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La travesía de un migrante senegalés alojado en el campamento provisional de Cartagena: “Creía que iba a perder la vida”

Mamadou Diop, un joven senegalés de 21 años que vive provisionalmente en el campamento de acogida de migrantes del Hospital Naval de Cartagena, posa en una explanada cercana al centro de la ciudad

Álvaro García Sánchez

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“Recuerdo que fue, sobre todo, una sucesión de días y noches que no acababa nunca. Salimos a las cinco menos veinte de la mañana desde el puerto de Joal-Fadiouth. Era de noche. Yo tenía una vida muy difícil en mi país y necesitaba irme. Fui valiente y lo decidí”. La madrugada del pasado 15 de noviembre Mamadou Diop vio, recién subido a un cayuco muy frágil que se iba internando lentamente en la inmensidad sombría del Atlántico, cómo la costa de Senegal y la muerte reciente de su padre y su vida de penuria y esperanzas deshechas se quedaban para siempre atrás, difuminándose en la distancia, como pequeños puntos de luces borrosas en la noche.

El joven senegalés de 21 años no imaginaba en aquel momento que muy pronto, cuando amaneciera, solo lograría ver, mirara donde mirara, una infinita extensión de agua. Tampoco imaginaba la duración interminable de los siete días y las seis noches que pasó en medio del océano que había sido, ya lo sabía antes de emprender el viaje, la trampa mortal en la que sucumbieron muchos de sus compatriotas. Navegando, a merced del azar, abrasado por el sol durante el día y abrigándose sin remedio contra el viento helado de la noche Diop recuerda escuchar todo el rato el llanto de un bebé de pecho al que su madre no era capaz de callar. “Durante el viaje se nos fue acabando poco a poco la comida y el agua. Entonces solo tenía una cosa en la cabeza: llegar a España. Era mi mayor deseo. Pero cuando miraba y no veía nada más que el mar tuve claro que no lo iba a conseguir. Creía que iba a perder la vida”, cuenta Diop.

Un viaje que no tenía fin

Sin demasiadas provisiones, deshidratándose con el paso de las horas, sobrellevando especialmente el temor a las noches, que recluían el barco y el océano en una oscuridad insalvable, junto a otras 90 personas, Diop explica que perdió por completo la noción del tiempo. No sabía calcular cuántos días habían pasado desde que se despidió de su hermano en su casa de Thiès, una localidad situada a unos 60 kilómetros al este de la capital, Dakar.

Desorientado, falto de fuerzas, en el amanecer casi invernal del 22 de noviembre, Diop cuenta que, de pronto, el mar se volvió más pequeño porque al fondo, en el horizonte, se comenzaron a atisbar una hilera de luces muy lejanas todavía. Eran las luces de la isla de El Hierro. Se había internado de noche en un país desconocido, en España, en una especie de isla extraña y muy oscura, muerto de frío y de sed. Cuando pisó el cemento firme del puerto de La Restinga, Mamadou Diop y el resto de viajeros fueron socorridos por voluntarios de la Cruz Roja. “No me lo creía. Por fin estaba en mi destino final, en España, donde llevaba meses soñando con llegar”, explica.

“El viaje había sido interminable, pero lo había conseguido. No podía estar más contento. Lo mejor de todo fueron las personas que nos ayudaron. No pudieron ser más buenas y más amables con nosotros”.

Tres meses y medio después de aquella travesía que pudo haber acabado en una muerte segura Mamadou Diop recorre las calles de Cartagena a paso rápido y ligeramente animado. Ha salido con unos 10 de sus compañeros del campamento de acogida y con tres supervisoras de Accem para realizar actividades deportivas al aire libre, pero él recibe a elDiario.es al margen, dando un paseo por un barrio cercano al centro.

Es un chico vivo y entusiasta, un tanto risueño, y eso se traduce en sus movimientos, aunque en su rostro gastado por las horas de sol haya un rastro indeleble de fatiga y de sufrimiento. Habla un español muy correcto para llevar tan poco tiempo en el país. Tiene el pelo muy corto y grueso, y las manos agrietadas. Dice que le encanta el fútbol y el Barcelona, y que su ídolo es Leo Messi. Que gracias a él se enamoró del deporte y que veía sus partidos desde que era un niño, en su barrio de Thiès. Su voz es grave, un poco desgarrada, y mira todo con una atención muy detallada, como si percibiera cada cosa por primera vez. 

