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Lopez Lomong, un niño perdido de Sudán en los Juegos Olímpicos

Lopez Lomong, tras ganar una carrera de 5.000 metros en una competición en EE UU en 2019.

Javier Martín Galindo

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Guiado por sus padres, llegó hasta las afueras del pueblo, donde se situaba cementerio. El día anterior había regresado a la aldea de su infancia, después de 17 años y un sinfín de peripecias que darían para llenar varias vidas. Uno de los ancianos del lugar había impregnado todo su cuerpo con las vísceras de una cabra que acababa de sacrificar. El olor resultaba insoportable para su olfato occidental, pero no tuvo más remedio que aguantar el trago. Después de todo, se trataba de una celebración en su honor. Se internaron en el cementerio, sorteando los montículos de piedras que se alineaban por todo el terreno, hasta que su padre se detuvo ante uno de ellos. Lopez Lomong estaba delante de su propia tumba.

El secuestro

Todo empezó mientras estaba en misa con sus padres, una mañana de domingo como otra cualquiera, en una aldea del sur de Sudán. El joven Lopepe Lomong (aún no se llamaba Lopez) rezaba con los ojos cerrados cuando escuchó el jaleo. La ceremonia se celebraba al aire libre, así que Lopepe vio la irrupción de los camiones en cuanto abrió los ojos. De la parte trasera de los vehículos empezaron a salir soldados, que invadieron el lugar del ritual. “¡Vamos a llevarnos a los niños”, gritó el que parecía el cabecilla Los padres de Lopepe intentaron esconderlo en el suelo, abrazado junto a ellos, pero uno de los guerrilleros se lo arrebató y lo arrastró hacia la parte trasera de uno de los camiones. Tenía solo 6 años.

Cuando el camión llegó a su destino, todos los niños fueron hacinados en una pequeña choza. La mayor preocupación del pequeño Lopepe era que su mejor atuendo, el que usaba para acudir los domingos a la iglesia, había acabado hecho unos zorros. Todavía no era consciente de que su vida acababa de cambiar para siempre. Aquel cubículo sería su vivienda, por llamarlo de alguna manera, durante las siguientes semanas.

Lopepe había sido capturado por milicianos del Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán, que mantenía una lucha cruenta contra el gobierno. El secuestro era en realidad un reclutamiento forzoso. Los que sobrevivieran terminarían formando parte del ejército rebelde. El primer día de cautiverio, el joven Lomong conoció a tres niños mayores, que se convirtieron en sus protectores durante toda su estancia allí. En ‘Running for the life’, la autobiografía que Lopez Lomong escribió en 2012, él los llama “mis tres ángeles”. Gracias a ellos, logró sobrevivir durante los primeros días. Gracias a ellos, logró escapar del infierno.

La evasión

“Vas a volver a ver a tu madre”, le dijo uno de los ángeles a Lopepe. Habían decidido escaparse y llevarlo con ellos. Parecía una misión imposible, pero los cuatro se escabulleron de la choza, en mitad de la noche, y huyeron por un pequeño agujero en la alambrada, sin que los guardias, milagrosamente, se percataran. Corrieron descalzos durante tres días por la sabana. Descansaban en cuevas durante las horas centrales del día, para evitar el sol abrasador, y corrían por la noche. Los movía la convicción de dirigirse hacia el hogar.

Cuando estaban al límite de sus fuerzas, se cruzaron en su camino unos militares, que los trasladaron en un camión hacia un destino incierto. Cuando el vehículo se detuvo, Lopepe vio un letrero que rezaba ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados). No habían estado corriendo en dirección a casa, como creían ellos, sino hacia la frontera de Kenia. Ahora estaban en Kakuma, un campo de refugiados que se abrió en los años 90 para recoger a los niños que huían de la guerra civil sudanesa, los denominados niños perdidos de Sudán. Niños como Lopepe.

