Los ayuntamientos, como el de Murcia, suelen realizar plenos infantiles por estas fechas coincidiendo con la celebración de la aprobación de la Declaración de los Derechos del Niño por Naciones Unidas, una efeméride que tiene lugar el 20 de noviembre. Recuerdo cuando mi hijo asistió y participó en uno de ellos. Fue en 2008 y tenía 10 años. Tuvo que intervenir y lo hizo destacando la integración de dos alumnas con problemas de audición y lenguaje que había en su clase. Se llamaban Dulce y Candela. Él solo construyó aquel breve discurso, con ideas y palabras propias de su edad, para elogiar el mérito y el esfuerzo que entrañaba para ellas ser unas alumnas más y la aceptación y reconocimiento por parte del resto de la clase. Acabó expresando, en su inocencia y candidez de aquellos días, que “todos y todas somos iguales, ya tengamos cualquier discapacidad, religión o raza”. Confieso que, lógicamente, me sentí orgulloso al escucharlo. Como también cuando me hablaba de su amistad con otro compañero de origen centroamericano y piel tostada. O con un chino, al que le costaba coger el ritmo por causa del idioma pero que, me confesaba, era un hacha con las matemáticas, que son universales, y al que ayudaba a integrarse con los demás.
Yo también de pequeño viví alguna que otra experiencia. Entonces la etnia diversa preponderante era la gitana. Siendo apenas un niño, llegó a vivir frente a mi casa una familia. Recuerdo la prevención de mi abuela, una mujer buena pero con los temores propios de otras épocas: “Válgame Dios. Son gitanos…”. A los pocos días, mi hermano y yo nos hicimos amigos de aquellos dos chavales morenos que eran de nuestra misma edad. Y comenzamos a jugar juntos, algo que mi abuela aceptó sin más, como chiquillos que eran. Pasados los años, cuando nos encontramos, denoto la alegría en sus ojos cuando nos fundimos en un abrazo, recordando aquellos tiempos y a mi abuela. Porque uno nunca olvida el cariño y el respeto recibido ayer, en el que ya se miraba con recelo al diferente.
Aquella enseñanza para convivir venía de nuestro padre. Desde muy niño, recuerdo su trato habitual con muchos gitanos de mi pueblo, a los que atendía en sus funciones administrativas municipales, y quienes, en agradecimiento, lo solían obsequiar con ropa interior y calcetines para sus hijos, que éramos mis hermanos y yo. Eran vendedores ambulantes en los mercados semanales de los pueblos, un oficio que hoy siguen ejerciendo muchos de sus descendientes, a los que sigo saludando cuando nos encontramos, evocando nuestra niñez, a nuestros padres y lo felices que podíamos llegar a ser entonces, sentado con muchos de ellos en los pupitres de las viejas escuelas nacionales.
Cuento todo esto a raíz del impacto causado por un audio de la intervención de dos niños durante el pleno infantil celebrado en el Ayuntamiento de Murcia este pasado jueves. En una alocución desgarradora, uno de ellos explicaba ante políticos, profesores y compañeros el calvario por el que algunos de estos últimos le hacían pasar a diario. “Mi padre es de República Dominicana. Algunos me llaman tonto y me gritan ”moros, fuera“. Y me tiran cuchillas de esas de depilarse”, expresó con voz entrecortada y entre lágrimas. Otro chaval contó que, también por el color de su piel, le llaman black panther y lo insultan a menudo. Y convivir así, día tras día, es toda una heroicidad para una chaval de apenas una decena de años.
Sorprende que los denodados esfuerzos de las administraciones públicas y los educadores en favor de la integración en las aulas y en contra del racismo se den de bruces con lo que a los chicos les está llegando desde determinados comportamientos sociales. Poco ayuda en este sentido el intento de criminalizar a los individuos de una determinada raza, cuando algunos dirigentes políticos los señalan directamente como responsables del incremento de la delincuencia. Porque es posible que ese tipo de actitudes populistas pueden comportar un rédito electoral a corto plazo, en algunos casos, pero dejan patente que nuestra sociedad se va empobreciendo mentalmente y empequeñeciendo cada vez más. Un ejemplo palpable fue escuchar el crudo lamento de esos dos críos, el otro día, en el salón de plenos de la Glorieta, algo que sonó como un cañonazo a nuestras conciencias. Y, ante eso, nunca deberíamos mirar para otro lado. Porque nada habremos avanzado mientras, como dijo Bob Marley, el color de la piel sea más importante que el de los ojos de nuestros semejantes.
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