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Mucho más que ángeles del hogar: ¿por qué la figura de la abuela se ha convertido en el centro de la narrativa millennial?

Parte de las portadas de 'Los nombres propios', 'Vozdevieja', 'Panza de burro' y 'Listas, guapas, limpias'

Berta Gómez

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Cada diez años, la prestigiosa revista Granta elige a los mejores escritores menores de 35 años: la última selección ha sido publicada este 2021, con una antología que reúne relatos de cada uno de los autores. ¿Qué tiene en común esta generación? Valerie Miles, creadora de Granta en castellano, lanza algunas hipótesis como respuesta: señala el valor de las variaciones locales del lenguaje y las transgresiones sintácticas y ortográficas, así como el predominio del humor, la ironía y la sátira. En cuanto a los temas tratados y al tipo de personajes, Miles destaca dos figuras recurrentes: los niños desposeídos y las abuelas.

La presencia de estas últimas, de hecho, va más allá de la lista de Granta y llega hasta algunas de las novelas más exitosas de los últimos años escritas por autoras millennial. Ocurre en libros memorialísticos como Tierra de mujeres (Seix Barral) de María Sánchez o Feria (Círculo de Tiza) de Ana Iris Simón, pero sobre todo en ficciones que se construyen desde la primera persona del singular, independientemente de si se les ha colgado la tediosa etiqueta de autoficción o no: Vozdevieja, Listas, guapas, limpias, Los nombres propios o Panza de burro.

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Lejos de ser meras funciones narrativas, figuras vacías que sirven para proyectar en ellas el sentido de una época –como representación metonímica de la guerra y los tiempos difíciles– o como contenedores de emociones básicas –la calidez del hogar y el amor incondicional–, las abuelas de estos libros se definen por sí mismas y padecen conflictos propios e independientes. Son ellas, las abuelas, quienes ponen no solo los cuidados, también el suelo que pisan sus nietas aunque este no sea siempre sólido, simple ni unidimensional. 

Incluirlas en la literatura es una forma de reconocer la importancia de las abuelas en tanto que representación de lo afectivo y de lo doméstico

“Creo que incluirlas en la literatura es una forma de reconocer la importancia de las abuelas en tanto que representación de lo afectivo y de lo doméstico. Es decir, hay abuelas malvadas e insoportables, no creo que sea una cuestión de la abuelidad en sí misma, sino de lo que esas abuelas simbólicas (que pueden haber sido tías, tías abuelas, cuidadoras, vecinas) han representado, que es la entrega a lo doméstico y lo afectivo sin que la sociedad lo valore”, expone la escritora Marta Jiménez Serrano.

Su primer libro, Los nombres propios (Sexto Piso), cuenta el crecimiento de Marta –protagonista y autora comparten nombre– desde la niñez hasta la edad adulta a través de la compresión del lenguaje y la transformación de los significados de las palabras. Es precisamente en esa tarea donde su abuela tiene un papel central como amiga, confidente y conocedora del mundo tanto exterior como íntimo. 

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Ni pasado solo oscuro ni porvenir brillante

También en Panza de burro (Barrett) de Andrea Abreu –una de las autoras seleccionadas en la citada última lista de Granta, traducida a ocho idiomas y con más de 20.000 ejemplares vendidos– confluyen dos mejores amigas y sus respectivas abuelas: “Ambas pertenecen a dos grupos sociales que quedan en los márgenes de la sociedad productiva. Estar al margen implica que viven mucha opresión, olvido y ninguneo, esa invisibilidad provoca tristeza e incomprensión, pero la invisibilidad otorga una especie de libertad que a los sujetos adultos se les niega. Sus actos son muchas veces más arriesgados y libres precisamente por esa falta de repercusión”, expone Abreu en cuanto a su elección de este artefacto narrativo.

“Ambas pueden permitirse un salvajismo, una bestialidad y una especie de experimentalidad que el mundo adulto no. Son estos últimos elementos lo que hacen que las niñas y las abuelas sean personajes perfectos para jugar con las historias y los límites del lenguaje”, reflexiona la escritora.

Para Elisa Victoria la razón de ser del personaje de la abuela está en el hecho de que ofrece el contrapunto a Marina, la niña que protagoniza Vozdevieja (Blackie Books): “De entrada presentar dos personajes con una diferencia de edad tan marcada y una relación tan estrecha plantea una situación de fuerte carga existencial de manera muy limpia, accesible y tierna”, desarrolla la autora de un primer libro que le ha granjeado buenas críticas, buen número de ventas y una reciente traducción al inglés.

“Por otro lado, la abuela es el personaje más carismático pero también el que proporciona los ambientes más intimistas, así que gracias a la interacción de la protagonista con ella pude construir los momentos más profundos en cuanto a costumbrismo e interioridad. También me interesaba mucho representar en los diálogos una manera de expresarse muy propia de cierto tipo de señoras, especialmente las andaluzas, llena de confianza, dinamismo, con un tempo y un vocabulario genuino y una sabiduría nada pretenciosa”. 

En este sentido, las abuelas son quienes equilibran el presentismo y el ansia vital de esas pequeñas mujeres que aún tienen todo un futuro por explorar, evitando al mismo tiempo la tentación de presentar un escenario maniqueo: ni el pasado es solo oscuro y el porvenir brillante, ni viceversa.

“Las abuelas en mi historia representan los valores tradicionales y el saber popular canario. Son la tradición y las raíces. Pero por otro lado también representan los valores morales, el catolicismo, la represión de la sexualidad, la gordofobia, la homofobia, la transfobia. Explican lo que las niñas son pero también lo que las niñas no quieren ser”, expone Abreu sobre esas dos abuelas que le sirven para recuperar el habla canaria, transgrediendo normativas y academicismos, para llevar a la escritura un saber oral en el que forma y contenido son inseparables.

