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Mis razones (y mis contradicciones) para donar óvulos

Foto de archivo de una consulta ginecológica. EFE

Berta Gómez

I

“Lo pasé muy mal, la verdad. En ese momento tenía que pagar unas facturas sí o sí y era una forma rápida de ganar dinero, pero no volvería a hacerlo. A menos que me encontrara en la misma situación, claro. Si alguien te dice que lo hace por altruismo te está mintiendo”. Estamos en mi casa, una amiga me está contando su experiencia como donante de óvulos. La escucho, aunque en realidad ya estoy convencida de que quiero hacerlo. ¿Me mueve el dinero? Supongo, pero es algo más, quiero saber qué se esconde detrás de todo este proceso.

Además, el hecho de ser una mujer fértil me hace sentir empoderada (una idea que más adelante se disolverá por completo). En mi cabeza aquello contaba como una pequeña victoria personal: ganar 1.100 euros con mis óvulos y que a un hombre solo le recompensaran con 50 euros por su esperma. Al fin un juego social donde ser mujer iba a resultarme valioso y útil.

II

Estamos mi compañera de piso y yo en la sala de espera para las donantes de la clínica. Un escenario que más bien parece una versión kitsch de Hansel y Gretel filmada por Wes Anderson: la habitación tiene el suelo rosa, sofás de topos en tonos pastel, chuches en botes de cristal, revistas para adolescentes y cuadros de muñecas. Pero si una cosa nos queda clara nada más entrar es que quieren darnos las gracias: nos las dan en varios idiomas, con distintas tipografías y unas letras enormes que trepan hasta el techo. Una gratitud Mr.Wonderful que incluso se puede leer en las insistentes sonrisas de las enfermeras, que se disculpan mientras nos van soltando las pruebas como en una carrera de obstáculos.

Primero, valoración de la salud de los ovarios. Segundo, un surrealista test psicológico, del que nos advierten que no copiemos entre nosotras: ¿soléis pensar que alguien os está siguiendo por la calle?, ¿confiáis en todo el mundo?, ¿en nadie?, ¿en el fontanero que viene a cambiaros una pieza?, si en unos años veis a un niño por la calle con algún rasgo similar al vuestro, ¿intentaréis reclamarlo? Tercero, test de enfermedades genéticas. Y cuarto, análisis de sangre. 

Cuando terminamos hemos firmado tantos papeles y recibido tantísimo agradecimiento que estamos convencidas de que todo estará más que correcto. Especialmente después de ver la satisfecha sonrisa que se ha dibujado en la cara del ginecólogo al saber que tenemos una carrera y estamos haciendo un máster. Lo apunta debajo de una foto que nos acaba de hacer y me atrevo a preguntarle el por qué. “Tranquilas, no hacemos ningún catálogo para las madres, pero les gusta saber que sois universitarias”. 

III

Buenas noticias: además de universitarios, mis ovocitos (que más tarde se convertirán en óvulos-) son numerosos y están en perfecto estado. Puedo donar.  

IV

Para no olvidarnos ninguna dosis de hormonas, mi compañera y yo decidimos empezar a pincharnos a la vez, el mismo día y a la misma hora. Sincronización, emoción y un poco de miedo: la hiperestimulación ovárica había empezado. Una experiencia compartida que terminaría exactamente cinco días y cinco pinchazos después, en la segunda revisión, cuando a mi compañera le comunicaran que su número de ovocitos no era suficiente y que, por lo tanto, no les merecía la pena gastar más dinero en la medicación. 

Interrumpido el proceso, no hubo compensación económica de ningún tipo, a pesar del tiempo perdido en pruebas, visitas y análisis. Por no haber, no hubo ni respuestas: ¿Cómo iba a afectar a su cuerpo haber estado medicándose con hormonas durante cinco días? ¿Qué significaba exactamente que no tuviera suficientes ovocitos? ¿Por qué si se supone que no estábamos vendiendo óvulos y nos pagaban “las molestias y gastos de desplazamientos” ella no iba a recibir nada?

