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Complicidad político-empresarial: en Portmán contaminar salió gratis

Raúl Travé Molero

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Los vertidos a la bahía de Portmán cesaron el 30 de marzo de 1990 y en diciembre de 1991 los mineros, tras intensas protestas, firmaron sus despidos con Portmán Golf. Desde 1992 prácticamente no ha habido un año sin que se anunciase el comienzo inminente de las obras de regeneración de la bahía. Tras el espantoso ridículo hecho con la ‘desaparición’ del expediente de adjudicación en 2012 y la posterior apuesta por el aprovechamiento minero de los residuos por la empresa alemana Aria S.L., cuyo propietario acabó detenido por estafa en 2014, hemos vuelto a la casilla de salida y se han adjudicado las obras, no sin polémica, según el proyecto de 2012. Otros cuatro años perdidos, van veintiséis y mejor no hacerse ilusiones, la orden de inicio de las obras la tendrá que dar el nuevo gobierno aún por llegar y esto significará casi con total seguridad más dilaciones.

Lo ocurrido desde 1991 es indignante, pero no es nada comparado con el origen del problema. Éste tiende a olvidarse aunque supone un buen ejemplo de la complicidad entre poder económico y político y su continuidad desde el franquismo hasta nuestros días. En 1946 Peñarroya absorbió por completo a la que desde 1930 había sido su socia al 50%, la Sociedad Zapata-Portmán. Los caciques tradicionales, el mítico tío Lobo, su yerno Tomás Maestre y sus descendientes, eran sustituidos por una empresa transnacional de capital francés, propiedad para más señas de la muy poderosa e influyente familia Rothschild. Curiosamente, aunque la Ley de minas de 1944 exigía que al menos el 75% de la propiedad de las empresas mineras fuese española, el Consejo de Ministros decidió que se incumpliese su propia ley y permitió que Peñarroya explotase la Sierra Minera de Cartagena-La Unión prácticamente en régimen de monopolio y en condiciones neocoloniales.

La multinacional contaba con buenas conexiones en las altas esferas del Estado. Jesús Romero Gorría, letrado del Consejo de Estado desde 1942, fue presidente de la Sociedad Minero Metalúrgica Peñarroya hasta que en 1957 fue nombrado Subsecretario del Ministerio de Trabajo, cartera que acabó dirigiendo entre 1962 y 1969. Ya en los años 80, en plena democracia, Romero Gorría volvió a la presidencia de la empresa mientras era también miembro del Consejo de Estado. No son un invento reciente las ‘puertas giratorias’.

En 1957 Peñarroya comenzó la explotación a cielo abierto y los vertidos al mar: una gran inversión en capital, poca mano de obra y una enorme tasa de beneficio. El Ministerio de Obras Públicas había negado dos veces los permisos para los vertidos y había hecho una serie de recomendaciones. A pesar de no cumplir con ninguna, la multinacional obtuvo el visto bueno en 1959. Justo ese año había contratado como ingeniero de minas a Tomás Martínez Bordiú, hermano del yerno de Franco. El lavadero Roberto empezó procesando 876.000 toneladas de tierra al año y en 1978 llegó a la cifra de 2.900.000 toneladas. A día de hoy unos 30 millones de toneladas de estériles mezclados con metales pesados y reactivos químicos como el sulfato de cobre, el cianuro sódico o el ácido sulfúrico colmatan la bahía.

Coincidiendo con una crisis de cotización del mercado de metales Peñarroya vendió en septiembre de 1988 todos sus activos y pasivos de la Sierra Minera a Portmán Golf, una empresa recién creada por dos promotores inmobiliarios de la comarca, Alfonso García y Mariano Roca, entonces bien relacionados con el poder político murciano. El precio acordado fueron 200 millones de pesetas, una cantidad que pareció ridícula a casi todo el mundo, especialmente a los trabajadores que en poco tiempo acabarían en la calle. La intención declarada de Portmán Golf era sustituir paulatinamente el negocio minero por el de la urbanización y el turismo, dejando -eso sí- la responsabilidad de la regeneración ambiental en manos de las administraciones públicas. La sensación generalizada era que Peñarroya había buscado una manera de cambiar un negocio por otro sin asumir los gastos a los que le obligaba la ley. Cierto o no, la realidad es que la multinacional francesa desapareció sin necesidad de invertir ni una peseta en reparar los daños ambientales de los que era responsable.

Incluso la justicia avaló esta huida en 1993 aceptando que la empresa disponía de los permisos gubernativos pertinentes para realizar los vertidos sin cuestionar la legitimidad de los mismos. El Tribunal Superior de Justicia de Murcia siguió exactamente la misma lógica que el Tribunal Supremo franquista que en 1972 desestimó el recurso del Ayuntamiento de La Unión argumentando que se debía “tener respeto por industrias como la de la sociedad Peñarroya-España, de gran interés por su importancia y por el número de puestos de trabajo creados”, es decir, que una empresa a partir de determinado tamaño debía ser inmune.  

La explotación obrera y medioambiental alimentó los balances de la multinacional Peñarroya durante más de 30 años con la connivencia del poder político. Que la regeneración la pagase quien se lucró contaminando sería lo mínimo exigible, pero llegados a este punto estoy casi seguro de que la mayoría de los murcianos y especialmente los vecinos de Portmán se conformarían con que se hiciese por fin sólo un poco de justicia y no un favor a la medida de intereses económicos espurios.

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