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“Aquí no se mide”: cómo el celemín y la fanega retrasaron el progreso en España

Caricatura de 1889 para despedir a la vara de medir

José Manuel Blanco

A comienzos del siglo XIX, la libra, una unidad de medida de peso, equivalía a 351 gramos. Pero eso era en Huesca. A 850 kilómetros de allí, en La Coruña, una libra eran 575 gramos. Y en Pamplona, 372 gramos. Había grandes diferencias de un punto a otro del Estado español. En Ciudad Real, mientras tanto, había una unidad de medida llamada barchilla que equivalía a 16,60 litros, y una media arroba de líquidos (excepto aceite) eran 8 litros; en la cercana Albacete, la media arroba de líquidos era de 6,365 litros. Y en Cataluña usaban una llamada cuartera que a saber a qué diantres equivalía en otras regiones.

Había que poner orden y concierto, y la solución vino del exterior. Al calor de la Revolución francesa y la Ilustración, los vecinos galos habían diseñado el sistema métrico decimal para universalizar el sistema de pesos y medidas y acabar con los viejos modelos. Así, en 1799 surgía un sistema ya bicentenario. España quiso beber de los nuevos aires que llegaban de más allá de los Pirineos. Esos esfuerzos llegaron al país “con sordina y retraso”, explica a HojaDeRouter.com Fernando Ros, profesor de la Universidad CEU Cardenal Herrera y autor de 'Así no se mide: Antropología de la medición en la España contemporánea'.

Los principios de la cultura ilustrada, de la estandarización, de un lenguaje universal basado en la ciencia… Todos esos valores que tuvieron a Francia como pionera, “como ondas de un estanque, fueron progresivamente difundiéndose por el resto de Europa, y el sistema métrico decimal fue una de las iniciativas emanadas de esa misma ideología”, describe el investigador.

El objetivo era implantar un sistema basado en criterios científicos que, según sus propias palabras, “minusvaloraba” la diversidad metrólogica en el campo español. Sin embargo, sería de gran ayuda para la recaudación de impuestos y para elaborar registros como el del catastro. “Sin esa estandarización de las equivalencias, el Estado no puede recaudar con ciertas garantías de proporcionalidad”, apunta.

“En el reinado de Isabel II, en España en particular, es donde se produce el tránsito del Antiguo Régimen a la nueva época, la del Estado liberal o constitucional. Hay un cambio en muchas cosas; desde luego en el Derecho”, explica a HojaDeRouter.com Miguel Izu, vocal del Tribunal Administrativo de Navarra, doctor en Derecho y autor de la novela 'El crimen del sistema métrico decimal' (Berenice), que se ambienta en la época en la que se discutía la Ley de Pesas y Medidas.

Ya en 1801 hubo un intento de unificar las unidades de medida de todo el país, pero no funcionó. Durante el reinado isabelino el debate se trasladó a las Cortes, con partidarios y detractores del sistema métrico, “pero los contrarios quedaron en absoluta minoría. Digamos que la decisión política estaba clara: las élites habían apostado por el sistema métrico decimal como uno de los muchos elementos de modernización”, explica este abogado. A la vez que se crea el “entramado jurídico” del sistema capitalista (por ejemplo, con el desarrollo de la red de ferrocarriles) o se crean la Policía y la Guardia Civil, las élites ya tenían claro que había que establecer el sistema galo.

Las unidades de medida tradicionales podían causar confusión entre comerciantes, ya que variaban de una provincia a otra. En su tesis doctoral, José Vicente Aznar García recoge las medidas de cada capital de provincia (tal y como se registraron para la normalización en 1801) y su equivalente en el sistema decimal.

Además de las ya citadas, en muchas provincias se usaban una especie de unidades estándar, las llamadas medidas y pesas de Castilla. La vara son 0,835 metros, la libra 0,460 kilos… Las provincias que no usaban estas medidas, en ocasiones tenían una gran aproximación: la libra pesaba 400 gramos en Girona, Barcelona y Tarragona y 401 gramos en Lleida. Otras veces las diferencias se disparaban: las relativamente cercanas Ourense y Oviedo usaban la vara de Castilla, pero en la libra se distinguían, porque la ciudad asturiana usaba la de Castilla y la gallega subía a los 574 gramos.

