Si en el anterior artículo cifrábamos la inexistencia de los bloques y la necesidad de un proyecto que articule una Región y sus demandas para ganar las elecciones, en este tendremos que tratar la otra parte de la ecuación: la ausencia o presencia de un sentimiento regional.
La Región, cuyo nombre no invita, por homonimia con la capital, a identificarse con ella, a pesar de su historia, es muy dada a eso que en Italia llaman el campanilismo: el apego a tu ciudad que acaba por transformase en un enfrentamiento con las localidades vecinas. El victimismo resultante, justificado en ocasiones y sobre el que podríamos debatir, paraliza las respuestas u ofrece soluciones parroquiales: la capital acaba centralizando, uno tras otro, servicios que deberían estar distribuidos por el territorio aumentando el desapego y la falta de conciencia regional al no dar respuesta a las necesidades del territorio.
Los habitantes de la Región somos, en general, buena gente, tiernos, confiados y prestos a reírnos de nosotros mismos sin enfadarnos, a pesar de habernos transformado, en los últimos años, en el blanco de las bromas nacionales. Frente a ellas, solemos pensar, no saben lo que se pierden. La Región es maravillosa y así lo dicen las encuestas cuando les preguntan. Sin embargo, todos los indicadores nacionales señalan que estamos en el último lugar. Gozamos de la peor esperanza de vida, las mayores tasas de fracaso escolar, embarazo adolescente… La disociación entre la realidad: unos indicadores por los suelos, unos servicios indignos y mal distribuidos, con nuestra visión del mundo idílica de sol y cerveza explica mucho de cómo votamos.
La Región lleva tiempo enferma, posee una deuda descomunal producto de unas políticas irracionales que nos han dejado una serie de infraestructuras que hipotecan los presupuestos: la desaladora, el aeropuerto que no nos iba a costar un duro y mira… Sin embargo, no es que estas noticias no encuentren hueco en los noticieros regionales, es que la opinión pública regional solo despierta cuando esas noticias salen en los informativos nacionales y tomamos conciencia del desastre. Esta peculiar atención explica la importancia de lo que sucede en Madrid o Barcelona para votar en la Región y el fracaso sistemático de los partidos regionales.
La ausencia de conciencia regional no significa la carencia de una serie de sentimientos compartidos, algunos de ellos exacerbados. La mitificación de un pasado agrícola convenientemente manipulado a través del nacionalismo hídrico permitió ganar elecciones. La invención de un mito, el de una sociedad agrícola que dejó de serlo pero que necesita agua a destajo ha sido clave. Una rápida mirada al DIRCE y los datos del INE nos desvela que en total el aporte de la industria agroalimentaria solo supone un 5,5 del PIB, y que no todas ellas tienen una relación directa con las explotaciones del sector primario murciano, por lo que es difícil que la aportación, sumando ambas, lleguen a algo más del 10% o el 11% del PIB. Sin embargo, esto no se cuenta.
Las nuevas empresas agrarias además han ido expulsando al pequeño y mediano propietario mientras a través de sus lobbies demandaban: mano de obra de bajos ingresos y menor protección medioambiental. El resultado: el fin del Mar Menor, antaño reclamo turístico hoy un problema, cuya recuperación no ha partido de la política, sino de un importante movimiento social, como en su momento sucedió con el Monte Arabí en Yecla, sin que la unión de estos sentimientos haya sido capaz de concretarse en algo que movilice al a población en una conciencia regional como en su momento sucedió con el agua. Claro que ya se encargan los lobbies de financiar e intoxicar con todo para que esto no suceda, temerosos, como están, de que el sentimiento local por nuestro medio ambiente se transforme en uno regional que permita articular un futuro para todos que no sea el ser peón jornalero. Creo que es posible hacerlo y que tenemos que lograrlo, solo hay que atreverse a pensar.
1