Un estrépito de pasos de botas militares ha roto la quietud nocturna de la celda. Junto a la puerta de hierro, se ha parado un grupo de figuras oscuras y uniformadas y una de ellas, leyendo una lista de nombres, ha ido llamando a los presos uno a uno. Los guardias los han sacado de la celda, les han atado las manos a la espalda con una cuerda o un alambre y les han hecho subir a la caja de un camión aparcado en el patio. El camión ha atravesado a tientas la oscuridad de una noche gaditana de finales de junio de 1940, y se ha detenido, tras unos minutos de confusión, frente a un tramo de una tapia donde la cal estaba picoteada de disparos. Han alineado a los presos frente a la tapia, deslumbrados por los faros amarillos que alargaban terroríficamente sus sombras sobre la tierra manchada de sangre de otros hombres. Antes de que escucharan al unísono los cerrojos de los fusiles, ellos ya se han sabido muertos. La muerte ha pasado de ser algo abstracto y ajeno, tal vez lejano, únicamente aparecida en los asesinatos de los demás, a tomar forma real en esa luz que les cegaba los ojos y en los hombres que levantaban los fusiles. Uno nunca se imagina cómo es la muerte hasta que no la tiene delante, hasta que no se derrumba en la tierra, de rodillas o sobre otro cuerpo, con la cabeza reventada o con una sensación creciente de sueño denso y de sabor de sangre en la boca, en medio de la oscuridad y del silencio solo perturbado por un grito seco y una ráfaga corta y letal.
Cuántas veces a lo largo de todos los años que duró la guerra y la dictadura se habrá repetido un instante como ese, una descarga única, mortal, arrasadora. Cuántos cadáveres habrá sepultados bajo la tierra infinita de los cementerios y de las llanuras españolas. Cuántos nombres y cuántas vidas asesinadas a manos del franquismo se habrán perdido en un estrépito de cifras, bajo una proliferación de cuerpos amontonados en cunetas. Las vidas individuales que fueron despojadas sin piedad ni argumentos tienden a desvanecerse en medio de la magnitud inmensa de la matanza. Tras los miles y miles de muertos de la Guerra Civil y de la posguerra se pierde el sentido de las proporciones, y la identidad única que poseyó cada cuerpo se esfuma igual que el humo en la consistencia catastrófica de un gran incendio.
Ahora me encuentro embebido en estas reflexiones, en la mañana indolente y somnolienta del lunes, porque acabo de leer un reportaje completo y clarificador publicado en La Opinión que asegura, con una cierta dosis de restitución, que se han hallado los restos de tres cartageneros y un totanero fusilados y enterrados en una fosa común del cementerio de San Fernando, en Cádiz. El reportaje menciona que uno de los cartageneros, Alberto García Martínez, fue detenido por las autoridades franquistas mientras huía por las aguas del Mediterráneo hacia Túnez, y que tras la detención desapareció sin dejar rastro en las semanas próximas al verano de 1940, corriendo la misma suerte muchos de sus compañeros. Sin embargo, un solo detalle descubierto tras la exhumación de sus huesos podridos, dos objetos cotidianos, singulares, cargados de un incalculable valor sentimental, despojan inmediatamente a Alberto García de su condición de cifra de la barbarie y le atribuyen una identidad indudable: dos anillos oxidados y dos inscripciones al dorso con los nombres de Dionisia y Alberto, erigen la vida del asesinado con una singularidad tan incontestable y tan precisa como la existencia de cualquier persona con la que uno se cruza por la calle. Lo habían detenido a bordo de un barco rumbo a Túnez, lo habían encerrado en un campo de concentración, en una celda llena de republicanos, le habían arrebatado todo lo que tenía, lo habían sometido seguramente a semanas de interrogatorios y torturas, le habían reventado la cabeza de un tiro junto al muro encalado del cementerio de San Fernando, pero nunca lograron despojarlo del único hilo invisible que unía su destino desconocido con el de su mujer, Dionisia, que lo esperaría toda su vida, que no podría creer la muerte de su marido cuando fueran a su casa de Cartagena a comunicársela, que jamás averiguaría, por mucho que intentara buscarlo, dónde yacía su cuerpo.
Cuando tantas cosas sin sentido o dañinas se exaltan como hoy en día, parece que a muchos les incomoda el recuerdo del dolor pasado, de la vida despojada y convertida en anonimato. En el catálogo de monstruosidades de la guerra, las vidas y las muertes individuales quedan tan perdidas como las gotas de agua en una inundación. Cada dolor exclusivamente individual jamás conseguirá redención ni memoria por el simple hecho de que se extravía en las dimensiones excesivas de las cifras del franquismo. A la vida de Alberto García le puso punto y final, a los 43 años, con una hija de nueve años y un niño de diecisiete meses, un tiro certero delante de unos faros que lo deslumbraban y de unas sombras uniformadas que sostenían fusiles. Mientras Franco y su maquinaria sumaban miles de vidas a una acumulación de muertos incesante, él agotaba sus últimos días en el sótano de un campo de concentración recóndito de Cádiz, muerto de miedo, estremeciéndose cada noche en que los guardias quebraban el silencio y se llevaban con pulcritud burocrática en un camión a diez o a doce presos que desaparecían para siempre en un vertedero de cadáveres. Ochenta años después, esos dos anillos todavía puestos como un vestigio de restitución en los huesos del mártir fusilado vuelven a la superficie, dejando atrás su pertenencia a la arqueología de los objetos sepultados de la posguerra, rescatando una vida perdida y olvidada, atestiguando la presencia indiscutible de Alberto García en el mundo y constituyendo a la vez la prueba única e indeleble de un crimen.
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