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Crítica

'El año del descubrimiento': la esperanza detrás de las derrotas

Fotograma del documental 'El año de descubrimiento'

Raúl Travé Molero

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«Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía», dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Esta cita siempre me ha parecido la versión poética de esta otra de Karl Marx: «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre albedrío, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias que se encuentran inmediatamente, que existen y transmite el pasado». El año del descubrimiento, la película del director murciano Luis López Carrasco, pareciera haberse construido buscando cierto equilibrio entre el análisis del uno y la poesía del otro.

Difícilmente clasificable dentro de un género, aunque se hable de ella como de un documental, nos encontramos frente a un experimento audiovisual con muchas capas de lectura. Más allá de la incuestionable belleza técnica y el valor de hacer una película tan poco comercial como necesaria, El año del descubrimiento nos da una lección de cómo la agenda neoliberal ha transformado nuestra sociedad y nos moldea como individuos. Y lo hace desde la periferia del país semi-periférico que somos, lo que permitirá que muchas otras gentes y territorios se sientan reconocidos. Partiendo del contrapunto que supuso la quema de la Asamblea Regional en Cartagena el 3 de febrero de 1992, frente al que debía ser un relato feliz de modernidad, democracia y desarrollo, López Carrasco y su guionista, Raúl Liarte, nos muestran la feroz lucha de clases que se libraba y se libra detrás de tanta propaganda.

Para los creadores de ideología, 1992 debía haber sido el año de la vuelta de España a la primera línea de la economía y la política internacional, o al menos de eso querían convencernos de la mano de los fastos olímpicos y expositores. Pero 500 años después del inicio de la colonización y expolio de América como gran potencia económica y militar España ya no era nada más que lo que sigue siendo, un país de segundo orden sometido a los dictados económicos de Alemania, a los intereses geoestratégicos de EEUU y a los capitales de los grandes fondos de inversión multinacionales. Como tal, seguimos siendo un pueblo que sufre la Historia en vez de hacerla. La reconversión fue el poco exitoso nombre comercial de una desindustrialización que confirmaba nuestro papel en la división internacional del trabajo: el de proveedor de servicios turísticos y poco más, como constatan los protagonistas de la cinta.

Como un aviso de su posición frente al peso de la Historia y los marcos culturales que esta genera, en los primeros compases de la película vemos el interior del Bar Tana y a algunos de sus parroquianos mientras de fondo se escucha un reportaje sobre la pervivencia de la influencia lingüística del catalán en las tierras del reino de Murcia como consecuencia de la llegada de colonos durante el siglo XIII: pésoles, leja, legón, llampo

Como sin quererlo, las personas que pasan por la Tana durante la primera parte de la película nos hablan desde una especie de limbo temporal de los problemas de una crisis que no es eterno retorno sino presente perpetuo. Pero no solo eso, sus discursos -y sus gestos y acciones que nos muestran con detalle etnográfico mediante la genial idea de la pantalla partida en planos simultáneos- construyen un relato antropológico coral de la sociedad en la que vivimos.

El magnetismo de las conversaciones de la primera parte se articula y cobra todo su sentido con los testimonios de quienes fueron protagonistas de las huelgas obreras de 1992, que se deben contextualizar en el ciclo de luchas de 1989-1993 que comienza con las huelgas agrícolas, continúa con las protestas en la Sierra Minera (los mineros de Peñarroya/Portmán Golf encerraron a los diputados regionales en la Asamblea durante varias horas a finales de 1991), sigue con las huelgas y protestas en Cartagena entre 1991 y 1992 y acaba con el Plan de Reactivación Económica de 1993, que no es otra cosa sino el disfraz de una derrota generalizada. Su relato llega a remontarse a la Cartagena revolucionaria del siglo XIX, se detiene en la durísima represión que el franquismo ejerció en la región de Murcia desde su misma entrada en el territorio, se vuelve extremadamente vívido rememorando aquel 1992 y permite entender cómo se produjo en el caso cartagenero la desmovilización y desprestigio del movimiento asociativo y sindical sobre el que se despliega el proyecto neoliberal… Una desmovilización sin la cual son incomprensibles las actuales (¿y futuras?) correlaciones de fuerzas políticas en la Región.

Si los valores necesitan un depositario en que descansar, como señalara el filósofo Frondizi, ninguna acción sería tan eficaz contra el movimiento obrero y la organización de las clases populares (y, por tanto, contra su capacidad para crear marcos culturales y sentido social) como la destrucción o la cooptación de las organizaciones que les servían de refugio, que a su vez se apoyaban en la existencia de las grandes empresas industriales finiquitadas en 1992.

Precisamente, el epílogo de El año del descubrimiento invita a pensar, sin nostalgia, en la necesidad de seguir luchando y de dar continuidad a aquellas organizaciones si no queremos quedar totalmente a merced de la precariedad y la desigualdad más absolutas.

El éxito cinematográfico de El año del descubrimiento ya parece seguro, solo hay que revisar su paso por diferentes festivales y las críticas que está suscitando, ojalá también se convierta en un éxito de público en Cartagena y la Región de Murcia. 

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