A Mahmuod Najim (Palestina, 1999) lo mataron en 2014 en Nuseirat, en la Franja de Gaza. Se encontraba junto a su hermano mellizo, Haytam, a las afueras de su casa cuando un misil israelí partió en dos los cielos como una centella y estalló junto a los muchachos. Haytam perdió el oído, y a Mahmoud el impacto le reventó el lado izquierdo de su cuerpo. No es la primera vez que muere. “Me destrozaron la mandíbula también. Y Gaza no es como España, que llamas a una ambulancia y te recogen, allí me tuvo que llevar un desconocido en su coche y gracias a eso estoy vivo, aunque yo siempre bromeo con mis amigos diciendo que en realidad me mataron allí y yo ahora soy otra persona”. Esto lo cuenta una década después, tras la espesa cristalera negra de unas gafas de sol a la sombra de un árbol en Beniaján, Murcia. Toda su familia ha podido salir de la Franja, excepto su hermana Dina, que sigue atrapada allí. Su mirada al horizonte mientras habla y su incredulidad al contar su propia vida son buena prueba de que hay muchas formas de morir, pero más todavía de que hay muertos que tienen más suerte que otros y pueden morir del todo.
Los Najim llegaron a ser propietarios de una empresa textil en Gaza que daba empleo a más de tres mil personas, hasta que el bloqueo y los constantes bombardeos sobre la Franja terminaron con su actividad. Mahmuod trata de dar prueba de ello vistiendo con mucho esmero. Huele a buen perfume. “La primera vez que salí de Gaza, llegué a Bélgica y fui muy arreglado a la entrevista con la inspectora de inmigración. No sé qué pensaría de mí, pero a mí con todo lo que estaba pasando me daba igual”.
Él y su familia han ido abandonando la Franja de Gaza de forma paulatina y por goteo. Su padre fue el primero, en el año 2007, que llegó a Barcelona y tras de él los Najim se fueron sucediendo en el exilio hasta que llegó Mahmuod a finales de 2019. Atrás quedó su hermana Dina, que estaba por casarse con su novio Belal y por tener dos hijos pocos años después.
El gesto de Mahmuod se detiene al nombrarla. Baja la mirada y crea un silencio espeso que se instala en el ambiente y juguetea con la anilla de su llavero como si le fuera la vida en ello. Es un año mayor que ella y dice que es de sus hermanos la que más se le parece, que tiene sus mismos gustos, las mismas manías, la que lo ayudaba a ligar con chicas cuando aún vivía en Gaza. “Tía, por favor”, le decía, “que quiero conocer más a esta muchacha”, y Dina se encargaba de tender el puente. “Cuando conoció a Belal la cosa ya cambió y nos distanciamos un poco, pero es normal”. La última vez que se vieron fue en la víspera de su boda. A Mahmuod se le presentó una oportunidad para salir de Gaza. Era un ahora o nunca que lo colocaba en un dilema terrible. “Mi madre me dijo: 'hijo, la boda terminará, pero la vida no espera', y me fui de allí”.
A día de hoy, Dina todavía vive en Gaza, en un campamento para refugiados y es la única Najim que queda. Ella y Belal tramitaron la solicitud de asilo para trasladarse a España, y aunque todo está aprobado y los papeles están en regla, el matrimonio permaneció a la espera de que alguien les sacase de allí hasta que Belal fue asesinado por Israel, bombardeo mediante, hace unos pocos meses. “Este verano han asesinado a siete de mi familia. Cinco primos, una tía abuela y a mi cuñado”. Resulta muy difícil formular la pregunta de si uno llega a insensibilizarse con semejante sucesión de tragedias, pero más difícil debe ser responder a esa pregunta con un sí.
“No podemos más”, lamenta. “Estamos muy estresados y no entendemos nada”; por primera vez en toda la entrevista, aparta las gafas de sol de su cara y muestra sus ojos de color miel y un blanco acristalado. “Para nosotros está muerta. Es más fácil así. Cada vez que nos llegan noticias de un ataque, pensamos que podría ser ella o podrían ser sus niños. Es insoportable. Sabemos que está haciendo todo lo que puede por sobrevivir, por buscar una zona segura. Pero es que ya no hay ninguna zona segura. Ninguna. Nos levantamos cada mañana pensando en que, por favor, no llegue la noticia, en que ojalá no pase, en que no le pase nada a mi hermana”.
El expediente de Dina y el de sus hijos está amontonado junto al de una multitud enorme de personas que, sin pretender invalidar los procedimientos burocráticos, no tienen tiempo para que se tramiten. La última de los Najim en Gaza corre una carrera contrarreloj con la muerte e incluso está expuesta a algo peor: la de sus dos hijos pequeños. Lejos de significar un comienzo, para los palestinos, la infancia es una debilidad. Hallah Najim, la pequeña de la familia, no sabía nada sobre el café con leche hasta que pisó por primera vez España. “Llevo toda la vida sin hacer planes para el día siguiente”, confiesa. “Ahora, mi hermana vive en una de las pocas escuelas que quedan en pie, pero no tiene ni comida ni agua; el otro día me contó que un huevo cuesta ocho euros. A su marido lo mataron precisamente cuando salió a buscar comida para darle a los niños”.
