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Un año de invasión rusa en Ucrania

Un barrendero lanza sal tras una helada en el destrozado barrio de Svaltika, en Jarkov.

Gabriela Sánchez / Olmo Calvo

Jarkov/Kiev/Leópolis —

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Eran las tres de la madrugada cuando Vladímir Putin se sentó frente a una cámara para anunciar lo que tantos temían pero pocos llegaban a creer: Rusia iniciaba la invasión de Ucrania. Alina y sus hijos dormían, cuando empezaron a escuchar demasiado cerca unas explosiones que les empujaron a permanecer en el sótano durante 42 días en Járkov. Vladímir corrió a asomarse por la ventana y observó varios helicópteros sobrevolando Bucha. Igor se tomó un tranquilizante, cogió una mochila pequeña y, sin aún entender nada, optó por refugiarse en el metro de Kiev hasta encontrar otra solución.

Un año después, suenan las alarmas en Járkov y Alina, como todo su alrededor, continúa su vida con normalidad. Se encoge de hombros para describir qué hizo cuando, este miércoles, cuatro explosiones sonaron por toda la ciudad. “Nada, qué voy a hacer”, dice con resignación. Vladímir trata de salir adelante después de haber perdido a su padre durante la ocupación de Bucha. Igor se dirige en un tren nocturno al cuartel, después de haberse convertido en soldado. 

Ya nada es igual en Ucrania. La situación difiere de una zona a otra, pero todos los ucranianos han visto su vida transformada por un conflicto que cumple un año con 21.293 víctimas civiles, de los cuales 8.006 han fallecido y 13.287 han resultado heridas, según las estimaciones de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), aunque se calcula que las cifras sean aún mayores.

Pasadas las once de la mañana, varias decenas de personas se acumulan en torno a una furgoneta en busca de ayuda humanitaria en Járkov, la ciudad del este de Ucrania próxima a la frontera con Rusia que vivió intensos combates hasta mayo de este año, cuando se retiraron las tropas rusas de la zona. Alina abandona la fila con una bolsa cargada con distintos tiempos de congelados.

El número de personas necesitadas de ayuda humanitaria y protección aumentó en tres millones de personas a principios de 2022 a casi 18 millones unos meses después, según la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). 

Pérdida de trabajo

Alina tiene dos hijos y, desde el inicio de la contienda, depende de la ayuda humanitaria. La invasión rusa, además de su tranquilidad, se ha llevado su empleo. Cinco millones de puestos de trabajo en Ucrania se han perdido en Ucrania tras el inicio de la contienda, según los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Alina era vendedora en un bazar, pero ahora es desempleada. “El mercadillo se ha quemado”, dice la mujer, protegida del frío con un abrigo rosa con capucha de plumas. “No tengo suficiente para mantener a mi familia”, sostiene con media sonrisa. Vive en Saltivka, el barrio de Járkov más castigado por la contienda tras albergar la línea de frente durante meses. La mujer, de 39 años, y su familia vivió 42 días en el sótano de su edificio.

Varias de las ventanas de su casa aún permanecen rotas debido al impacto de los proyectiles en zonas próximas. No puede permitirse su reparación. “El peor día fue el primero, el 24. Luego me fui acostumbrando”, dice. Aunque, aclara, nunca logra evadirse: “Cuando consigues olvidar un rato la situación, siempre surge algo que te lo recuerda”. 

Tatiana también dice estar habituándose a los bombardeos y tampoco corre ya a esconderse cuando escucha explosiones como las que tuvieron lugar este jueves en Járkov en una zona industrial. Sí anda apresurada en busca de ayuda humanitaria. Su edad ronda los 80 años y carece de Internet, por lo que le resulta más difícil saber los puntos de reparto de comida organizados en la ciudad. La mujer se levanta a las cinco de la mañana y camina en busca de donaciones de alimentos. Rompe a llorar antes de despedirse: “Estamos metiéndonos de un lado a otro, buscándonos la vida”.

Falta de agua 

En Saltvika, como en otros puntos del país, cientos de vecinos carecen de suministro de agua debido a los desperfectos causados por la contienda. En una gran explanada arbolada cubierta de nieve, Roman camina hacia una fuente con varias garrafas vacías en sus manos. Después de rellenarlas, se dirige de vuelta a su casa. Su familia no tiene acceso a agua desde el 27 de febrero.

Para ducharse, Roman tira de su lugar de trabajo, que cuenta con duchas, a donde acude con su familia para que también puedan asearse. Él se ducha cada tres días. Su hijo y su nieta lo hacen cada cinco. Se estima que 1,4 millones de personas no tienen suministro de agua y que 4,6 millones están en riesgo de perder el acceso al agua corriente, según datos proporcionados por Cruz Roja.

En unas galerías comerciales del mismo barrio, Tania espera la llegada de algún cliente. Su nuevo escaparate, donde muestra diversos maniquíes con lencería y ropa de casa, se sitúa en frente de una estructura metálica arrasada por las llamas. Ese era su local original, estropeado por uno de los ataques rusos cuando ella se había refugiado en otro punto de la ciudad.

