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Sobre este blog

Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

El crecimiento económico de Bangladesh no saca a los trabajadores de la miseria

Carlos Elordi

Han pasado poco más de dos meses desde que el 24 de abril se hundiera en los suburbios de Daca, la capital de Bangladesh, el edificio de 8 plantas que albergaba a decenas de empresas que producían la ropa que venden por todo el mundo las más conocidas marcas de confección. En el desastre perdieron la vida 1.129 trabajadores, mujeres en un 80%. La noticia dio la vuelta al planeta y provocó escandalizados comentarios sobre las condiciones de explotación y de deprecio a los mínimos derechos en las que funciona la globalización. Y justamente en su nivel más bajo, el de los trabajadores del Tercer Mundo que a cambio de salarios de miseria sostienen el entramado del consumo de la parte más rica del planeta.

Nueve semanas después, cualquier indicio de debate al respecto ha desaparecido de los medios de comunicación y muchos de los mismos ciudadanos de Occidente que se indignaron entonces han vuelto a comprar en H&M, Zara, Benetton o Walt-Mart sin inquietarse lo más mínimo, aún ya sabiendo por qué es tan barata la ropa que se vende en esas tiendas.

En eldiario.es, la polémica versó también sobre otro aspecto de la cuestión: el de si, en alguna medida, cabía valorar de positivo el modelo productivo de Bangladesh pues, a pesar de las horrorosas condiciones laborales y de todo orden que comporta, tiene como resultado un importante crecimiento económico del país (su PIB lleva años creciendo en torno al 7% anual) y también que en las últimas dos décadas un 20% de la población haya superado el umbral de la pobreza. Esa era, tal vez demasiado resumida, la tesis de un artículo que publicó este medio y que motivó un sinnúmero de comentarios críticos.

Está claro que, para ser adecuadamente ponderados, eso datos macroeconómicos habían de ser contrastados con informaciones tan importantes como la distribución de la renta (a fin de entender cómo se reparte el crecimiento del PIB: cabe suponer que el citado país asiático este favorece abrumadoramente a las capas más altas de la sociedad, que se llevan por tanto la mayor parte de la tarta) o los niveles reales de la misma (y así se sabría si en Bangladesh superar el umbral de la pobreza sólo significa abandonar la miseria más absoluta para entrar en el estadio de la miseria de los que comen algo cada día).

Carecemos de datos precisos al respecto. Pero Der Spiegel acaba de proporcionar informaciones muy concretas, obtenidas sobre el terreno, que dan una idea muy precisa de cuál es la realidad, más allá de las estadísticas. El semanario alemán ha publicado un largo reportaje sobre el asunto, al hilo de una entrevista con Mainuddin Khandaker, el alto funcionario del Gobierno bangladesí que ha investigado la tragedia a fin de depurar responsabilidades.

Su informe, y él mismo viene a reconocérselo a sus entrevistadores, no va a cambiar nada. Sobre todo, porque concluye que el hundimiento del edificio Rana es un hecho aislado y que, por tanto, el Gobierno no está obligado a tomar medidas para mejorar las condiciones de seguridad y de trabajo del sector de la confección, que genera el 80% de las exportaciones del Bangladesh y que es la clave de su crecimiento económico. Der Spiegel, seguramente con informaciones proporcionadas por el propio Khandaker, afirma sin embargo que más de un tercio de los 230.000 talleres que en Daca se dedican a la confección se producen en edificios que están en iguales o peores condiciones que el que se hundió el 24 de abril.

Construido sobre terreno pantanoso que se rellenó con arena y basura, levantado con cemento de bajísima calidad y con excesivo contenido de arena, sin respetar las muy generosas normas de seguridad del país y soslayando la mayor parte de los permisos administrativos, el Rana, en palabras de Khandaker, estaba destinado a hundirse desde el día en que nació. Sólo la corrupción de funcionarios a todos los niveles explica que un engendro así pudiera salir adelante. El que a fin de no parar la producción cuando se producía un corte de corriente eléctrica –lo cual ocurre unas 50 veces al día en Daca– en distintas plantas del edificio hubiera generadores de gasoil, cuyas fuertes vibraciones habían abierto numerosas grietas, ayudó mucho a que se produjera la tragedia.

Si esos elementos –y hay unos cuantos más en el reportaje– describen las condiciones generales en que se desenvuelve la producción en Bangladesh y cómo se consigue que el país crezca al 7%, los datos relativos a algunos de los trabajadores del Rana confirman dejando pocas dudas que eso de “salir de la pobreza” gracias al boom productivo es en buena medida un camelo en ese país.

Antes de que se produjera la tragedia, Mohamed Badul –empaquetador en una de las empresas del Rana– y su mujer Shali –costurera en otra– se levantaban a las 5.30 de la mañana. Vivían, no lejos del Rana, en una habitación de 12 metros cuadrados, con suelo de cemento, junto con su hija Sabbir, de 9 años, y en la que hay sólo un armario, algunos platos, algo de ropa y una tele. El wáter y la ducha están fuera. No desayunaban y sólo comían al mediodía el arroz con verduras que Shali cocinaba antes de ir al trabajo. La jornada era de 12 horas, pero no pocas veces se prolongaba varias más. En 11 años, la pareja había ahorrado 20.000 taka (unos 200 euros) y Mohamed soñaba con abrir un día su propia barbería.

Fahima y su marido Abu Said llegaron a Daca hace 6 años, procedentes de su pueblo de Bodergond, en el norte y con el objetivo de ahorrar para devolver la deuda que allí habían contraído para crear un fracasado negocio. Juntos, sólo ganaban 12.000 taka al mes (220 euros) y podían ahorrar 500: debían 50.000. No tenían cama, ni siquiera un colchón.

Las hermanas Shefali y Shirin Akter, de 20 y 18 años, llegaron a Daca cuando eran niñas y sin un solo taka. Trabajaban en el Rana y ahorraban para que su hermano Nawshad, que vino después, pudiera un día estudiar. Su patrimonio se compone de cuatro tazas, una cama doble, una tele, dos piezas de jabón, una cesta con algo de ropa, algunos platos, un par de cazos y dos de sandalias. Sharin murió en el hundimiento. También perecieron Mohamed Badul y Abu Said. Shefali sigue en el hospital, no siente sus piernas y tiene la cadera rota.

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Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

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