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Quinto Elemento Lab

Gibrán Mena Aguilar / Data Crítica —

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La mañana de abril en la que el enfermero maya Luis Cauich recibió la llamada de una amiga, pidiéndole que recibiera a su hija en el Hospital Integral de José María Morelos, Quintana Roo, el mundo sabía aún poco sobre el virus SarsCov2 que ya se estaba extendiendo sobre su superficie. Pero Cauich era consciente de la situación: si la joven de 23 años padecía COVID-19, no había esperanza.

Lleno de angustia, Cauich le tomó signos vitales y datos de registro para su expediente: tenía diabetes, inmunosupresión, enfermedad renal, neumonía, EPOC y una discapacidad. Además, era indígena, dato que dejó registrado en el expediente junto con el resto de información sobre su caso.

“Era maya, toda su familia es maya”, narra el enfermero. Dado su estado de salud no había mucho qué hacer. Un día después, el virus le quitó la vida, y su muerte en un hospital se añadió a la base de datos oficial de la Secretaría de Salud federal (SSA) con un fallo: no se informó de que la joven era indígena. La columna que indica que ella se reconocía como mujer indígena fue añadida por la SSA a la base seis meses después de su muerte, el 7 de octubre.

Como este, la dependencia invisibilizó más de 11.000 casos de COVID-19 entre personas pertenecientes a pueblos indígenas (sumando a quienes así se identificaron y a quienes hablan alguna lengua), con fechas de ingreso a hospitales entre enero y octubre de 2020, a pesar de haber contado con este dato desde el inicio de la publicación de la base. Esto revela el seguimiento continuo y análisis de los datos que hoy suman más de 2.800.000 registros de pacientes en centros hospitalarios de todo el país.

“Ahora resulta que una institución nos va a decir si somos indígenas. Si con el apellido basta”, dijo con rabia Cauich, al saber que no había en los datos oficiales registro de la etnicidad de su amiga en junio, a dos meses de su muerte.

La variable omitida hasta octubre, bajo el nombre “INDIGENA” (sic) permite contrastar el número oficial de pacientes indígenas fallecidos por COVID-19 respecto al total de indígenas enfermos, una proporción conocida como letalidad y compararla con la letalidad entre no indígenas.

De las personas registradas como indígenas o hablantes de estas lenguas un 15% murió por el virus desde comienzos de la pandemia, frente al 10% de no indígenas, de acuerdo con un análisis de los datos abiertos de la Secretaría de Salud federal (SSA) realizado para esta investigación. Es decir, la letalidad del COVID-19 para indígenas es 50% mayor que para el resto de la población, tomando en cuenta el promedio nacional. El hecho de que los indígenas tengan una letalidad mayor según los datos oficiales, no fue mencionado en alguna de las conferencias diarias sobre coronavirus, de acuerdo con su registro estenográfico.

La disparidad en letalidad a escala municipal se dispara aún más. Hasta 7 de cada 10 indígenas contagiados murieron en Motul, una comunidad citricultora, ganadera y turística a 40 kilómetros de la capital de Yucatán, frente a 2 de cada 10 no indígenas. Motul es uno de los más de 40 municipios en el país que han registrado fallecimientos de indígenas, donde murieron más de la mitad de los que se encontraban contagiados por COVID-19.

Una omisión de siete meses

El seguimiento a la base de datos, sus registros y variables, permitió observar cómo el 7 de octubre se añadió la columna “INDIGENA” (sic) con una discreta nota en pdf en la que se lee: “Se incluye la variable ‘INDIGENA’, la descripción y su respectivo catálogo”, sin más explicación.

En la entrevista, la SSA argumenta que excluyó esta información durante meses para proteger la privacidad de los pacientes. “Esa variable se encuentra en todos los estudios epidemiológicos. Lo que nosotros debemos hacer siempre es cumplir con la protección de datos para que no puedan ser identificables las personas, porque los datos hablan de una condición de salud. Entonces hacemos la consulta de qué variables sí, y de qué variables no se publican”, respondió Christian Zaragoza, director de información epidemiológica de la SSA.