Dentro de las provincias, en las diferentes comarcas o pueblos, la situación no mejoraba, porque podían variar entre lugares que distaban apenas unos kilómetros. En su obra, Ros recoge medidas de la Comunidad Valenciana que sirven como ejemplo. En la comarca castellonense de Els Ports, un jornal de tierra equivalía a 2.368 metros cuadrados en Morella, la cabeza de partido, pero en Chiva de Morella o Castellfort subía a los 3.000 metros cuadrados y en la cercana Ortells a 3.261.

En este contexto, Isabel II sanciona la ley que entra en vigor el 19 de julio de 1849, decretando la implantación del sistema métrico decimal para su pleno funcionamiento administrativo a partir de 1853 y para el resto de ciudadanos en 1860. El ministro Juan Bravo Murillo fue el encargado de defender la norma, que contaba con el aval de unos científicos que habían viajado a Francia. Contemplaba la enseñanza obligatoria del sistema en todas las escuelas y la obligación de que todos los sectores profesionales y los documentos públicos se ajustaran a las nuevas medidas. Se crearían mecanismos de vigilancia y el Estado se comprometía a mandar los patrones a las provincias. Sin embargo, la fecha de 1860 no llegaría a cumplirse.

Para Izu, “el mayor obstáculo” fue la situación de la propia Administración, “muy débil”. La puesta en práctica se retrasó “por una cosa muy tonta”: las medidas, los patrones oficiales que señalaban qué debía ser un metro o un litro, tenían que suministrarse a cada municipio, pero costó lo suyo: había que contratar a quien fabricara los patrones y los distribuyera, con un coste económico importante que dilataba el trabajo.

Según explica Aznar en un artículo publicado por el CSIC, para llevar todo el sistema métrico al Estado español se necesitaban 1.200 colecciones para las capitales, los municipios cabeza de partido judicial y los ministerios. La industria española tardaba 2 años en fabricar 56 de estas colecciones, que encima no eran de mucha calidad.

De esta forma, en 1852 se publicó un decreto para retrasar la introducción del sistema en un año. Lo mismo pasó en 1853, fecha en la que la Administración debía estar a punto, y otra vez en 1854. Y, así, la fecha de 1860 para su plena instalación entre todos los ciudadanos tampoco se cumplió. “Prácticamente hasta 1880 no es realmente el sistema oficial”, apunta Izu.

“La debilidad que tenía en aquella época el aparato del Estado” fue, según el abogado y escritor, la principal razón. “Todavía se estaba creando el nuevo Estado liberal y fallaban muchas cosas”. Sumemos la situación política, con revoluciones y guerras carlistas incluidas. “Fue un proceso muy largo. Prácticamente tardó un siglo en que realmente todo el mundo estuviera habituado al uso ordinario del sistema métrico”.

La oposición del pueblo llano

Mientras la fecha se iba retrasando, los funcionarios se trasladaban a las ciudades y pueblos para intentar fijar la equivalencia de los patrones tradicionales con el sistema métrico nacional. Estos funcionarios eran los llamados fieles contrastes, ingenieros (uno por provincia) que trataban de fomentar la conversión de las viejas medidas a las nuevas y diseñaban las tablas de equivalencia.

Había gente que les tenía pavor o no se fiaba de ellos, cuenta Ros. Al llegar, además, se enfrentaban a un caos de sistemas locales, comarcales o provinciales. Así, “el proceso de implantación del sistema métrico fue de una lentitud exasperante para aquellos que tenían prisa por implantarlo”, resume el profesor.

Y aunque ese maremágnum de medidas tradicionales pueda verse como sinónimo de caos o imprecisión, la vara, el celemín o la fanega “estaban muy bien con las formas de vida y trabajo en las que se situaban”, describe Ros. “La vida campesina tiene sus propias leyes y su propia racionalidad. Y en ese contexto es donde tiene un sentido la resistencia al sistema métrico”.

Para los campesinos, la tierra era algo más que una medida, lo único que buscaban los funcionarios: “Tiene la calidad; el acceso bueno o malo; la forma, que si es rectangular lo prefieren a si es cuadrado… El mero cálculo geométrico de la superficie para ellos es absolutamente superfluo. Solo tendría sentido si eso se vendiera, pero ellos no pensaban en vender, es su medio de vida”.

Incluso los alcaldes se ponían de parte de sus vecinos cuando llegaban los fieles contrastes a los municipios. Tenían que facilitar a los funcionarios su tarea, pero a la vez eran usuarios de los sistemas tradicionales. Se implantó una especie de “bilingüismo metrológico”, tal y como Ros lo define. Tenían los juegos de pesos y medidas nuevos, con los que podían recibir el visto bueno, y luego seguían usando sus varas o cajones tradicionales. “En el pueblo llano hay una oposición al cambio, pero que es normal en todos los cambios. Por eso durante muchos años la gente siguió utilizando las mismas medidas tradicionales”, explica Izu.

