Miénteme, dime la verdad

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En la antigua Grecia, Sócrates era conocido por su incisiva búsqueda de la verdad . Un día, un discípulo se encontró con el filósofo y le empezó a hablar de esta manera:

 — ¡Maestro! Quiero contarte que un amigo tuyo estuvo hablando de ti …

Sócrates lo interrumpió diciendo: 

—¡Espera! ¿Ya hiciste pasar a través de la prueba de los Tres Filtros lo que me vas a decir?

—¿Los Tres Filtros?

—Sí – replicó Sócrates. El primer filtro es la VERDAD. ¿Has examinado cuidadosamente si lo que me quieres decir es completamente verdadero?

— No. Yo solo lo escuché decir a unos vecinos.

—Pero al menos lo habrás hecho pasar por el segundo filtro, que es la BONDAD. ¿Lo que me quieres decir es por lo menos bueno?

 —No, al contrario…

— ¡Ah! — interrumpió Sócrates. Entonces pasemos por el último filtro. ¿Es NECESARIO que me cuentes eso?

 —Para ser sincero, necesario no es.

—Por lo tanto, si no es VERDADERO, ni BUENO, ni NECESARIO dejémoslo en el olvido. —dijo Sócrates sonriendo

La actual devaluación de la verdad es un ataque de los predicadores de la desconfianza a todo lo que suene a científico, probado o documentado ya que esa desconfianza es el aglutinante que cohesiona una argamasa compuesta por personas deseosas de seguir una verdad salvífica con tal que no sea la que expresan los calificados como “medios tradicionales”.

Precisamente, ya desde la Grecia Clásica de Sócrates sabemos que las palabras son un instrumento muy poderoso capaz de herir o salvar, de generar amor o de degenerar en odio. Se cuenta que el filósofo del siglo V a.C. Antifonte de Atenas estableció una “tienda de consuelos” en la que ofrecía la posibilidad de acabar con las dolencias psíquicas solamente con la ayuda de las palabras. Consideraba el poder de las palabras hasta tal punto que hacía memorizar discursos a aquellos clientes que aún no sabiendo leer necesitaban saber hablar en público para obtener éxito social y político. Pero estas palabras cautivas dirigidas a un fin pronto se transformaron en palabras insurgentes cuando otros filósofos comenzaron a preguntarse por su verdadero significado y no por su falsa eficacia. Casi nunca ponemos a las palabras en la lista de las cosas que necesitamos para vivir y, sin embargo, las palabras son las piedras que nos permiten transitar por el camino de la vida en unos momentos en los que ya hay más información falsa en internet que información veraz.

Vivimos un tiempo de bulos y simplicidades en el que la palabra que somos nos humaniza y la que no somos nos deshumaniza. Muchas veces las nuevas tecnologías acercan a las personas que están lejos, pero alejan a las personas que están cerca. Sin embargo, la palabra nos hace más humanos cuando desde la cercanía física compartimos ese soplo semántico que ilumina el proceso para tratar de entendernos. Volver a la palabra supone regresar al entendimiento, retornar a lo común desde la prisión de lo propio, crear espacios objetivos sin otra pertenencia que poder habitarlos con nuestro potencial de comunicación, tan alejado de la lógica del consumo.  

Dar la palabra debería tener ese doble significado de ceder un tiempo de expresión a los demás con la responsabilidad de escucharlos, pero también el de entregar nuestra honestidad como prueba segura de que asumiremos lo comprometido. Porque dar la palabra tiene la doble acepción de escuchar al otro y de comprometerse con el otro en la búsqueda común de lo verdadero, lo bueno, y lo necesario. Esa es la razón por la que las palabras son insurgentes ya que representan el camino hacia la belleza, la bondad y el bien, ese tridente de ideas que supone desde Platón, el discípulo de Sócrates, la aspiración a la verdad. Las palabras son creadas y se encajan creativamente mostrando su potencial humanizador en todas sus formas y variantes expresivas. Las palabras somos nosotros y nosotros somos ellas y urge protegerlas frente a quienes las deconstruyen, las trivializan o las manipulan.

“No, no tengo ninguna fuente. Es un mensaje sin apoyo en una fuente. Es que yo soy periodista o trabajo en política. No soy un notario que necesite una compulsa”, dijo Miguel Ángel Rodríguez, el desbocado trilero de larga lengua, mitad periodista, mitad político pero siempre falsario por entero. Mitad matón, mitad burlón, pero siempre bufón de la indecencia. Según él los notarios necesitan una compulsa y los periodistas o políticos forman parte del círculo de los mentirosos. En su minimundo autoritario si eres político o periodista mientes porque cuando mientes dices la verdad. Estremece pensar en los políticos o en los periodistas que han muerto por creer que la verdad nos puede hacer libres, casi 300 de ellos en el genocidio de Gaza, tan verdadero como las mentiras del Jefe de Gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, otra que tal baila, más por bulos que por bulerías.

El fin del mundo común: Hannah Arendt y la posverdad, el magnífico ensayo de la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán, quien también ejerce el periodismo, demuestra que cuando los hechos inventados arrasan la verdad y condenan a la democracia a la soledad, como advirtió Arendt, lo que se derrumba no es la política, sino el edificio común de la ciudadanía avanzando hacia un autoritarismo escapista en el que persiste el espejismo de las formas democráticas mientras se vacía su contenido. El procedimiento no es muy complejo: un líder autoritario llega al poder y apoyado en su fortuna y por otras fortunas, deconstruye el Estado intimidando a las instituciones y demonizando a los medios de comunicación que no son medios de sumisión. Y ante la pasividad o connivencia de la ciudadanía autosatisfecha en la mentira, el autoritario consolida el autoritarismo. El final de esta historia, de sobra conocida, nos dice que la marcha atrás suele ser violenta y desastrosa. Así que hay que estar vigilantes con aquellos a los que la verdad no les sirve porque no es servil.

 Decía Antonio Machado: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”. Y añadía: “¿Dijiste media verdad? / Dirán que mientes dos veces / si dices la otra mitad”. Otro poeta, Juan Bonilla, afirma que hoy en día la verdad ya solo es un periódico de Murcia. Periodismo y verdad como hermosa equivalencia no solo suena bien, sino que resulta imprescindible. Ojalá.

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