La declaración UE-OTAN: una asociación estratégica que esconde subordinación
El emplazamiento ya mandaba un mensaje claro. A pesar de contar con la presencia de Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, y de Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, la presentación de la Declaración Conjunta sobre Cooperación UE-OTAN se llevó a cabo el pasado día 10 en la sede de la OTAN, con Jens Stoltenberg como anfitrión. Una forma más de visibilizar quién lleva la voz cantante en lo que se suele presentar como una asociación estratégica que, en realidad, apenas esconde la subordinación europea a Washington.
En principio, la declaración podría verse como una más de las que ambas instituciones han firmado desde diciembre de 2002 para sumar fuerzas y atender a retos y amenazas compartidos. Este proceso arrancó en la última década del pasado siglo para atender al conflicto de la ex Yugoslavia y quedó más claramente fijado el 17 de marzo de 2003 con los acuerdos Berlín Plus, los cuales crearon un sistema para que la UE pudiera emplear medios OTAN cuando la Alianza Atlántica (es decir, EEUU) no deseara intervenir.
Dado que siguen siendo muchos más los intereses compartidos que las desavenencias entre ambos lados del Atlántico, y que 23 de los países miembros de la UE lo son también de la OTAN (si contamos ya a Finlandia y Suecia), tiene sentido que exista entre ellos algún tipo de colaboración mínimamente estructurada. A eso se une el sinsentido económico que supondría crear y sostener dos estructuras de fuerzas paralelas en un contexto de crisis.
Sin embargo, eso no significa que los Veintisiete deban contentarse con colocarse a la sombra de EEUU, aunque solo sea porque hacerlo implica también tener que asumir sus directrices –como el sacralizado objetivo de llegar al 2% del PIB dedicado a la defensa (¿contra quién?)– y sufrir las consecuencias de estar alineado con quien no siempre compartimos intereses y temores.
En realidad, el lenguaje empleado a lo largo de los 14 puntos de la citada declaración –acusaciones contra Rusia, apoyo sólido a Ucrania, China como desafío, refuerzo del vínculo trasatlántico, valoración positiva de lo realizado conjuntamente hasta hoy…– no añade nada relevante a lo ya recogido en ocasiones anteriores.
En todo caso, se hace referencia a la voluntad de pasar la colaboración “al siguiente nivel”, sin que nada permita determinar su verdadero significado, y se añaden nuevas áreas de cooperación en el terreno de la competencia estratégica entre potencias globales, la resiliencia, la protección de infraestructuras críticas, las tecnologías disruptivas, el espacio, las implicaciones para la seguridad de la crisis climática y la respuesta a campañas de desinformación.
Lo relevante, por tanto, no está en un texto tan previsible como los anteriores, sino en el marco en el que se presenta. Por un lado, cabe señalar que la presentación se tuvo que retrasar para encajar las diferentes sensibilidades a ambos lados del Atlántico sobre asuntos como la emergencia de China –convertida para Washington en prioridad absoluta, mientras que los europeos no acaban de adoptar una postura común, como bien demuestra Alemania– o el grado de implicación en el apoyo a Ucrania –con Polonia y los países bálticos decididos a llegar hasta el fondo para facilitar la derrota rusa y otros, como Hungría, mucho menos animados a ello–.
No menos complicado ha sido para la UE encontrar un punto de confluencia entre los europeístas, los atlantistas y los neutrales. Los primeros, con Francia a la cabeza, defienden una autonomía estratégica que permita a los Veintisiete contar algún día con medios propios para defender sus intereses. Los atlantistas, con Polonia al frente y junto al resto de países más próximos a Rusia, siguen viendo a EEUU como su verdadero garante de seguridad ante Moscú. Por último, los neutrales siguen actuando como avestruces gorronas.
En definitiva, el lenguaje de la declaración deja pocas dudas sobre la renovada preeminencia de la OTAN en el escenario de seguridad europeo. O, lo que es lo mismo, sobre la pérdida de impulso para cumplir con lo que plantea la Brújula Estratégica de la UE, aprobada en marzo del pasado año para alcanzar una autonomía estratégica que le permita contar con una voz propia en el escenario internacional.
Es cierto que Putin, con su aventura militarista, ha revitalizado a la Alianza hasta el punto de que Helsinki y Estocolmo hayan abandonado su histórica neutralidad para echarse en brazos de una organización que parecía tener más pasado que futuro. Pero también lo es, por otra, que los Veintisiete vuelven a demostrar que les falta voluntad política suficiente para dejar de ser un segundón. Una circunstancia que, como bien muestra la guerra en Ucrania, Washington aprovecha no solo para seguir imponiendo su criterio en el continente europeo, sino también para hacer negocio, vendiéndonos más armas y más gas a precios excesivos.
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