Después de su llegada a El Hierro, cuenta, lo trasladaron a Tenerife una semana. Allí ya se puso a cargo de Accem. Viajó con ellos a Madrid. Era la primera vez que se montaba en un avión. En la capital tomó un autobús hasta la ciudad portuaria. Vive desde el pasado 2 de diciembre en el campamento provisional que el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones habilitó en las instalaciones del antiguo Hospital Naval, al oeste de Cartagena.

Cuando Diop habla de su viaje, de lo que supuso para él, parece volverse como temeroso, mucho más vulnerable de pronto, consciente ahora de la envergadura del mundo y de la desigualdad que lo asola, como un huésped que no está seguro de haber sido invitado. “En medio del océano, navegando, nos enteramos de que otra patera con 250 personas que viajaba al mismo tiempo que la nuestra se quedó a la deriva, perdida. Muchos murieron en el intento antes que yo, pero nosotros tuvimos mucha suerte”, dice.

Un cambio desgarrador a la espera de regularización

De vuelta, tras el paseo, junto al Palacio de Deportes de Cartagena, donde sus compañeros, muchos de ellos también senegaleses, juegan al fútbol y se ríen y se gastan bromas en francés, Mamadou Diop se sienta en un banco y sigue contando su historia, con un cierto gusto íntimo por transformar en palabras sus recuerdos y por expresarse en un idioma que está comenzando a aprender. “Yo estudiaba ingeniería electrónica y mecánica en la Universidad de Dakar. Terminé los dos primeros años con muy buena nota, y me quedaban otros tres para ser ingeniero. Pero sabía que en mi país era imposible tener oportunidades de trabajar. Por eso quería venir a España”, explica.

“Soy consciente de que mi vida se ha transformado por completo. Decidí venirme y le puse valor y lo logré. Ahora me siento a veces un poco extraño, porque no conozco el sitio ni a la gente, pero estoy feliz y tengo ilusión por el futuro”, añade.

El camino ha sido muy duro. Incluso desgarrador. Un día cualquiera de noviembre estaba viviendo en Thiès, en casa de su hermano mayor, porque su padre falleció de una enfermedad del riñón en 2021 y a su madre, que vive en una zona fronteriza del sur de Senegal asolada por un conflicto bélico, no la ve desde hace más de una década, y al día siguiente ya nada de eso existía y se había convertido en uno más entre las decenas de personas sin nombre que cruzaban el Atlántico a bordo de una barca que habría necesitado un mínimo contratiempo para hundirse.

Diop está al tanto de las dificultades burocráticas a las que se enfrenta en España. “Sé lo complicado que será quedarme aquí. Sobre todo cuando vienes solo, sin familia, como yo. Es todo muy incierto. He solicitado asilo y he asistido a citas para regularizar mi situación. La guerra del sur, en la frontera con Gambia, donde vive mi madre, hace que todo sea muy peligroso. No quiero volver”, asegura.

Mientras aguarda el papeleo y vive su día a día en el campamento de Cartagena, sentado en un banco de madera, con las piernas cruzadas y el codo apoyado en el respaldo con una cierta apostura de cortesía, mira los edificios de la ciudad al fondo y los coches que circulan por las avenidas, fijándose, muy atento y muy concentrado, en los detalles más pequeños: en la gente que camina a su alrededor; en los niños pequeños que han salido del colegio y juegan con una pelota en el parque; en sus compañeros; en el rastro a gasolina quemada que deja tras de sí el paso de una moto. 

Durante unos segundos, un simple olor o un sonido le hace ser quien fue hace solo unos meses. Incluso unos años. Un niño tímido en su primer día de colegio en Thiès, o un adolescente que tiene que hacer lo que sea para salir adelante. “Mis padres se separaron cuando yo era muy pequeño. Tuve una infancia muy complicada, casi sin familia. Apenas teníamos dinero en casa, y la mayor parte del tiempo la pasaba solo, porque mi padre y mi hermano trabajaban mucho, de pescadores”, cuenta. “Conseguí sacarme el colegio y el instituto, con mucho esfuerzo, porque era muy buen estudiante y se me daban muy bien las ciencias. Entonces decidí matricularme en la universidad para convertirme en ingeniero. Ése es mi mayor sueño”.