En Kakuma vivió los siguientes diez años y allí fue donde sus amigos comenzaron a llamarle Lopez. También allí descubrió que disfrutaba corriendo, rodeando los 30 kilómetros de perímetro del campo. En el verano de 2000, Lomong escuchó por primera vez hablar de la existencia de algo llamado Juegos Olímpicos. Una noche, junto con otros chicos del campo, a Lopepe se le presentó la ocasión de ver los Juegos de Sidney en una granja cercana al campo de refugiados. “Ver gente corriendo en la televisión fue una revelación para mí. Nunca antes había pensado en correr como un deporte. Correr era mi terapia, mi liberación, mi evasión del mundo que me rodeaba”. En la televisión en blanco y negro, mientras Michael Johnson ganaba la final de 200 metros, algo se encendió en el cerebro de Lomong. “Yo también correría en los Juegos Olímpicos. No sabía cómo, pero lo haría. Yo quería ser como Michael Johnson”.

“Puedes llamarnos papá y mamá”

Lomong estaba resignado a la rutina del campo cuando se le abrió una puerta que ni siquiera había soñado. 3500 menores residentes en Kakuma habían sido elegidos para trasladarse a vivir a Estados Unidos, adoptados por familias de todo el país y él era uno de ellos. Para Lomong y el resto de chicos de Kakuma, Estados Unidos significaba algo así como el paraíso en la tierra. En realidad, no sabían nada de ese paraíso, pero Lopez pronto lo iba a descubrir. Con 16 años, su vida estaba a punto de dar un vuelco.

Después de un largo vuelo, Lomong llegó al aeropuerto de Siracusa, donde lo esperaba su nueva familia. Sus nombres eran Rob y Barbara Rogers. “Pero puedes llamarnos papá y mamá”, añadieron. Diez años después de haber sido arrancado de los brazos de su madre en Sudán, Lopez por fin tenía un sitio al que podía llamar hogar. En Estados Unidos, Lomong centró sus esfuerzos en los estudios, por petición de su nueva madre, y el atletismo, por vocación propia. Lopez tenía un talento innato para el deporte y las carreras diarias en Kakuma lo habían habituado al esfuerzo. Nada más llegar a Estados Unidos, ingresó en el equipo de atletismo de su nueva ciudad. Era el inicio de una carrera deportiva imparable, que continuaría en el instituto y la universidad.

Cuando ya estaba aclimatado a su vida estadounidense, Lopez recibió una noticia desde Kakuma que puso su vida de nuevo patas arriba. Una mujer había estado en el campo preguntando por un hijo perdido que encajaba exactamente con sus características. La mujer había dejado un teléfono de contacto y ahora Lopez tenía ese número en su poder. Lopez estaba convencido de que sus padres estaban muertos. Mejor dicho, se había convencido a sí mismo de que estaban muertos, para poder seguir adelante cuando vivía en Kakuma. Pero ahora sabía que ambos vivían. Se lo acababa de confirmar su propia madre al otro lado de la línea telefónica. 

Regreso a casa

Lopez Lomong voló hasta África para reencontrarse con su familia. Cuando se escapó de la prisión con sus tres ángeles, el pensamiento que lo impulsaba para seguir corriendo era volver a los brazos de su madre. Con 17 años de retraso, al fin logró cumplir su deseo. Acompañado por sus padres, visitó la aldea de su infancia, que parecía totalmente diferente a la de su recuerdo. El pueblo celebró su regreso y se dirigieron hasta el cementerio. Convencidos de que su niño había muerto, los padres habían decidido dejar de esperar y dedicarle un funeral. Pero ahora Lopepe había renacido para ellos. Su padre retiró las piedras que cubrían la tumba y empezó a cavar con una pala. De entre la tierra aparecieron una camisa raída, unos pantalones y algunos juguetes.

Para entonces Lomong se había convertido en uno de los mejores mediofondistas de Estados Unidos. El sueño que había atisbado aquella noche del año 2000, en una granja perdida de Kenia, mientras veía en blanco y negro a Michael Johnson, terminó hecho realidad. No solo iba a competir en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, sino que había sido elegido por todos sus compañeros para llevar la bandera en la ceremonia inaugural. “Espero inspirar a otros chicos que están ahí fuera viendo estos Juegos Olímpicos, como me pasó a mí con los de Sidney”, dijo en la rueda de prensa previa a la ceremonia inaugural.

Lopez Lomong no pudo superar las semifinales en Pekín, pero en la carrera primordial, la que lo había llevado hasta allí después de superar todo tipo de obstáculos, la que empezó un domingo mientras rezaba en una aldea al sur de Sudán, en esa carrera Lopez Lomong había ganado la medalla de oro.

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