Pero esta justificación es inconsistente con la práctica de la Secretaría hasta entonces, ya que publicó desde abril, sobre cada paciente, si habla alguna lengua indígena, su edad, sexo, entidad de nacimiento, entidad y municipio de residencia,  si padece diabetes, EPOC, inmunosupresión, asma, o tiene hábito de tabaquismo, entre otros datos. Entonces, no aplicó el mismo criterio de “proteger el dato” sobre ninguna de estas variables. 

Antes la SSA publicaba exclusivamente una columna que especificaba si el paciente ingresado al sistema hospitalario “habla una lengua indígena”.

El universo de hablantes de lenguas indígenas es sustancialmente menor que el de personas que se reconocen como tales. De los alrededor de 21.5 millones de personas indígenas en México solo cerca de 6.5 millones son hablantes de alguna lengua. 

Antes del cambio en la base de datos sólo habían sido reconocidos 18.262 hablantes de alguna lengua con COVID-19. A partir del ajuste el número subió a 27.611, sumando hablantes y personas auto identificadas como indígenas, sin que sea requisito lo primero. Entre marzo y septiembre fueron subregistrados 9.349 casos de indígenas con COVID-19.

El funcionario de SSA, además, reconoció que los datos sobre indígenas que se integran a la base son deficientes. Hasta principios de diciembre existían 3.447 casos de personas registradas como hablantes de alguna lengua indígena que, simultáneamente, están registradas en la categoría no indígena.

Esta combinación de persona que habla cierta lengua pero no es indígena es inusual en México, donde la población no suele aprender las lenguas originarias a menos que se hablen en casa. Además, el 1 de diciembre había 107.768 casos en los que se llenó la columna sobre identidad indígena con “No especificado”.

“Existe un tema que se llama calidad del dato. Esto significa que el dato está mal. Por eso insistimos siempre a las entidades federativas que hagan una revisión correcta de sus bases de datos y soliciten el apoyo para hacer una corrección”, apuntó Zaragoza cuando le preguntamos en octubre sobre esa inconsistencia en los registros. 

Durante los meses que se omitió esta columna de la base pública, la propia SSA elaboró cuatro reportes realizados entre julio y octubre donde se afirmaba que la mayor letalidad sucedía entre esa población, pero solo hizo públicos estos reportes hasta el 16 de octubre.

“Se observa una mayor letalidad comparada con la población en general. La distribución de esta corresponde con las mesorregiones en donde se describe un mayor número de población indígena, tales como la región sureste, centro y noreste, por lo cual, es importante poner mayor atención en estos grupos”, describe el primero publicado el 22 de julio. 

Y la tendencia no ha cambiado. Con los datos oficiales incluidos en octubre es posible dibujar un mapa de cómo el virus ha diezmado a la población originaria: hay registro de casi 2.000 personas que se reconocen como indígenas o hablan una lengua indígena, los cuales murieron por COVID-19 el 1 de diciembre.

Para encontrar los municipios más letales, en esta investigación se tomaron en cuenta aquellos donde habían muerto 10 o más personas indígenas en datos oficiales. Estos son Motul, Yucatán, con un 64%, 15 pacientes de los 23 registrados, murieron; Puente de Ixtla, Morelos, la mitad de los 22 indígenas con COVID-19 fallecieron; Cozumel, Quintana Roo, 48 % con 14 muertes; Acanceh, Yucatán, 44% defunciones, equivalentes a 10 muertes;  Ocosingo, Chiapas, 44% con 23 fallecimientos; y Benito Juárez, Quintana Roo, 34%, equivalente a 59 muertes.  

A nivel de entidad y ajustando por población, las mayores tasas de registros oficiales de muerte indígena están en Oaxaca (205 muertes y .17/100.000 hab), Tlaxcala (11 muertes y .16/100.000 hab.), Hidalgo (113 muertes y .10/100.000 hab.), Morelos (22 muertes, .10 muertes/100.000 hab.), Campeche (45 muertes, .09/100.000 hab.), Veracruz (63 muertes y .09/100.000 hab.), Guerrero (68 muertes, .05/100.000 hab.), Quintana Roo (128 muertes, .05/100.000 hab.) y Yucatán (261 muertes, .05/100.000 hab.). 

Entre estas entidades, los municipios con mayor muerte son Benito Juárez, Quintana Roo (57 muertes en la zona, mejor conocida como Cancún); Mérida, Yucatán (33), y Juchitán, Oaxaca (29).

