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ANÁLISIS

La búsqueda de la inmunidad de rebaño es un disparate: ¿quién financia esta mala ciencia?

Varias personas usan mascarillas para protegerse del coronavirus en el interior de un ómnibus.

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A principios de este mes, en una habitación recubierta de madera de una finca en Massachusetts, tres académicos sin mascarilla se reunieron alrededor de una gran mesa de roble para firmar una declaración sobre la respuesta mundial a la pandemia. Uno de los académicos había cruzado el Atlántico desde Oxford; otro había viajado desde California. El acto había sido organizado hasta el más mínimo detalle para atraer la atención de los medios de comunicación, con una vistosa página web y un video. Tras firmar el documento, los tres profesores protagonizaron un ostentoso brindis con champán.

Tal vez no han oído hablar de la “Declaración de Great Barrington”, que debe su nombre a la localidad donde se firmó, pero probablemente sí han leído algunas de las noticias que se han publicado desde entonces. Los periodistas han escrito artículos sobre la creciente brecha entre los científicos, en un contexto en el que supuestamente se está diluyendo el consenso en torno a cuál es la respuesta más eficaz para abordar la pandemia. La declaración, que abogaba por la reanudación inmediata de una “vida normal” para todos, excepto para las personas “vulnerables”, alimentó esta percepción al cuestionar las medidas de confinamiento. “Sabemos que todas las comunidades alcanzarán tarde o temprano la inmunidad de rebaño”, afirmaban los académicos en el documento.

Los científicos fueron rápidos en su respuesta. La premisa central de la declaración, que la inmunidad de la población se logrará promoviendo la normalidad y solo protegiendo a la población de riesgo, se basa en la especulación. Este argumento gira en torno a una suposición errónea entre aquellos que están a favor de las medidas de confinamiento y los que están en contra, cuando en realidad los confinamientos son solo una de las muchas medidas propuestas por la comunidad científica, y se consideran un último recurso, y a corto plazo, para controlar el avance del virus.

Inhumano e imposible

De hecho, aislar a la población de riesgo y seguir con una vida normal no es solo inhumano sino que también es imposible. Esta medida implicaría que los cuidadores, los familiares y los contactos cercanos frecuentes de las personas vulnerables también tendrían que aislarse. Además, los jóvenes que tienen enfermedades pero sin diagnosticar también son población de riesgo, y el “COVID largo”, con su debilitante conjunto de síntomas, afecta a personas de diferentes edades.

La verdad es que la visión de que se podría alcanzar la “inmunidad de rebaño” no es más que una opinión marginal y no es cierto que la comunidad científica esté dividida ya que ningún dato científico avala este enfoque en el caso de la pandemia de COVID-19. Sabemos que cuando se trata de otros coronavirus, la inmunidad es sólo temporal. El presidente de la Academia de Ciencias Médicas del Reino Unido, que refutó esta teoría de forma exhaustiva, describe las propuestas de la declaración como “poco éticas y simplemente imposibles”.

Es hora de dejar de hacer la pregunta “¿es esto ciencia sólida?” Sabemos que no lo es. En su lugar, deberíamos cuestionar qué intereses políticos ocultos se esconden detrás de esta declaración.

A las pocas horas del anuncio, se notaba un impacto político e ideológico desproporcionado si se tiene en cuenta su poca relevancia científica. El hashtag #signupstartliving, firma para empezar a vivir, se hizo viral en las redes sociales. Los tres académicos fueron recibidos por Alex Azar, el secretario de Salud de Estados Unidos, y por Scott Atlas, recientemente nombrado asesor de salud de Donald Trump, quien el 8 de octubre tuiteó que “los mejores científicos del mundo están alineados con la política de Donald Trump”. Y en una llamada convocada por la Casa Blanca, dos altos cargos de la Administración de Trump citaron la declaración.