La pérdida de su padre, la decisión de marcharse

Un momento muy trágico marcó su vida. También su determinación de abandonar Senegal. “Era una vida imposible, sobre todo para los jóvenes. La gente de entre 20 y 30 años se suele ir del país, porque no hay oportunidades para ellos. El presidente [Macky Sall] no se preocupa por nosotros. En 2021, cuando empezaba mis estudios, mi padre, que se llamaba Ibrahim, murió. Tenía 52 años. Desde entonces me siento un poco solo. No lo tengo a él, que me apoyaba y me aconsejaba en todo. Me falta. Se me hizo la vida muy cuesta arriba. Lo necesitaba conmigo”, explica, con la voz ahora muy débil.

Sin el calor de su padre, y con una perspectiva desoladora una vez terminara los estudios, se fue sin mirar atrás. “Estoy aquí para ello, para acabar mi formación. Quiero terminar la ingeniería, quiero encontrar un trabajo y formar una familia aquí, en España, en Cartagena”.

Mamadou Diop tiene una firme voluntad de hacerse una vida propia, una vida que sea plenamente suya, que nadie más pueda interrumpir ni cuestionar. En el cayuco, en las noches de insomnio recostado en la cubierta, rodeado de otros chicos como él y también de hombres, mujeres y niños que huían de la pobreza, del despotismo o de los señores de la guerra, toda su vida se le pasaba por delante. Perspectivas lejanas del pasado se abrían y cerraban en abanico en su conciencia, como las líneas de las olas del Atlántico.

“Mientras navegábamos, y antes de salir, en los días previos, imaginaba España con más intensidad que nunca. En Senegal y en África lo imaginamos como un país que nos acoge, que nos ofrece una oportunidad, y también como un lugar de paso para ir después a otros países, como Francia”, dice.

“Cuando llegué aquí, estaba solo y me sentía solo. Pero enseguida, cuando conocí a mis compañeros, me di cuenta de que tenían historias similares a la mía o incluso mucho peores. Me siento comprendido y apoyado gracias a ellos. Nos hacemos compañía entre todos y nos ayudamos”.

En su día a día hace cosas que le mantienen ocupado y le alivian la incertidumbre del futuro y la nostalgia de su país. Asiste a clases en el campamento. Aprende el idioma. Quiere conocer cualquier cosa relacionada con la ciudad, con su cultura y tradiciones, con sus fiestas, con su gente. “Salimos a dar paseos por Cartagena algunas veces. Otras vamos a ver, en este pabellón”, señala hacia la curvatura metálica de la fachada, “al equipo de baloncesto”. Entonces, como reviviendo el deporte desde las gradas, se levanta del banco y se pone a jugar con sus compañeros. 

Diop lleva tres meses en Cartagena, y estas calles y plazas próximas al Naval ya se le han vuelto en cierto sentido usuales. Pero, al mismo tiempo, es un lugar extraño para él. A su corta memoria de la ciudad portuaria se añaden cada día fotogramas nuevos, descubrimientos inmediatamente sustituidos por otros, como un desorden de postales: una ciudad en la que es un recién llegado, pero de la que, a su vez, aunque no quiera, puede estar a punto de marcharse.

“Quiero estudiar aquí y tener mi vida aquí. Una profesora de Accem que da clases en el campamento también es profesora en la Politécnica, y me ha dicho que hará todo lo posible para que pueda llegar a matricularme. Quiero tener hijos, y, cuando pasen unos años y gane dinero, poder volver a Senegal de visita, con ellos, para ver a mi familia, para ver mi casa y mi ciudad. También quiero que venga mi hermano aquí, conmigo”, explica.

