Otros no tienen ese privilegio. El privilegio de enfermar. A las puertas del PAC, fuera, me fijo en que hay cinco o seis personas de pie. Asumo, iluso, desacostumbrado, que son acompañantes de pacientes que esperan dentro. Nada más recoger en el mostrador mi número con el turno, constato que la realidad es otra. La cosa va como sigue. Desconozco cuál era esa mañana el personal movilizado por el SERGAS (Servizo Galego de Saúde) en Noia, pero imagino que el habitual, que lo que yo viví ese día se repite cada fin de semana con mayor o menor gravedad.

Recojo el número, me giro y me doy cuenta de que la pequeña sala de espera está repleta, ni una silla libre. Tienen prioridad ancianos y niños. Por supuesto, esto no está escrito en ningún sitio, es sentido común, como cuando se hunde un barco. Se hunde. Con el paso de los minutos, algunos de los mayores son transferidos a sillas de ruedas y “aparcados” en el vestíbulo. Sus acompañantes permanecen de pie, a su lado. Los más jóvenes, como yo, o aquellos que consideran que quizás lo suyo no tenga tanta prisa o sea para tanto, esperamos fuera, en la calle, cerca de la puerta para poder escuchar la señal de aviso cada vez que llamen a alguien a consulta. Leen bien: estamos enfermos y esperamos en la calle, en noviembre. Esto no me lo hace ni Ryanair, pero está pasando en la atención primaria. En Noia, en un lugar pequeño, manejable.

Un enfermero saca una silla del interior. Le pide a una señora que se siente y le hace un PCR mientras todos miramos. Estamos a un metro, dos metros de ella. Cuando la señora se va, la silla se queda allí, sobre la acera. No estará libre la próxima vez que yo vuelva a mirar.

Dentro, un niño aprieta una gasa contra el ojo. Tendrá unos tres años. Le acaban de asignar el asiento de una de las ancianas a las que han trasladado fuera de la sala y que ahora se adormece sobre ruedas, a la vista de todos, en el pasillo. Paso a consulta antes que todos ellos. He tardado aproximadamente hora y cuarto. No es mucho. He estado alguna vez tres, cuatro horas en la sala de espera del Hospital Universitario de Santiago de Compostela. Durante años se dijo que todo eso sucedía porque nosotras, las pacientes, hacíamos un mal uso del servicio de Urgencias. Es probable. Diré que llevo sin ver el rostro de un médico, sin que un doctor me toque o me atienda en la sanidad pública de manera presencial desde 2019. Tengo con mi médico de cabecera tanta relación como con la pizzería que han abierto debajo de mi casa. Les juro que esto no es un recurso literario, que no es hipérbole.

Esta es nuestra sanidad pública. No agoniza, se pasea muerta. En la televisión, cuenta mi madre, cada vez hay más anuncios de seguros privados. Los ha habido siempre, contesto. Pero ahora los veo, dice mamá. Tengo un compañero de trabajo que paga 50 euros todos los meses para no tener que pasar por lo que yo he pasado en Urgencias, para no verlo. Para lo demás, acude a la pública. Compensa pagar 50 euros y tener atención primaria, dice. Y tener pediatras, matronas, añado. Pero nunca en el rural. Al rural no llega ni la privada.

Las manifestaciones multitudinarias por la sanidad pública, no solo la de Madrid el pasado fin de semana, sino todas las mareas blancas antes y después de la pandemia, demuestran que, a veces, el cansancio y el cabreo no conducen a la inacción, que nos pueden llevar a otro lugar más productivo, al espacio donde se forjan las identidades colectivas: la calle, la ocupación de las plazas. Desafortunadamente, se diría que esa movilización no se ha trasladado aún a las urnas, que se diluye siempre a tiempo en otros debates. La última discusión a la que asistí tenía que ver con el sueldo de los sanitarios, con su burn out. Están quemados. Déjenme contarles algo: los servicios públicos, todos ellos, están quemados. Ardieron hace tiempo. Son un mito, un esplendor pasado.

Imagino que después de leer mi artículo, una posible solución para todo esto será colocar más sillas, ampliar las salas de espera. Sucedió lo mismo en la educación: aulas de 32 alumnos, mismo número de docentes.

Tengo gripe A. todavía en el PAC, la doctora que me atiende me dice con su precioso acento canario que quizás deba solicitar una revisión a media semana. Una revisión presencial con tres días de antelación. Sé que es imposible, pero no le digo nada. Está siendo encantadora, rápida, eficaz. La culpa no es suya. Todos sabemos a quién culpar. Al llegar a casa, con la primera dosis de paracetamol, busco modelos de taburetes portátiles en IKEA. Hay varios. Llamo a mi madre y le pregunto si alguna vez ha tenido que esperar fuera en Urgencias. Dice que siempre. Que ella prefiere salir, ser de las que están en la calle. Que otra gente aproveche esos asientos. Supongo que, a los políticos, a los malos, a los pérfidos gestores que nos han conducido hasta aquí, no les parecería mala idea comprar sillas en IKEA, solucionar así el problema. Alguna, estoy seguro, incluso sugeriría que comprásemos una pala. Que hiciésemos caso a lo que decía el dramaturgo Rodrigo García: comprar una pala y empezar a cavar una tumba. Ahora está en nuestras manos decidir si nos metemos dentro o los empujamos a ellos.

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