Con motivo del festival Banyalbujazz, que este año ha querido volver a su lugar de origen, el pasado jueves Sa Baronia volvió a ser el corazón sonoro de Banyalbufar. La Serra de Tramuntana escoltaba su claustro con una brisa suave mientras el sol, ya en retirada, se colaba delicadamente por los huecos que podía. Allí, en ese marco cargado de memoria y belleza, el proyecto Bradicàrdia —liderado por el saxofonista mallorquín Carles Medina— convirtió el recinto en un espacio suspendido en el tiempo. Durante algo más de hora y media, los relojes quedaron en silencio y fue la música la que marcó el nuevo compás, lento y casi meditativo. No es casual: el cuarteto, que bebe de referentes como Paul Motion o Joe Lovano, toma su nombre de un término médico que designa una frecuencia cardíaca inferior a lo habitual, siendo un detalle no gratuito, ya que su sonido también respira a ritmo sereno e introspectivo.
Así comenzó el viaje de jazz: Carles Medina, en un estado de éxtasis contemplativo, movía la cabeza lentamente de lado a lado, embelesado ante el trazo profundo del contrabajo de Martín Leiton, su antiguo profesor en Barcelona. No se trataba solo de una sustitución (al habitual Marko Lohikari): era un reencuentro entre generadores de sonido cuyo punto en común es la música, su tiempo de aprendizaje e intercambio musical en la ciudad condal. Bradicàrdia —que también se compone de Joan Torné (batería) y Tomeu Garcías (trombón) y con piezas como De sal o Cant — sonó junto a versiones reinventadas de clásicos del jazz en una noche que fue de culto. El trabajo fue grabado en el año 2024 en Mallorca y editado en cassette, en homenaje a la infancia de Medina y a uno de sus coches que todavía se resiste al paso del tiempo.
Con vista cenital
A unos ocho metros de altura sobre el escenario, y desde un puente medieval de arco de medio punto, cuatro ojos capturaban con una cámara de fotos la escena musical. Mientras, abajo en el patio, un niño gritaba de forma intermitente su llanto. Pero aquella melodía abrupta no interrumpía el hechizo: lo complementaba. Como dijo Carles Medina tras el concierto: “Esa escena, con jazz pausado, la puesta de sol y el niño llorando, me inspiró durante la noche al ser todo parte de ese momento”. Y llevó la voz de su saxofón hacia una dedicatoria cargada de sentido: “A Palestina y a toda la gente que lo está pasando mal en el mundo”.
De entre el público, un hombre de unos cuarenta años lucía una camiseta con la bandera palestina y letras en árabe, un mensaje directo, sin intermediarios ni sandías (símbolo del apoyo a Palestina). Ese gesto se fusionó con la música, como si arte y compromiso nacieran de la misma melodía. El espacio estuvo completado con dos rincones: uno con vino de la variedad autóctona malvasía y otro con cerveza Món, producida en Sineu por Alfonso Muñoz, un madrileño ya mallorquín y muy entrañable.
De entre el público, un hombre de unos cuarenta años lucía una camiseta con la bandera palestina y letras en árabe, un mensaje directo, sin intermediarios ni sandías (símbolo del apoyo a Palestina). Ese gesto se fusionó con la música, como si arte y compromiso nacieran de la misma melodía
Mientras la música fluía, Sa Baronia, propiedad de la familia Amorós, desplegaba su herencia en la sombra: escudos heráldicos labrados en capiteles, la bodega centenaria con bóveda de arista, la torre que ha vigilado el mar desde el siglo XIII. Cabe recordar que familias con pedigrí como los Torrella, los Lloscos o los Zaforteza habían dejado su huella aquí, así como la fama de su variedad de uva malvasía en tiempos del legendario General Cotoner, que la condujo a premios internacionales.
Allí, aunque no presentes, también flotaba el eco de figuras culturales como Carme Riera, una habitual de los muros de Sa Baronia y cuyo su discurso de ingreso en la RAE describió su isla como “un lugar parecido a la felicidad”. Junto a ella, la presencia intangible de Carme Pinós, íntima de la propiedad: su pensamiento arquitectónico también gravita en ese entorno donde la cultura, ya sea en forma de palabra, música o arte, siempre late.