En realidad, la pregunta que deberíamos formular es ¿esta declaración tiene la ciencia como foco? Cuando se produce un desacuerdo entre los científicos, se espera que unos y otros demuestren sus respectivas opiniones. Sin embargo, esta declaración contiene muchos elementos polémicos que no se apoyan en datos. Además, la puesta en escena de la declaración también parece haberse diseñado para priorizar su repercusión en detrimento de una solidez del contenido. La estrategia de la presentación tiene implicaciones graves para la confianza que el público deposita en la comunidad científica.

Es evidente que la declaración sirve para legitimar un programa libertario. De hecho, algunos expertos han cuestionado que el documento tuviera como objetivo la salud pública y creen que tal vez solo obedecía a intereses económicos. Como ha indicado el profesor de economía política Richard Murphy, la declaración es “la economía del neoliberalismo en estado puro... y muestra su total indiferencia hacia los intereses de cualquiera que no sea capaz de 'aportar valor' al sistema”.

Cuando nos acercamos a una de las elecciones más importantes en la historia de la democracia occidental (de hecho, las elecciones presidenciales de Estados Unidos de noviembre se consideran un referéndum sobre las medidas de distanciamiento social y confinamiento) deberíamos preguntarnos quién financió esta pantomima política y con qué propósito. El Instituto Americano de Investigación Económica (AIER), donde se firmó la declaración, es un think tank libertario que está comprometido, según sus propias palabras, con la “libertad pura” y desea limitar tanto como sea posible el “papel del gobierno”.

El instituto ha financiado en el pasado investigaciones polémicas. Por ejemplo, pagó un estudio que subrayaba los beneficios que tiene para los trabajadores locales de los países en vías de desarrollo ser contratados por una fábrica que abastece a una multinacional. En sus declaraciones sobre el cambio climático también ha minimizado las amenazas de la crisis medioambiental. Es socio de la red de centros de estudio Atlas, que actúa como un paraguas para las instituciones libertarias y de libre mercado, entre cuyos patrocinadores se encuentran empresas tabacaleras, ExxonMobil y los hermanos Koch. Contactamos con la AIER para que nos explicara su relación con los tres académicos pero no obtuvimos respuesta. Sin embargo, en su página web ha colgado varios artículos sobre la declaración y sobre la inmunidad de rebaño.

No son nombres que uno asociaría con políticas de salud pública sólidas. Pero los tres científicos que firman la declaración pusieron el peso de las instituciones académicas más prestigiosas del mundo detrás de sus declaraciones, Stanford, Harvard y Oxford, y esto dio a la declaración una pátina de respetabilidad. Nadie duda de que estos científicos tienen esta opinión sobre las medidas de confinamiento y la inmunidad de rebaño (aunque no se han publicado en ningún artículo científico revisado por expertos), pero han caído en una trampa tendida por grupos conservadores.

Durante mucho tiempo, las fundaciones e instituciones de libre mercado de derechas han intentado socavar la reputación de políticas encaminadas al bien común, como las que pretenden frenar las amenazas ecológicas y limitar el consumo de tabaco. Algunas de las tácticas que han utilizado en el pasado se notan en la declaración de Great Barrington: cuestionar el consenso de la comunidad científica, alimentar la confusión en torno a las respuestas más efectivas y sembrar la duda. Las medidas de confinamiento que tienen por objetivo frenar el avance del virus se han convertido en el último blanco de ataque de las campañas de estos grupos de extrema derecha.

La ciencia es clara: en el caso de la COVID-19, la opinión de que se alcanzará la inmunidad de rebaño a través del contagio incontrolado es minoritaria y ninguna evidencia científica avala esta afirmación. Lo que ya no está tan claro son los intereses políticos y económicos que se esconden detrás de esta declaración. Deberíamos empezar a cuestionarlos.

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Trish Greenhalgh es profesora de Ciencias de la Salud de Atención Primaria en la Universidad de Oxford. Martin McKee es profesor de Salud Pública Europea en la London School of Hygiene & Tropical Medicine. Michelle Kelly-Irving es una epidemióloga social que trabaja para el instituto francés de investigación de la salud (Inserm) de la Universidad Toulouse III.

Traducido por Emma Reverter

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