En Occidente, a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa hemos hecho una apuesta sin precedentes por la igualdad. Una de las dimensiones de esta apuesta es la reducción de diferencias entre hombres y mujeres. En la Guerra del Golfo, las mujeres pasaron a participar activamente como combatientes en la guerra, algo que previamente no era habitual en nuestra cultura y quedaba relegado a los mitos y algún pueblo “bárbaro”.
Aunque las mujeres han luchado cuando la guerra ha llegado hasta ellas (María Pita o Agustina de Aragón son ejemplos de ello), tradicionalmente no se las ha enviado al frente por dos razones: su fragilidad y su valía.
Marvin Harris, antropólogo (y varón) considera que, al margen de diferencias individuales, de media las mujeres tienen un 10-15% menos de fuerza física y resistencia que los hombres. Esto las hace más vulnerables y menos efectivas en la guerra cuando esta se realiza con cachiporras o con espadas, pero tiene mucha menos importancia si se usan armas de fuego o proyectiles teledirigidos. El cambio de tecnología bélica ha permitido nivelar el terreno entre hombres y mujeres.
Tradicionalmente, las comunidades humanas han dependido de su capacidad reproductiva para reponer los individuos que fallecían por enfermedades, depredadores, guerra, etc. Esta capacidad reproductiva viene determinada por las mujeres en edad fértil, más que por los hombres. Por ello, a las mujeres se las ha protegido en las guerras (o tomado como botín), pero no se las ha enviado a luchar.
Actualmente, el desarrollo de técnicas avanzadas de producción de alimentos ha permitido una explosión demográfica a nivel global. Además, hemos eliminado a nuestros depredadores y en los países desarrollados las enfermedades infecciosas y las guerras no tienen consecuencias demográficamente apreciables. En estos países desarrollados puede ser necesario potenciar la natalidad para paliar el envejecimiento de la población (algo que yo no termino de tener claro), pero la baja natalidad se debe a cuestiones sociales, no biológicas como la falta de mujeres. En cualquier caso, a nivel global no sólo no es necesario potenciar la natalidad, sino al contrario, frenar un crecimiento demográfico sin parangón en la historia de nuestra especie y que provoca graves consecuencias a nivel ecológico, social y económico.
Al no necesitar proteger el potencial reproductivo, las mujeres quedan “liberadas”, y capacitadas para ir a la guerra y morir en ella. Una vez aclarado que es viable enviar a las mujeres a la guerra, paso a cuestionar si es conveniente. Esta cuestión encaja en un marco mayor: como sociedad, ¿A qué grupos sociales estamos enviando a la guerra? ¿Es esta la organización más conveniente o sería preferible que luchasen otros?
En la organización política actual, el estado detenta el monopolio de la violencia. La exclusión de los ciudadanos del ejercicio de la violencia lleva a que unos pocos terroristas puedan tomar cientos de rehenes en un atentado como el de Bataclan prácticamente sin oposición por parte de unos ciudadanos “pacificados”. Este es el precio a pagar para evitar (o reducir) la violencia ejercida internamente en la sociedad.
El estado ejerce la violencia a través de individuos reclutados en el ejército y en las distintas fuerzas de seguridad. En particular, el ejército afronta la expectativa de entrar en guerra y matar o morir, y esto tiene importantes consecuencias psicológicas en sus integrantes, que no pueden estar igual de “pacificados” que el conjunto de la sociedad. ¿Qué individuos son los que van a desarrollar estas funciones? Por el contrario, ¿quiénes van a estar más aislados de la violencia, protegidos y orientados a funciones pacíficas, civiles, incluso al cuidado de los otros?
El sueldo bajo del ejército y las fuerzas de seguridad favorece el reclutamiento selectivo entre las clases sociales bajas, permitiendo que las clases altas continúen acomodadas ofreciendo un modelo “pacificado”. Este modelo puede dinamizar las clases bajas y favorecer revoluciones. De hecho, en la última época de la república romana una organización similar facilitó el cambio político hacia el imperio. ¿Es esto lo que buscamos?
Llevando esa organización al extremo, el ejército podría estar formado por mercenarios extranjeros que arriesgarían su vida protegiendo a los ciudadanos. Este fue el modo de funcionamiento de la parte final del imperio romano, hasta que estos guerreros “bárbaros” se volvieron contra el imperio que debían proteger. ¿Es esto lo que nos vendría bien?
Por el contrario, las élites sociales podrían encargarse de la protección del estado, financiando con su poderío económico el equipamiento militar que necesitan para ello. Además, ejercerían un rol de modelo, asumiendo un riesgo vital por el bien del conjunto. Este era el modelo de la primitiva república romana. Esta organización favorecería la estabilidad social, pero facilitaría la opresión de las clases bajas. ¿Queremos eso?
La incorporación de la mujer al ejército puede empoderarlas como agentes activos de cambios sociales, pero su implicación en el ejercicio de la violencia puede afectar a sus capacidades de cuidar. ¿Es este el modelo de mujeres y madres que nos interesa?
Hay otras formas de violencia aparte de la guerra cuya asignación también hay que pensar. En particular, me parece interesante reflexionar sobre el hecho de que las propuestas a favor de la eutanasia asignan a los médicos de los que se espera que protejan la vida la función de quitarla.
Sin aventurar conclusiones, creo que debemos reflexionar sobre nuestro modelo de sociedad, sobre el ejercicio de la violencia en ella y sobre el rol de la mujer.
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