Cada cierto tiempo, los gazatíes consiguen conectarse al resto del mundo y contactar con sus familiares, pero Mahmuod dice sentirse incapaz de seguir hablando con su hermana: “¿Qué le voy a preguntar, que cómo está? ¿Cómo va a estar? ¿Le cuento yo lo bien que vivo aquí? ¿Le pregunto por los niños? Sinceramente, hace más de una semana que no la intento llamar porque no sé ni qué decirle ni cómo mirarla”. No todos en su familia comparten el pesimismo.
Miles de euros para intentar salir de Gaza
Mahmuod es responsable de un almacén de electrónica con veintiséis años y es ahora cuando ha podido pararse a pensar en el día de mañana. Antes de eso, solo tenía pasión por el deporte: “Jugaba de portero de fútbol en la Franja, en un equipo muy conocido de allí, y llegué a segunda división”, pero el misil de 2014 se llevó por delante su carrera futbolística. Lleva una placa de metal en el brazo y tornillos ibidem y en la pierna. Pero, como decíamos, esta no era la primera vez que Mahmuod Najim moría.
A los nueve años, un helicóptero de combate israelí despertó a todo su barrio sobrevolando el edificio en el que vivía su familia y comenzó a abrir fuego a los aledaños, matando a varios vecinos. “Mi padre me cogió en brazos y me bajó a la primera planta, uno a uno a todos mis hermanos” y esa fue la primera vez que Mahmuod moriría. Porque en Gaza uno puede morirse del todo o puede morir a medias y vivir de prestado el resto de su vida, pero en todos los casos uno deja de vivir.
Desde el Consulado Español en Jerusalén, institución desde la que los palestinos pueden comenzar sus trámites para las solicitudes de asilo, explican que no existe ningún plan de evacuación para dar salvoconducto: “No podemos hacer nada porque no está en nuestra mano sacarlos de Gaza”, han declarado a elDiario.es Región de Murcia. Y es que la línea fronteriza -recta de cartabón heredada de los tiempos coloniales, tiempos que no han terminado de irse del todo- que separa Gaza de Egipto y tiene como epicentro la ciudad de Rafah, es un hervidero de personas desesperadas por cruzar al otro lado de la verja. “Una vez pones un pie fuera”, cuenta Mahmuod, “estás a salvo. Luego toca empezar de cero siendo palestino en Europa, que tampoco es fácil, pero ya sabes que no te van a matar”.
El Consulado, según las fuentes consultadas, solo puede listar a las personas que tienen las solicitudes aprobadas para que, en los momentos en los que se permite la salida de Gaza, a través de vías como Cruz Roja Internacional, puedan llevarse a cabo a través de Jordania o Egipto. Mariola Guevara, delegada del Gobierno en la Región, ha explicado a este medio que en cuanto tuvo conocimiento del caso de la familia Najim, lo puso en manos de la subsecretaría de Asuntos Consulares del Ministerio de Exteriores y a la subsecretaría del Ministerio del Interior que gestiona los asilos para tratar de agilizar el proceso: “Estamos deseando que se resuelva esta situación, porque conocemos la angustia y la desesperación de estas personas y estamos muy pendientes de cómo se desarrolla el tema”.
Las salidas de Rafah dependen tanto del gobierno israelí, que es el custodio de facto de toda la frontera gazatí, como de la guardia fronteriza de Egipto, que, según explica esta familia palestina, cobran un peaje que va desde los cien euros -este pago es una mera estafa-, a cifras de los cinco a diez mil euros. “Te dicen que si pagas cinco mil euros sales en cuatro días, pero que si pagas diez mil sales de Gaza ese mismo día. A mi padre lo estafaron muchas veces, pagaba y lo volvían a meter para adentro, hasta que consiguió salir. Yo estuve trabajando mucho para poder pagar mi salida”.
“Soy una persona positiva, me gusta vivir”
Un futbolista retirado del Murcia y sus hijos se acercan a saludarle a mitad de la entrevista; tres o cuatro vecinos, al verle, también alzan la mano. Todo el barrio de Mirasierra de la pedanía de Beniaján lo conoce. “Me gusta vivir, ¿sabes? Soy una persona muy positiva. Me gusta comer, me gusta viajar, me gusta ir de fiesta, me gustan las chicas, me gusta ir a la playa. Me encanta todo. Pero para ello también hay que llegar a Europa y vivir aquí siendo palestino, que no es nada sencillo. Hay que pelear más con la vida, hay que trabajar durísimo para adaptarte. Por eso digo que si hay más posibilidades de mejorar mi futuro, de mejorar la situación de mi familia, de mejorar muchas cosas, lo hago, lo hago y cueste lo que cueste, pero sigo siempre adelante”.
Tiene una cicatriz muy fea en la mano y es reciente: “Trabajando me hice un corte. Ya ves, no es nada [es un tajo de unos diez centímetros] y mi jefe me decía 'muchacho, tienes que ir a urgencias'. A urgencias... ¡si soy de la Franja! Le dije que me curaba yo en el baño, me ponía una venda y seguía trabajando. Pero nada, que fuese al médico. Y no es que yo tuviera muchas ganas de estar ahí trabajando, es que después de todo, un corte así no puede pararte el día”.