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Gobiernan para la privada y pagamos los usuarios

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En la Región de Murcia el deterioro de la sanidad pública no es una fatalidad ni una consecuencia inevitable de la falta de recursos. Es el resultado de decisiones políticas muy concretas. Decisiones que explican por qué, mientras miles de usuarios esperan semanas para ver a su médico de cabecera o meses para una prueba diagnóstica, el dinero público fluye sin obstáculos hacia la sanidad privada.

El dato es elocuente: casi 90 millones de euros más de lo presupuestado acabaron en conciertos sanitarios. No hablamos de una emergencia sobrevenida ni de una situación excepcional, sino de una práctica estructural. Presupuestar una cantidad y acabar gastando casi el doble no es una desviación técnica; es una forma de gobernar sin debate y sin rendición de cuentas.

El Gobierno regional y la Consejería de Salud conocen perfectamente este patrón. Se repite año tras año. Se infraestima el gasto en conciertos, se deja que el sistema público acumule retrasos y, llegado el momento, se presenta la derivación a la privada como única salida posible. Así se construye el relato de que lo público “no da más de sí”, mientras se oculta que se le ha privado deliberadamente de medios.

Esta política tiene responsables y tiene ideología. No es incapacidad de gestión, es una concepción de la sanidad como mercado. Una visión que convierte la enfermedad en oportunidad de negocio y al usuario en cliente cautivo. Por eso hay dinero para contratos millonarios con grupos privados, pero no para reforzar plantillas, estabilizar profesionales o apostar decididamente por la Atención Primaria.

La sanidad privada no actúa como complemento puntual del sistema público. Se ha convertido en un actor privilegiado, protegido y financiado con fondos públicos, sin los controles ni las obligaciones que se exigen a lo público. Externaliza la actividad más rentable y devuelve los casos complejos cuando dejan de ser negocio. El riesgo lo asume lo público; el beneficio, lo privado.

Las consecuencias las sufren los usuarios. Listas de espera interminables, pruebas duplicadas, atención fragmentada y una desigualdad cada vez más evidente entre quien puede permitirse un seguro privado y quien depende exclusivamente del sistema público. No es una deriva casual: es una desigualdad promovida desde las propias instituciones.

Mientras tanto, la transparencia brilla por su ausencia. No hay auditorías independientes que evalúen si estos conciertos mejoran realmente la salud de la población. No se publican de forma clara los criterios, los beneficiarios ni los resultados. Se gasta dinero público sin someterlo al escrutinio público. Y eso, en una democracia, debería ser inaceptable.

La sanidad pública no se defiende con discursos vacíos ni con promesas genéricas. Se defiende con inversión sostenida, planificación a largo plazo y una voluntad política clara de poner el derecho a la salud por encima del beneficio empresarial. Cada euro que se desvía innecesariamente a la privada es un euro menos para profesionales, infraestructuras y cuidados.

Este modelo no es inevitable. Es una elección política. Y como tal, puede cambiarse. Pero ese cambio no llegará solo desde los despachos. Requiere presión social, organización ciudadana y un debate público honesto sobre qué sanidad queremos y para quién.

Defender la sanidad pública es defender la igualdad, la dignidad y el derecho a enfermar sin miedo a esperar. Es exigir que el dinero público sirva al interés común y no a balances empresariales. Y es recordar que cuando se gobierna para la privada, quienes pagan siempre son los mismos: los usuarios.