El carácter variable de las viejas medidas tampoco ayudaba a introducir el nuevo sistema. Ros pone como ejemplo la yubada o yugada, propia de Las Cuevarruces, en Valencia. Se usaba para calcular el tamaño de una superficie teniendo en cuenta la cantidad de terreno que podía labrar un hombre con un arado y dos animales macho de sol a sol. Una forma de medir arbitraria y que dependía de las capacidades de cada persona.

Se ve así “la vinculación íntima entre las medidas consuetudinarias y el trabajo humano, y las condiciones técnicas disponibles, y la calidad y dureza de la tierra, y el modo de vida”, explica el profesor. Lo mismo pasaba con la barchilla, una medida de capacidad, que calculaba la cantidad de grano enrasando o no el recipiente una vez lleno, a gusto de cada cual.

Algunas personas dejaron por escrito su disconformidad con el nuevo sistema. El alcalde de la localidad guipuzcoana de Vergara Joaquín Irizar Moya lo calificó de “necio” en su 'Memoria sobre lo absurdo del sistema métrico decimal' (1869). “Es obra de cuatro sabiohondos, que ignorantes enteramente de las cosas de la vida humana, se metieron a gobernar lo que no entendían [...] No había la menor necesidad de acudir a Francia para traernos a España un bárbaro barbarismo”. Años antes de aquello, Bravo Murillo tuvo que escuchar en las Cortes que el metro acabaría con una monarquía de cinco siglos de historia.

En los años 80 había una mayor estabilidad política que ayudaba a la implantación. También influyó la firma del Tratado del Metro, en mayo de 1875, que obligaba a los países signatarios a la implantación del sistema métrico decimal. Ya con Cánovas del Castillo al frente del Gobierno, el 14 de febrero de 1879, se firmaba el último decreto que instauraba el sistema métrico decimal en España a partir del 1 de julio de 1880. En 1892 surgió otra legislación de pesas y medidas que ponía más énfasis en la implantación, con mayores multas para quienes no lo cumplieran. Sin embargo, tampoco fue efectiva al cien por cien. En 1967 hubo una nueva ley para adaptarse al nuevo llamado Sistema Internacional (SI). La cuarta y actual es de 1985.

Hacia 1900 todas las provincias contaban con sus patrones. Sin embargo, la Comisión de Pesas y Medidas aún se toparía durante muchos años con las dificultades de implantar el nuevo sistema. Los fieles contrastes protagonizaron la labor de unificación hasta 1924, y su trabajo luego lo realizaron otros funcionarios. La Comisión de Pesas y Medidas desapareció en 1975 y en 1985 nació el Centro Español de Metrología, ubicado en Tres Cantos (Madrid).

Ros cuenta una anécdota que le sucedió en una aldea valenciana durante su trabajo de investigación y que ejemplificaba la resistencia al sistema métrico decimal más de cien años después. Un anciano le dijo: “Aquí no se mide”. El profesor primero lo atribuyó a una excentricidad, pero después se dio cuenta de que era verdad y llegó a una interesante conclusión: “Cuando se trata de una comunidad pequeña, que vive de la tierra, que trabaja la tierra [...], lo que renta es si la tierra es buena o mala y cómo hay que trabajarla. En ese medio local no se mide, no hace falta”.

Donde sí tuvo éxito la implantación fue en el apartado educativo. Fueron muchas las obras publicadas durante el siglo XIX para difundir las bondades de “un sistema métrico para todos”, como se le llamó, centrado en el progreso del país. También se publicaron muchas tablas de equivalencias, a veces con errores.

No obstante, las medidas antiguas han llegado hasta nuestros días: todavía hay quien habla en el campo de libras o fanegas, incluso de arrobas; no la @, sino esa unidad de medida que tan pronto servía para kilos como para litros y que, dependiendo del volumen de lo vertido en el recipiente y de la provincia, también variaba. A comienzos del XIX, la media arroba de líquidos equivalía a 8,15 litros en Málaga, pero en la vecina Cádiz se distinguía entre media arroba de vino (7,922 litros) y de aceite (6,26 litros). Sin olvidar que en otros países los kilómetros son millas y los metros son pulgadas; los gramos, onzas, y los litros, galones.

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