Cuando alguien monta una empresa, y le va bien, puede dar un servicio público a la vez que consigue un beneficio económico. Puede insertarse a sí mismo, junto al resto de trabajadores que contrata, en el tejido productivo de la sociedad, desempeñar funciones provechosas para la comunidad (producción de bienes o realización de servicios) y movilizar la economía. Si la empresa aborda una necesidad social importante, y está organizada de manera eficiente, puede crecer tanto en volumen de negocio como en número de trabajadores. En estas circunstancias puede vislumbrarse la mano invisible que postulaba Adam Smith, alineándose la “codicia” que busca el beneficio empresarial con el provecho social. Podemos decir que el desarrollo empresarial es bueno para un país y justificar su subvención con dinero público. Al menos en determinados casos.
En un organismo, el crecimiento celular es bueno. Permite desarrollar la estructura corporal y renovar tejidos dañados. Sin embargo, un crecimiento celular excesivo y descontrolado como el cáncer puede resultar no sólo nocivo, sino incluso letal para el organismo que lo alberga.
Del mismo modo, el crecimiento excesivo o descontrolado de las empresas puede ser dañino para un país. Cuando la economía de un gran número de trabajadores y sus familias depende de una empresa, el estado puede quedar atrapado como rehén de ésta, llegando a conceder exenciones fiscales a dicha empresa y alterando el principio de igualdad ante la ley que debe regir un país. Cuando un porcentaje significativo del PIB de un país, o la financiación de los partidos políticos que dictan las leyes, dependen de una empresa privada, la situación es aún peor.
El fenómeno 'too big to fall' (demasiado grande para caer) se refiere a la situación en la que el estado o la sociedad dependen tanto de una empresa que la quiebra de ésta produciría un daño inasumible para la comunidad. En estas circunstancias, el estado se ve obligado a rescatar a la empresa con dinero público, socializando las pérdidas de ésta. Por alguna razón que no logro entender, es compatible rescatar bancos con dinero público por ser demasiado grandes para caer, y permitir las fusiones de éstos aumentando la dependencia del estado, mientras las entidades bancarias multiplican las comisiones a sus clientes y cierran sucursales, empeorando el servicio que ofrecen a la ciudadanía.
Son múltiples las ocasiones en las que los intereses de las empresas privadas no coinciden con las de la comunidad en general, una es el crecimiento desmesurado y canceroso de las empresas, otra es la dispensación de servicios esenciales para la ciudadanía.
En una situación de epidemia, parece tener sentido subvencionar públicamente a empresas privadas que investigan la obtención de una vacuna. El problema es que esto vuelve a situar a la comunidad en una situación de dependencia respecto de una empresa privada que, una vez obtenida la vacuna, puede optar por venderla a un mejor postor desatendiendo las necesidades de la comunidad que la ha financiado.
El tercer sector, formado por las ONGs, al no orientarse hacia el beneficio económico como la empresa privada, parece una opción más segura para externalizar servicios estatales. Sin embargo, los intereses de una ONG son los intereses de esa ONG, no necesariamente los de la comunidad. Incluso eliminando la codicia de la ecuación, una ONG puede estar interesada en su propio crecimiento, en el ejercicio del poder inherente a su función y al manejo de dinero, en el desarrollo de una agenda ideológica, y en otras cuestiones que pueden enfrentar sus intereses con los del colectivo. Por lo tanto, el tercer sector puede resultar no ser una opción tan segura como parece en un principio para defender los intereses públicos.
Aunque resulte pecado en el credo liberal, es concebible la defensa de los intereses públicos mediante la acción de las instituciones públicas. Desde la caída del muro de Berlín los servicios públicos de gestión directa han ido perdiendo terreno, tanto en el discurso público como en la gestión práctica. Tanto la privatización como la concertación con instituciones privadas o del tercer sector han ido desplazando al estado de la gestión de servicios básicos para la ciudadanía. En el caso de los conciertos, esta pérdida de la capacidad de gestión se realiza conservando la carga económica de la financiación.
Esta dinámica de desempoderamiento del estado pone en peligro su capacidad para defender a sus ciudadanos frente a intereses particulares que, a la manera de un cáncer, pueden oponerse al interés colectivo. La defensa del estado con el fin de proteger a los ciudadanos ha sido una causa tradicional de la izquierda política. El avance del discurso liberal ha llegado a minar esta asociación, pudiendo escucharse en la actualidad a políticos de izquierda que defienden la concertación de servicios públicos esenciales. A pesar de ello, creo que sigue mereciendo la pena defender lo público.
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