Un cartel anclado a la tierra, sin humo ni nocturnidad
El cartel del Banyalbujazz 2025 lleva la firma del dibujante mallorquín Pere Joan, autor de sólida trayectoria y mirada aguda. Al recibir el encargo, lo primero que le llamó la atención fue el anclaje visual de los carteles de años anteriores: todos parecían atrapados en la estética del jazz de los años treinta, cuarenta o cincuenta del siglo pasado, como si este lenguaje musical no hubiera evolucionado, como si el jazz aún viviera encerrado en clubes oscuros, con humo y luz tenue, siempre de noche. Frente a esa imagen congelada, Pere Joan propuso lo contrario: un cartel que respirara naturaleza y contemporaneidad.
Inspirado por los escenarios abiertos del festival —el Port des Canonge y el claustro de Sa Baronia, ambos rodeados o definidos por su verticalidad y la omnipresencia del paisaje—, el artista quiso fundir música y entorno. Así surgió una imagen en la que los instrumentos se transformaran en cuerpos orgánicos, con acabados vegetales: un micrófono que se prolonga como una falange para acabar en flor o espinas que brotan como pequeñas defensas naturales. Todo esto dialoga con uno de los elementos más representativos del paisaje de Banyalbufar: las marjades, esas terrazas agrícolas construidas con piedra seca que escalonan la montaña y han sido clave en la vida rural mallorquina.
“El jazz aquí no sucede bajo techos bajos ni con humo, sino entre vegetación y piedra viva”, añade Pere Joan, quien se describe con ironía como un “falso neorural”, un urbanita con vistas al mar con sentido del humor agudo y cálido y que convive con una idea clara: “Hoy todos quieren llegar a los sitios en línea recta… pero para venir aquí hay que trazar curvas. Y eso nos protege; nos separa del mundo”.
La medición de un festival
Con un presupuesto de 12.000 euros, subvencionado en su totalidad por el Consell de Mallorca y a repartir entre artistas, montaje y sonido, el Banyalbujazz 2025 vuelve a demostrar que el verdadero valor de un festival no se mide en cifras, sino en sensibilidad artística, coherencia y paisaje. En palabras de Francesca Iuculano, regidora de Medio Ambiente, Igualdad y Fiestas del Ayuntamiento de Banyalbufar: “Intentamos siempre que el cartel tenga una presencia femenina en equilibrio con la masculina, así como con una visión intercultural real”, una apuesta que da forma a una programación diversa y comprometida.
La siguiente cita del festival es el 7 de agosto y estará protagonizada por Tria, una formación peninsular integrada por tres músicos de procedencias dispares que confluyen en la música antigua, el folk ibérico, el balfolk y el jazz contemporáneo. Su primer disco, grabado en Santa Eugènia de Relat (Catalunya), ofrece once piezas que hablan de vínculos, territorio, emoción y resistencia cultural. Mientras, el 21 de agosto (reprogramado del 24 de julio por meteorología adversa), tendrá lugar el proyecto de jazz contemporáneo de la mallorquina Aina Tramullas, Miscel·lània, en el Port des Canonge con un repertorio donde la voz se convertirá en raíz y en vuelo.
El festival concluirá el 14 de agosto con la actuación de Triopiniquim, un trío brasileño que promete cerrar el ciclo en Sa Baronia con una mezcla sabrosísima de forró, samba y choro condimentada con improvisaciones jazzísticas. Una fiesta mestiza de ritmo y calidez tropical, pensada para bailar y dejarse llevar por el aire templado de la Tramuntana.
Aquella noche en Sa Baronia, el jazz no fue solo ritmo: fue pulsación humana. Entre murallas ancestrales y brisas de sal, aprendimos que bajar las revoluciones y la vorágine a la que estamos acostumbrados últimamente permite descubrir lo esencial. Que el llanto de un niño puede fundirse con la música; que una bandera simple puede ser un acto de solidaridad, y que la Bradicàrdia —cuando se practica con intención— revela un instante como una eternidad compartida, sobre todo si se hace, como dijo Joan Vives, concejal de Cultura, en “el lugar más propicio para hacer un concierto”.