26.000 migrantes trasladados de Canarias a la península desde octubre

Para suavizarles a todos la extrañeza, Accem, la ONG que gestiona el campamento provisional desde que el Ministerio lo abrió a finales de noviembre con el objetivo de rebajar la presión migratoria en Canarias, realiza una labor de un valor incalculable. Mamadou no tiene palabras para expresar el agradecimiento que siente por todos los trabajadores que se preocupan por él.

Se espera que el recinto esté en funcionamiento hasta el próximo 31 de marzo, aunque no sería raro que se prolongase su duración, dada la crisis a la que está sometida el archipiélago. Desde octubre, según datos oficiales, el Gobierno ha trasladado a más de 26.000 migrantes de las islas a la península. En el último mes, una media de más de 300 personas diarias desembarcó en las costas canarias. Se han registrado datos históricos de llegadas de personas procedentes de África en el último trimestre.

María Col es psicóloga de la ONG y una de las supervisoras de la actividad. Mira a los chicos jugar entre ellos y explica: “Les encanta cualquier deporte. Se pasan así las horas. Les gusta también dar paseos, salir a correr, conocer la ciudad y empaparse de todo lo que puedan”. Cuenta Col que son más de 600 los chicos alojados en las instalaciones del Naval. La mayoría procedentes de países subsaharianos, no solo de Senegal: también Mali, Gambia, Mauritania o Guinea.

“Para nosotros no son un número. Ésa es nuestra máxima. Cada uno tiene su vivencia, su dolor, y todos quieren un futuro mejor. Nuestro equipo, compuesto por educadores, enfermeros, trabajadores sociales, psicólogos y juristas se encarga de ayudarles. Todos los días. Escuchamos cada una de las realidades que traen consigo. Es algo puramente humanitario”, concluye.

De camino de nuevo al campamento antes de que se ponga el sol, porque es Ramadán y todos aguardan con ganas la hora de la comida nocturna, Mamadou Diop enfila la avenida colmada de pinos en la que se ubica. Durante toda la conversación, al principio, y también ahora, mientras cuenta y recuerda y mira, hay algo que permanece inalterable en él: un sentimiento de desarraigo, alojado sobre todo en su manera concentrada de observarlo todo, de no compartir las certidumbres de pertenencia que sí parecen tener las personas con las que se cruza por Cartagena, las que han salido a caminar en familia en el atardecer de marzo, que en ellas parecen tan naturales, la seguridad con que dan por supuesta la consistencia del suelo o la dirección futura de sus vidas.

Saca el teléfono del bolsillo y enseña algunas fotografías con sus amigos, en Senegal. “Hay veces, aunque estoy muy bien y muy tranquilo aquí, en que echo de menos a mi hermano, a mi casa, a mi país, a mis amigos. Pero prefiero estar aquí. Quiero construir mi propia vida. Todo era más raro al principio, pero cada vez estoy más cómodo, con ganas de conocer gente y de tener contactos que me faciliten el poder quedarme en España”, dice.

Cuando menciona a Senegal, cuando enseña las fotos, parece tocado por una vaga melancolía que es personal pero que también está propiciada por las circunstancias. Mamadou Diop está, ahora mismo, como fuera del tiempo, entre la Senegal que acaba de abandonar y la España y la Cartagena en la que poco a poco se va sintiendo más él mismo, como en una habitación propia.

“Aun sabiendo todos los riesgos, aun habiéndome jugado la vida, volvería a subirme al barco. Sin duda. Tengo muy claros mis objetivos”. Apenas hace unas semanas era una más de las 91 personas acurrucadas en la cubierta de un cayuco. Personas como sus compañeros del campamento o como las repartidas por toda España y Europa, que llevan sobre sus hombros el peso de la eterna diáspora de África.

Gente con la vida y la biografía truncadas, chicos muy jóvenes, como él, que dejan de pronto de serlo, abandonados a la suerte del mar y de la provisionalidad. Ahora, Mamadou espera un salvoconducto, un papel, la llegada de una protección oficial a la que acogerse, de un permiso definitivo que le conceda el don de salir a la calle y, por fin, sentirse parte verdadera de la ciudad. “Yo quiero ser feliz en Cartagena. Hacer mi vida, conocer gente, empezar a estudiar. Pero hay algo muy importante que me ha enseñado este viaje: que el futuro nadie puede saberlo”.

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