“La venta ha caído unas tres veces. Yo volví a abrir en mayo, después de la retirada rusa, pero sigo con miedo”, reconoce la mujer. Ahora ya no deja toda la mercancía en la tienda, sino que lleva consigo parte a casa cada día, por miedo de que ocurra algo y no pueda regresar a su lugar de trabajo. Mientas las necesidades en Saltvika se hacen evidentes, en el centro de Járkov la vida aparenta mayor normalidad, aunque buena parte de los comercios continúan cerrados. Por la noche, la ciudad oscurece. Ni una sola farola ilumina sus calles.

El latido de Kiev

Tras la salida de las fuerzas del Kremlin a finales de marzo del año pasado, la ciudad de Kiev ha recuperado cierta normalidad. Un solo paseo por el centro de la ciudad es suficiente para constatar la diferencia: aunque los principales monumentos siguen protegidos con sacos de arena, la mayoría de los 'erizos' antitanque esparcidos por el centro hace un año han sido retirados. Los comercios abiertos son cada vez más habituales, aunque la vida de la ciudad se agota a las 23 horas, ante el inicio del toque de queda.

Igor era filólogo hispánico y tenía una academia de idiomas en Kiev, pero todo eso ha quedado en un segundo plano en su vida. En los primeros días de ofensiva, nos relató sus desplazamientos desesperados de un punto a otro del país, en busca de un lugar seguro donde escapar con su familia.

“Antes no sabía cómo reaccionar ni cómo comportarme en cada alerta”, recuerda ahora en conversación telefónica por elDiario.es, en un tren nocturno con destino Leópolis. Allí, en la región del oeste del país, volverá al cuartel de la Guardia de Defensa Territorial. Él, que respondía con nerviosismo a cada una de las alertas, ahora es soldado en formación.

“Pasa el tiempo y, gracias a las formaciones, entiendes lo que tienes que hacer. Mirando hacia atrás, eso no lo podía hacer en 2022. Ahora entiendo que, comparando con 2022, son dos alarmas diferentes. Antes no sabía como reaccionar ni cómo portarme. Había una instrucción de ir al refugio, pero ahora hay una serie de pasos que me tranquilizan porque me gusta saber qué debo hacer”, dice el militar.

Reconoce sentirse preocupado por su familia cuando vive bajo un bombardeo o una sirena. “Cuando sé que mi familia está en otro lugar y sé que un cohete puede caer también allí es difícil. Eso siempre está en tu cabeza”.

Los puntos calientes

La misión de Igor, de momento, está alejada del frente, pero miles de familias miran hacia el este con la mente en un ser querido enviado a la primera línea. Nina intenta sonreír todo el tiempo y gesticula de forma exagerada para ocultar sus lágrimas cuando habla de su nieto. Está en el frente, no sabe en qué punto porque, como muchos militares, prefiere no detallarlo para evitar preocupar a la familia. El joven, de 28 años, ha resultado herido leve en una mano. En Navidades visitó a su familia: “No le dejaba ni respirar de lo que le abrazaba”, dice su abuela entre risas.

Olena sí sabe el lugar donde está destinado su marido: en Bajmut, uno de los puntos claves donde se están produciendo intensos combates entre las tropas rusas y ucranianas.

En estos momentos, la línea de frente parece mantenerse más o menos estática, a excepción de Bajmut, foco durante meses de una encarnizada y costosa batalla para ambos bandos que ha devastado esta ciudad de Donetsk, en el este, y sobre la que Rusia sigue intentando avanzar con el apoyo de los mercenarios del grupo Wagner. También hay intensos combates en Vuhledar, al suroeste de la región de Donetsk.

El marido de Olena, residente en Leópolis, ha resultado herido en varias ocasiones. La última fue alcanzado por un disparo ruso en una zona próxima al pecho. La mujer muestra la bala retirada del cuerpo de su marido, quien sobrevivió y ya ha regresado al frente. Tiene más descansos de los que utiliza: “Su primo murió en sus brazos en Popasna (Lugansk) y, desde entonces, le cuesta aún más estar en casa. Necesita sentir que hace algo por defender Ucrania”, decía su mujer este domingo. El hombre se llamaba Hural Vasyl, tenía 50 años, tenía una hija y es uno de los 13.000 soldados ucranianos fallecidos en combate según las cifras de Kiev –que Rusia eleva a 100.000 bajas–.

La invasión rusa también ha provocado el mayor éxodo de refugiados en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Aunque más de cinco millones de personas han regresado a sus lugares de origen, más de 7,9 millones de personas son ahora refugiados y más de 5,4 millones desplazados internos en Ucrania. Más de 603.000 nacionales de terceros países han cruzado a los países vecinos, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados (Acnur).

Bohdana huyó a España en marzo y, dos meses después, decidió regresar a Ucrania, en concreto a Leópolis, la región menos castigada por la contienda y que acoge a la miles de desplazados de otros puntos del país. La mujer, como tantas otras, prefiere la vida en la guerra que la ansiedad de la distancia. Cuando intenta describir qué es lo que más echa de menos de la vida anterior a la invasión, habla de planes, como lo hacen muchos ucranianos entrevistados por elDiario.es: “No veo un futuro. No veo planes. Vivimos al día. Y esa falta de horizonte me da miedo”.

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