V

Llevo diez días de tratamiento, un pinchazo por la mañana y otro por la noche. Por lo visto, aunque mis ovocitos universitarios son numerosos, no crecen al ritmo adecuado. Por supuesto, tampoco esto me lo aclaran: solo sé que ahora también me dan una inyección de hormonas para que engorden y otra para que se estén quietos. Llegados a este punto, Google se ha vuelto mi mejor fuente de información. Mi única fuente de información. Para la clínica yo no era más que una gallina preguntona: importaba que aquellos huevos crecieran, el resto de mi cuerpo era un simple recipiente por el que no debía angustiarme. “Todo es normal, no te preocupes”, me dijeron cada vez que me quejé de algún dolor. “Todo está bien, no te preocupes”, me dijeron después de llevar quince días pinchándome, aunque en un principio serían diez como máximo. “Todo está bien, no te preocupes”, me dijeron cuando estuve a punto de llorar delante de la enfermera porque aquello me estaba superando. 

No es que hasta entonces no hubiera sentido contradicciones, sino que simplemente no había tenido que enfrentarme físicamente a ellas. Estaba explotando mi cuerpo por dinero. Había pasado a formar parte del mercado de la reproducción. Me convenzo de que yo no tengo la culpa de no tener un trabajo mejor pagado, necesito dinero y esta es mi forma de conseguirlo. En realidad, también hago otras cosas que no me apetecen solo por dinero. En esos momentos desisto de seguir revisando más a fondo mi conciencia feminista, las hormonas me dejan demasiado agotada. 

Pero además, contra todo pronóstico, descubro que pensar en la mujer que va a recibir mis óvulos me ayuda. La imagino a menudo, ilusionada y cansada. Hasta hoy nunca he sentido deseo de ser madre, no entra en mis planes cercanos, pero ahora leo sus testimonios e inevitablemente me siento más tranquila. De manera inconsciente me sitúo a mi misma como salvadora. Hago esto por dinero, sí, pero también por ella. Todo parece más fácil.

VI

Por fin llega el día de la punción, el método de extracción de los óvulos. Una vez los tienen mi cuerpo pierde toda su importancia, imagino que por eso me levantan rápidamente de la camilla y me pasan a la sala-rosa donde me espera el cheque. Lo tengo en la mano y tal cual pierdo el conocimiento. No es que la emoción me embriague, no es una parábola sobre la culpa que ni tan solo estoy segura de sentir: simplemente aún estoy sedada y me caigo.

VII

Al día siguiente vuelvo a la clínica porque estoy sangrando. Como es sábado ha desaparecido el trasiego de gente habitual: el negocio de la maternidad ocurre de lunes a viernes. La sala-rosa está cerrada y me hacen entrar al pasillo donde normalmente atienden a las madres. Aquello es otro mundo, nada de colores rosas y pastel, nada de revistas para adolescentes, nada de chuches. Aquí el suelo es de parquet, hay máquinas de café, periódicos serios y sofás de piel negra. Es la cara formal del negocio, donde no es necesario infantilizar al cliente: son ellos quienes pagan, quienes deben saber que todo va a salir bien. 

Allí vuelvo a pensar en las mujeres que quieren ser madres. Nos atienden en salas muy distintas y sin embargo, nuestra situación no es tan diferente. Ambas estamos sometidas al mercado de la reproducción por motivaciones personales. Ambas sentimos vergüenza, yo porque estoy castigando a mi cuerpo por dinero y ella por no poder tener hijos con sus propios óvulos, por haber esperado demasiado tiempo. En medio de todo esto hay un importante transacción de dinero, esa es la función de las clínicas, de donde sacan su beneficio y por eso no dejan de darnos las gracias. 

VII

Cuando empezamos el proceso, mi compañera decía que lo que íbamos a hacer valía mucho más dinero, “deberían pagarnos por lo menos 3.000 euros”. Pero han pasado tantas cosas que me resulta difícil ponerle precio. ¿Cuánto sería lo justo por estar enferma física y psicológicamente durante más o menos un mes?, ¿5.000 euros?, ¿20.000 euros?

La única respuesta que puedo darme es que no volvería a hacerlo, al menos bajo estas condiciones. Tampoco sé si por la naturaleza de este proceso son posibles otras formas. Con mi dinero aún en el banco sin tocar, me doy cuenta de que únicamente podría donar otra vez si fuera por una amiga, hermana o incluso conocida. No es el tratamiento lo que me ha dejado destrozada, sino el sentimiento de que he sometido mi cuerpo a un negocio que está aprovechándose de mí y de otra mujer. 

Cuando todo ha acabado me acuerdo también de otras mujeres, las que por cualquier razón válida tampoco pueden ser madres, pero no pueden pagarse el tratamiento y sin dilación se les cierra la puerta de la sala-seria. Con ellas aprendo que el derecho a la maternidad es solo una ilusión.

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