La SSA no hace pública la información sobre los pueblos indígenas a los que pertenecen los fallecidos, pero en el municipio de Benito Juárez, donde está Cancún y donde el COVID-19 ha sido más letal para la población indígen, habitan integrantes de los pueblos maya, tseltal, tsotsil, chol y tojolabal.

Las muertes, tasas y el porcentaje de letalidad para cada municipio, tanto indígena como no indígena,  pueden consultarse en este mapa hecho con los datos de la Secretaría de Salud. 

Cifras que no convencen

En conferencia de prensa por la ceremonia de Día de Muertos en Palacio Nacional, el titular del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), Adelfo Regino Montes, reconoció la muerte de 1.494, excluyendo a las personas hablantes de lenguas indígenas mal registrados como no indígenas.

Esto supone una diferencia de 300 muertes si se contabiliza a hablantes de lenguas originarias que aunque fueron mal registrados, sí hablan lenguas indígenas, y para esa fecha habían sido confirmados como fallecidos por COVID-19. Sin embargo, ambas cifras generan escepticismo entre expertos.

“Es muy poco, y ojalá que así lo fuera”, apuntó Arturo Erdely, doctor en matemáticas y especialista en estadística de la Universidad Nacional Autónoma de México, en referencia a la proporción de indígenas contabilizados respecto del total de muertes en la base de datos. “Ese número de muertes no tiene sentido en México, donde la población indígena es tan alta [21.5%]”. Si uno de cada cinco habitantes del país son indígenas y sólo hay registro de 2.000 muertes,  no le cuadra la subrepresentación.

De las 97.200 muertes registradas en total hasta el 1 de diciembre un 21.5% corresponderían a alrededor de 20.000 fallecimientos indígenas.

“No estoy diciendo que necesariamente deba encontrarse esa cantidad”, explica el matemático, “porque la base de datos gubernamental no es representativa, no es una muestra aleatoria. Pero aún así, lo más lógico es que la gente más pobre estuviera más representada en la estadística de muertes”.

El profesor Erdely propone un ejercicio para estimar una cifra que pueda acercarse más a la realidad, y que se esquematiza así: hay municipios en que la población indígena es muy alta y hay decenas de muertes por COVID-19. Sin embargo, muy pocas de esas muertes están registradas como indígenas. En esos municipios, una cifra más “real” debería aproximarse al porcentaje de población indígena para ese tipo de municipios.

Por ejemplo, un municipio clasificado “indígena” como Halachó, Yucatán, es 99.8% indígena. Pero en los datos de COVID-19 sólo la mitad de las 20 muertes en Halachó están registradas como indígenas. El registro de muertes indígenas debería estar mucho más cerca del total de las muertes (19 o 20 muertes indígenas en un municipio casi 100% indígena sería mucho más creíble). 

“Es mejor ver el municipio de residencia y se clasifican si es municipio indígena o no indígena y hay que hacer un cálculo, contrastar [contra datos oficiales] de esta manera. Si discrepan mucho estos cálculos yo le creería más al tema de municipio de residencia indígena”, explicó el matemático.

Cada municipio tiene cierto porcentaje de población indígena de acuerdo con información censal. Si tiene más de 40% de población indígena se califica como indígena y si tiene menos de ese porcentaje pero más de 5.000 habitantes indígenas se cataloga como “municipio con presencia indígena”. Al replicar el ejercicio de Halachó para todos los municipios clasificados como indígenas y con presencia indígena se obtiene un estimado de 11.622 defunciones indígenas usando el método propuesto por el estadístico, una diferencia de 9.913 con los registros oficiales.

El subregistro de casos totales ha sido la norma en México y, en distintos grados, en todo el mundo. En México la autoridad sanitaria ha dicho que deliberadamente se clasificó a enfermos como positivos por COVID-19 usando exclusivamente resultados de pruebas de laboratorio, que de por sí muestran altos índices de positividad, es decir que son muy escasas. Además, hasta agosto la estrategia federal consideraba muy pocos síntomas como característicos de coronavirus, como reconoció el subsecretario de Prevención y Promoción de Salud, Hugo López Gatell.

Hasta el 7 de octubre se comenzaron a incorporar en la base de datos algunos de los positivos hallados por métodos distintos a la prueba. Todos estos datos dependen, también, de quienes puedan llegar a un hospital COVID-19.

