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Los bohemios del Café de la Luna

Luis de la Cruz

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En otras ocasiones nos hemos referido a los viejos cafés de Universidad, elemento central de la vida madrileña durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. En el Madrid de 1880 había más de noventa cafés para una población de 400.00 personas, mientras que en 1914, cuando la población había crecido a 700.000 habitantes, se contaban sólo 72. En ellos se hizo política, tertulia y habitaron los bohemios, fauna cafetera de leyenda de la que nos ocuparemos hoy a propósito de la clientela del Café de la Luna.

El Café de la Luna estuvo situado en la calle del mismo nombre, esquina con Tudescos. Concretamente, en el número 11 de la vía, en los bajos del desaparecido palacio de Monistrol, cuyo derribo configuraría la actual plaza de Soledad Torres Acosta (Luna). El café abrió en 1848, aunque su fama como casa de bohemios fue posterior. Cerró en 1909 y allí se instalaron los populares Almacenes Eleuterio.

Algunos escritores, entre los que destacaron Eduardo Zamacois y Eduardo Barriobero, no sólo fueron asiduos al café, sino que además lo convirtieron en concurrida redacción de aventuras literarias. Ambos, junto con Ernesto Bark y alguno más, acudían al mediodía al café a escribir (muchos eran los de aquella generación que gustaban más de trasnochar).

Mesa de mármol, tintero y pluma fueron los elementos necesarios para dar forma a El cuento semanal, revista que editaba novelas breves de escritores jóvenes. Las portadas eran caricaturas de los autores firmadas por Tovar. La publicación fue la de más éxito de entre las pergeñadas en el café por la cabeza de Zamacois.

Los espejos del café, cuenta Carrere en La copa de Verlaine (1918), fueron también testigos de la gestación de obras hoy olvidadas, como El cocinero de su majestad, de Manuel Fernández y González. En esa misma obra describía el Café de la Luna:

“Las dos amplias salas de este viejo café de la Luna tienen el mismo aspecto de aquellos días. Los espejos, velados tristemente por la pátina de los diez lustros, parece que conservan como un vago reflejo de ensueño, rostros confusos y siluetas de lejanas personas desaparecidas, repetidas de uno en otro, infinitamente, en los cristales, como un cortejo de alucinación. En el ambiente flotan hálitos de vidas remotas, cadencias de músicas antiguas, y como un fantasma de sonido, susurros de voces lejanas que tiemblan en el aire con quimérica, muda vibración. Algo espectral y desvanecido que da una vaga y misteriosa sensación de presencia.”

Contaba además el café con mesas de billar y se servía una leche merengada de fama en la ciudad. Era, al parecer, amplio y luminoso porque los muros interiores se habían sustituido por las columnas de hierro que aún hoy son corrientes en el barrio.

A los habituales del café les llamó Emilio Carrere la Cofradía de la Pirueta. Eran, además de los ya citados, los Dorio de Gádex, José de Leijas, el señor de Montalbán, Pedro Luis de Gálvez o Ildefonso Segundo Uriarte de Pujana. Gentes de letras de poca fortuna, algunos de ellos escritores que no escribían y, frecuentemente, vividores profesionales, que ni siquiera respondían realmente a estos nombres.

De Pedro Luis de Gálvez, por ejemplo, escribió Pío Baroja que portaba un niño muerto en una caja por los cafés de Madrid pidiendo limosna para enterrarlo.

Otros acompañaban la bohemia con vidas comprometidas y activas. Es el caso de Barriobero que, cuando no estaba preso por delitos de imprenta, escribía en periódicos republicanos y traducía obras de diversas lenguas. Le describen portador de una capa más larga de lo habitual y un sombrero de ala bien volada. La capa era un atuendo muy común en la época y formaba, también, parte del uniforme de bohemio profesional. Cuando andaban tiesos de dineros servía de manta para cualquier catre. Fue hábil periodista, diputado en diversas ocasiones y un buen orador parlamentario, que se batió dialécticamente con el mismo Manuel Azaña.

Barriobero murió tras la guerra en Barcelona. Era militante de CNT y fue víctima de la primera represión franquista. En la misma época que su pipa humeaba en el Café de la Luna, hacia 1909, escribía también en la publicación anarquista Tierra y Libertad. Es un buen ejemplo de cómo la bohemia podía conjugarse con el compromiso, que contradice la fama de frivolidad y supervivencia que ha quedado prendida al apellido bohemio.

En cuanto a Eduardo Zamacois, publicó su primera novela con 18 años, La enferma. Cultivó el erotismo en sus novelas, aunque con estilo naturalista. También tocó temas de calado social, motivados por su ideario republicano . Fue periodista, bohemio en París y Madrid y promotor editorial. Antes de El cuento semanal – su mayor éxito – había fundado con pocos resultados la editorial Cosmópolis, para difundir su obra y la de Galdós en Francia. Durante la Guerra Civil fue cronista del frente de Madrid. Se exilió a Francia poco antes de la caída de Barcelona y vivió en México, Estados Unidos y Argentina.

El Café de la Luna estaba regentado por un tal Joaquín Hevia Ceñal, hombre conocido en el barrio que se vio tristemente envuelto en uno de esos crímenes que captaron la atención de la prensa y la sociedad de la época: fue la víctima del crimen de la calle de la Justa, en 1890.

El tiempo de aquel café pasó - aunque no han faltado otros bohemios y cafés en la historia del barrio de Malasaña. Sin embargo, quedan historias, páginas y personajes singulares que mantienen vivo su recuerdo.

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