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Alice Coachman, la primera mujer negra que ganó un oro olímpico

Alice Coachman, durante una competición en Iowa en 1948.

Javier Martín Galindo

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Sufrir el racismo no suponía una novedad para Alice Coachman. Desde su nacimiento en Albany, una ciudad del estado de Georgia, había tenido que soportar los prejuicios de la sociedad, pero ahora regresaba con una medalla de oro colgada del cuello, la única del atletismo femenino en los Juegos de Londres, la primera de una mujer negra en la historia del olimpismo, y comprobaba que la vida seguía igual. En aquella ciudad del sureste de Estados Unidos, una mujer negra seguía siendo una mujer negra, por muy campeona olímpica que fuese. Una cosa era que ganara medallas para mayor gloria de su país y otra que se pudiera sentar en la mesa de los blancos. Cuando Coachman llegó a su ciudad, el alcalde tenía preparada una gran celebración en su honor, pero no la que ella habría deseado.

El deporte no es asunto de niñas

La pequeña Alice creció como la quinta de diez hermanos en un hogar humilde. Para ayudar a la economía familiar, solía recoger algodón o fruta, pero su verdadera pasión, desde muy pequeña, era el deporte. Ella disfrutaba con la actividad física, pero no había nacido en el lugar ni en el momento adecuado para desarrollar su pasión. Su padre consideraba que el deporte no era una actividad apropiada para una niña. No entendía por qué su hija perdía el tiempo corriendo y saltando por ahí, en vez de dedicarse a tareas más adecuadas para una chica. “Mi padre quería que fuera una joven dama, sentada en el porche”, contaba Coachman tiempo después. 

A pesar de todo, Alice encontró unas valiosas aliadas en dos mujeres cercanas: Cora Bailey, su maestra de quinto curso, y su tía Carrie Spries. Ambas apoyaron a Alice, la animaron a perseverar y convencieron a la familia para que no coartaran la voluntad de la niña. Superado el escollo familiar, quedaba otro mucho más difícil, el social. Las instalaciones deportivas de Albany estaban reservadas exclusivamente para los blancos y Alice no podía acceder a ellas para ejercitarse. No tuvo más remedio que ingeniárselas como pudo. Su entrenamiento consistía en correr, a menudo descalza, por los caminos de tierra de Albany. Para practicar el salto de altura, fabricaba un precario listón con palos y trapos. La sociedad le marcaba límites y ella respondía con ingenio e ilusión.

Alice creció y continuó practicando el atletismo en el instituto, mostrando especial talento para el salto de altura y las pruebas de velocidad. En la universidad se convirtió en una de las atletas jóvenes más prometedoras del país. Su carrera iba viento en popa, pero se cruzó en su camino el mismo obstáculo con el que tropezaron tantos otros deportistas en aquella época: la Segunda Guerra Mundial. La actividad olímpica quedó interrumpida desde 1936 hasta 1948, cercenando muchas carreras deportivas. “En 1944 yo estaba en mi cénit. Había ganado seis veces consecutivas las 50 yardas en el campeonato nacional de la AAU [Unión Atlética Amateur], y dos años seguidos las 200. Habría ganado dos medallas más allí”, afirmó Coachman en una entrevista a la NBC, aludiendo a los Juegos no celebrados. Durante el tiempo que duró la contienda, no pudo competir fuera de su país, pero siguió participando en concursos nacionales. Entre 1939 y 1948 ganó todos los torneos de la prestigiosa AAU en la modalidad de salto de altura, un récord nunca superado hasta hoy. 

Haciendo historia en Londres

Terminada la guerra, el COI decidió reemprender la competición olímpica en 1948. Por fin Coachman iba a tener la oportunidad de dejarse ver fuera del deporte amateur estadounidense. Llegaba a los Juegos de Londres con 25 años y era la mejor saltadora de altura de su país, pero su rendimiento a nivel global era una incógnita. Dado que durante el conflicto no se habían disputado competiciones internacionales, era difícil comparar el nivel de los atletas y prever cuál sería su desempeño al enfrentarse en Londres. Muchos de los que se encontraban en su cénit cuando estalló la contienda ya se habían retirado o se encontraban en declive. Por el contrario, habían surgido jóvenes valores a los que nadie había visto más allá del ámbito regional o nacional. Alice Coachman era una de ellos.

El último día de la competición atlética en Londres, mientras los espectadores vivían el drama del belga Etienne Gaill, que llegaba desfallecido al final del maratón, una chica del sur de Estados Unidos estaba a punto de hacer historia en el salto de altura. En una tarde lluviosa, Coachman consiguió la victoria después de una pugna cerrada con la británica Dorothy Tyler, una veterana que ya había ganado la plata 12 años atrás en Berlín. Ninguna atleta negra había ganado antes una medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Alice Coachman acababa de hacer historia.

Celebración segregada

Cuando regresó a Estados Unidos, fue recibida en la Casa Blanca por el presidente Harry Truman, y el director de orquesta Count Basie organizó una fiesta para celebrar su triunfo. Las multitudes se aglomeraban para saludar el desfile triunfal que recorrió los 300 kilómetros que separan Atlanta, capital del estado de Georgia, de Albany. La ciudad natal de Coachman organizó un festejo en el auditorio de la ciudad para celebrar su triunfo, pero el evento no se libró de la segregación que regía la vida en aquel lugar. Coachman se vio obligada a mantenerse en un extremo del escenario, separada de la zona donde se encontraban los blancos, además de tener que usar una puerta diferente para entrar y salir. El alcalde de Albany, que presidía el acto, felicitó a Coachman, pero no se dignó a acercarse a ella para darle la mano. En la pista de atletismo era una estrella mundial, pero en el sur de los Estados Unidos seguía siendo una ciudadana de segunda. “Teníamos segregación, pero para mí no era un problema, porque había ganado el oro. Era cosa suya aceptarlo o no”, afirmaba la atleta en una entrevista.

Durante mucho tiempo, la figura de Coachman permaneció en la penumbra. Tuvieron que llegar los Juegos de 1996, celebrados en Atlanta, para que la prensa se acordara de ella y sus logros fueran al fin reivindicados. Fue una de los 12 relevistas que portaron la antorcha olímpica por las calles de Atlanta, antes de adentrarse en el Estadio Olímpico para que Muhammad Ali prendiera el pebetero. Hoy Coachman tiene una avenida y una escuela a su nombre en su ciudad natal y su legado la ha convertido en una celebridad en Albany. Tuvieron que pasar varias décadas desde su medalla de oro en los Juegos de Londres, pero al fin logró ser profeta en su tierra.

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