Otros datos

Mientras omitía la alta letalidad para indígenas de los datos públicos también la omitió en las conferencias verspertinas, el principal órgano de comunicación de gestión de la pandemia del gobierno federal.

En una de las conferencias más recientes dedicadas al tema indígena, el 12 de septiembre, Jose Luis Alomía, director general de epidemiología de la SSA, omitió informar sobre la mayor letalidad, a pesar de que consta en los reportes elaborados por la Secretaría.

“Finalmente, como un tercer componente informativo, vamos a revisar la estadística de la afectación que en su momento se ha dado a la población indígena. Nos lo habían solicitado en algunas de estas conferencias”, dijo entonces Alomía.

Pero en su revisión del tema solamente mencionó el número total de muertes y presentó la estadística de enfermedades concurrentes de las muertes. No comparó la letalidad indígena contra la letalidad no indígena.

En otra exposición, López Gatell usó el estadístico de incidencia (cuántos enferman) y no la letalidad (cuántos mueren de entre quienes enferman) para hablar de población indígena.

“Afortunadamente hasta el momento, la proporción de enfermedad, digamos, la incidencia en poblaciones indígenas es sustancialmente menor que en poblaciones no indígenas”, dijo el funcionario en conferencia de prensa del 20 de julio, dos días antes de la fecha del primer reporte de letalidad que, aunque confirma esa afirmación, también indica que a pesar de ser “pocos” los registros de indígenas fallecidos por COVID-19 respecto de no indígenas, es un 50% más probable para indígenas morir que para no indígenas.

Y aunque el número de casos totales de indígenas fallecidos (incidencia) sí era y sigue siendo menor que el de no indígenas, los funcionarios omitieron que la probabilidad de morir para un indígena contagiado era ya alrededor de 40% mayor que la de una persona no indígena para septiembre, probabilidad que hoy es 50% mayor a nivel nacional, como se ha explicado antes.

Consistentemente, en otras conferencias donde periodistas preguntaron sobre el tema, la secretaría lo evadió ofreciendo cifras convenientes. En la conferencia del 24 de junio, la titular del programa público IMSS-Bienestar, Gisela Lara respondió a dudas usando exclusivamente datos de su programa que atiende a muy pocas personas indígenas respecto del total nacional.

“Si ustedes se fijan, la incidencia por cada 100.000 personas tampoco es cierto de que a los indígenas les va peor, déjenme decirles que no [...] Entonces, no es cierto que están mal atendidos; al contrario, creo que les está yendo mejor, son más cuidados los indígenas, los que se dicen indígenas”, manifestó en la conferencia del 24 de junio la titular del programa público IMSS-Bienestar, Gisela Lara.

Aunque no hay ninguna evidencia de que los cuerpos indígenas sean menos resistentes a la enfermedad, la continua lucha para acceder a las condiciones de una vida digna y plena van desgastando el organismo y contribuyendo a producir las condiciones que son factores de riesgo en muchas enfermedades, de acuerdo con la doctora Leslie Korn, Phd en Medicina del Comportamiento y ex investigadora Fulbright en México.

La COVID-19, según la especialista, opera a través de un conjunto de procesos inflamatorios de diversos órganos, contra los que finalmente el cuerpo puede perder la batalla. Diabetes, cáncer, enfermedad del corazón, incluso la depresión inicia con estrés e inflamación crónicos.

“No olvidemos el efecto de la pobreza y el estrés de la pobreza por no poder llevar alimentos o por no poder pagar tus gastos. También crearán un proceso inflamatorio en el cuerpo”, explicó Korn.

Aquella joven maya, que el enfermero Luis Cauich vio morir en un hospital de Quintana Roo el pasado abril, padecía diabetes, inmunosupresión y enfermedad renal.

La diabetes, que en los años 30 era una “enfermedad de ricos”, hoy afecta a quienes son obligados a optar por alimentación disponible de bajo coste, azúcares y harinas procesadas. Quienes viven con una costante tensión por la discriminación y el racismo terminan padeciendo hipertensión, la mayor comorbilidad entre indígenas de acuerdo con los datos de la Secretaría de Salud. Es un círculo vicioso.

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