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Una palabra robada

Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, este miércoles, en Madrid

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Resulta asombrosa la capacidad de ciertos individuos de adueñarse ferozmente de las palabras, de tergiversarlas, de convertirlas en jergas y en mandamientos, en privilegiados reductos clarificadores de radicalismo dentro de los cuales, desde luego, el radical es quien no piensa como ellos, quien no se canoniza y se convierte en devoto y en defensor de la causa perfecta, que por supuesto no requiere el menor riesgo ni el más leve sacrificio. De todas las formas posibles y actuales de heroísmo intelectual y de canonización, una de las más descansadas, y sin duda una de las más concurridas, sobre todo en estos últimos tiempos en que parece que ni la decencia ni la conciencia cívica son una virtud, es apuntarse heroicamente a algún bando poderoso, dueño oportunista de las palabras, y someter a escarnio e ignominia a los que no poseen el docto ni la clarividencia necesarias para utilizarlas adecuadamente, a quienes por razón de ideología o de sentido común no se apuntalan al extremo del ridículo verbal y de la cerrazón mental. Me refiero a ese nuevo bando dominador del mundo, el de los que se llaman a sí mismos liberales y dedican todo su esfuerzo y su astucia y su maquinaria publicitaria y social a defender la libertad, su libertad.

Apoderado de la palabra, este nuevo bando se esfuerza en transformarla a su antojo en una especie de precepto sagrado, desvalijando en beneficio propio una hermosa palabra española que primero tuvo que ver con la gratitud y la nobleza del espíritu y luego, desde las Cortes de Cádiz, con la aspiración incondicional hacia las libertades cívicas que apenas existían en el mundo. En Estados Unidos, la libertad fue defendida hace más de cinco décadas por las personas que participaron en la marcha sobre Washington y escucharon después la voz bíblica, fatigada y arrebatadora de Martin Luther King. La libertad es amparada cada día por quienes llevan emprendiendo desde aquellos interminables años hasta la actualidad, hombres y mujeres, blancos y negros, la tarea formidable de ganar la igualdad civil de las razas y los sexos y de no renunciar al sueño de la justicia.

Ahora libertad significa otra cosa, o al menos un cierto sector de la derecha española se está encargando en hacernos creer que significa otra cosa. Si hace décadas uno podía morir a palos o a tiros reivindicando sus derechos en la calle, ahora se afilia a una variedad de fundamentalismo según la cual todo aquello que frene o que suponga un estorbo a los impulsos del capitalismo y a la pasión incontrolable por el enriquecimiento de los más ricos es un atentado contra las leyes naturales del mercado, que se encargan por sí solas de generar la prosperidad y difundir la igualdad y la justicia, en virtud a una ley física similar a la que propicia el movimiento de los planetas o de las placas tectónicas o el tránsito entre las estaciones.

El enemigo contumaz y actual de la libertad, agazapado en una apariencia de buenismo que reserva peligrosamente un doctrinarismo más letal y más sanguinario que el soviético, es, naturalmente, la izquierda, y no solo la izquierda totalitaria, la comunista que tanto les gusta repetir a los nuevos liberales, que ya era un fósil ideológico y político mucho antes de los años noventa, sino también la izquierda normal, la del trabajador de a pie, la del socialdemócrata, la que desde principios de los años ochenta lleva intentando sensatamente, en España y en unos cuantos lugares de Europa, crear condiciones de libertad solidaria, de bienestar público y de equidad social.

Hay ciertos logros mínimamente cotidianos y formidables que el nuevo bando proclamador de la libertad está haciendo creer que fueron emanaciones divinas de la economía de mercado. Pero ni el descanso de los domingos o de los fines de semana, ni la jornada de ocho horas, ni los derechos laborales más indudables fueron resultado de las leyes físicas que defienden: cada uno de esos derechos derivaron de huelgas tenaces y obstinaciones progresivas, y llegaron a la vida pública como un fruto del empeño inagotable de generaciones enteras de trabajadores. Hace un par de semanas entablé conversación durante toda una tarde, en Cartagena, para escribir un reportaje, con un sindicalista que vivió en primera persona la lucha de la ciudad contra la reconversión industrial de 1992. Me habló con un fondo de orgullo en su voz de cómo los sindicatos se echaron con valentía y audacia la ciudad a sus espaldas, y trabaron pelea y protagonizaron jornadas interminables de tensión contra las mágicas leyes del mercado que iban a dejar en la calle a miles de obreros de diversas empresas.

Gracias aquella ardua pelea, miles de trabajadores pudieron conservar sus puestos de trabajo. Gracias en parte a luchas con el mismo aire heroico de vindicación frente a las injusticias, a lo largo del siglo pasado y de una buena parte de este, algunos de los derechos que para muchos estaban construidos de la misma materia abstracta e irreal de los sueños empezaron a cumplirse en unos cuantos países: la extensión universal de la instrucción pública, la posibilidad hasta entonces insensata de que un enfermo pobre recibiera idéntico trato sanitario que un rico o la esperanza de que al llegar a la vejez una persona que hubiera trabajado durante toda su vida no se encontrase de pronto arrojada al desamparo y a la necesidad eran sueños módicos, tal vez vulgares, y sin embargo se hicieron realidad y volvieron un poco más habitable el mundo.

Los que ahora se han adueñado de la palabra libertad y no solo requieren una conversión espiritual para poder utilizarla con el significado que le atribuyen, sino que la arrojan como una punta de lanza o un arma suicida hacia sus rivales políticos son defensores únicamente de una libertad extenuante que beneficia a quienes se forran más de lo que están y condena a la mayoría al empobrecimiento y a la competencia voraz. Ahora zarandean la libertad a los cuatro vientos, la exhiben en procesiones de automóviles y banderas nacionales, celebran su hipotética victoria sobre el comunismo, vuelven a distinguir al enemigo con colores rancios de principios del siglo pasado y no tienen reparos en alentar a los suyos a través de la burda mentira. Pero existen muchas personas sensatas a las que no van a engañar con su débil fundamentalismo y su catecismo santificado. Hay miles de personas que no han sucumbido, que todavía se pueden permitir el lujo de que, cada vez que pronuncien esa palabra ahora robada, todavía siga aludiendo a todas aquellas personas que durante años han defendido un mundo más justo, realmente libre.

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