Las abuelas como sujetos

“Yo no quería idealizar a las abuelas en mi libro. Forman parte de un grupo social discriminado al etarismo y suele ocurrir que a los grupos sociales anulados, negados, se les priva del derecho a la maldad, a la ambigüedad, a la incoherencia, a la humanidad en definitiva. Yo no quería viejitas buenas que dan caprichos a las nietas, yo quería mujeres con muchas aristas, que no caben dentro de categorías simples de bien y mal”.

Es precisamente esto que apunta Abreu, la no idealización de los valores típicamente femeninos en la tercera edad, uno de los hechos diferenciales en el tratamiento que demuestran las escritoras de nuestra época. Las abuelas ya no son el ángel del hogar que cuida de manera desinteresada, que se sitúa como una extensión de los demás personajes siempre lista para servir o ayudar, sino mujeres que, a pesar de hacer todo esto, son sujetos con vidas más o menos desafortunadas, que se equivocan y aciertan a partes iguales.

Así, no es tanto que su aparición sea novedosa en la literatura en castellano, sino que en comparación, por ejemplo, con las abuelas que llenan los libros de las autoras consagradas de la generación de la posguerra, como Esther Tusquets o Josefina Aldecoa, que presentan a estos personajes casi como un símbolo familiar, ahora las abuelas tienen carácter propio: son mujeres que también tuvieron su propia abuela.

Cuando en 1990 Carmen Martín Gaite publica Caperucita en Manhattan, a pesar de la obviedad de que “la abuelita” de la narración deviene un personaje relevante, a grandes rasgos puede decirse que cumple una función instrumental: encarna a quien atesora la memoria, pero no a quien la cuenta, de modo que su historia solo la podemos intuir como un relato sumergido.

Al contrario, una abuela como la de la protagonista de Listas, guapas, limpias (Caballo de Troya) –otro debut literario que ya va por su octava edición– existe para contar, entre balanceo de mecedora y mando de la tele en mano, la historia sobre las condiciones en las que se produjo su matrimonio. “He dicho siempre que el personaje de la abuela de mi libro es el único que está realmente inspirado en mi abuela Josefa, con quien me crié todas las tardes después del cole mientras mi madre y mi padre trabajaban fuera de lunes a viernes. Así que esa abuela con mecedora cantando romances y viendo telenovelas es bastante mi abuela”, explica Anna Pacheco, autora de este texto que también –como Abreu, Jiménez y Victoria– introduce la figura de la abuela para dar forma narrativa a la genealogía de su protagonista.

“Fue una conversación con mi abuela en la que ella me explicaba que su marido, mi abuelo, se la llevó, uno de los motivos por los quise escribir sobre ella. Me pareció escalofriante que no se hablara en mi familia de que mi abuela contrajo matrimonio mediante rapto. Me lo contó un día de forma muy ligera y después siguió tan tranquila viendo la televisión. Me obsesioné un poco con aquella historia y luego busqué más registros y documentación de este tipo de bodas en España”.

El impacto del feminismo

Sobre los motivos para que esto ocurra ahora de manera diferencial, las autoras coinciden en que se trata primero de trasladar a lo literario, su oficio, una cercanía a esta figura que es palpable en su día a día: muchas de las niñas nacidas en los años 90, debido a la incorporación de las mujeres al mundo laboral de forma generalizada, han pasado su infancia, especialmente los largos periodos vacacionales, fuera de las ciudades y arremolinadas a su vera.

El feminismo ha atravesado a mi generación y a la hora de mirar atrás no valoramos solo los logros profesionales públicos, sino que nos preguntamos quién limpiaba el váter

“Para muchas de nosotras las abuelas han estado muy presentes en nuestra educación, y a la vez el material que tenemos de ellas y su infancia o juventud es escaso o nulo. Nos han llegado igual sus propios relatos o relatos familiares, dulcificados, modificados, alterados en parte con los años. De los abuelos, abuelas, y muy en especial de clase trabajadora de la época, apenas existen registros gráficos como fotos de ellas, diarios, notas, libros. No hay nada”, apunta Anna Pacheco, considerando que no se trata solo de revivir ese recuerdo desde el punto de vista de las nietas, sino de honrar su historia reconstruyendo las pocas pruebas que sobreviven de su existencia.

Lo mismo opina Marta Jiménez, para quien la presencia de la abuela en su primer libro es una forma de hacer justicia, de dignificarla. “En ese sentido, creo que el feminismo ha atravesado a mi generación de manera clara, y a la hora de mirar atrás no valoramos solo los logros profesionales públicos, sino que nos preguntamos quién limpiaba el váter y quién miraba por que en la familia todos estuvieran bien”.

“Por mi parte en principio no había una intención de reclamar a las abuelas resueltas y fabulosas en general, mis pretensiones eran más pequeñas, pero lo celebro si contribuye a que se les otorgue un lugar de honor a mayor escala”, opina Elisa Victoria, que sí coincide en haber creado este personaje a imagen y semejanza de su propia abuela. “Lo particular muchas veces conecta directamente con lo universal y es frecuente que en las creaciones contemporáneas surjan hilos en común de manera espontánea, así que entiendo que lo que era en principio un retrato y un homenaje más concreto funcionó fácilmente como retrato y homenaje de un tipo de abuela que parece abundar, sobre todo si se coloca en paralelo con las representaciones que han hecho otras autoras y que muestran un encanto similar, lo que no implica que no haya un millón de tipos más de abuela”.

Aunque no sea la intención inicial, ocurre que las autoras no se distancian del todo de la figura de esas abuelas –que son las suyas–. Saben que las protagonistas son o serán en su madurez distintas en muchas cosas pero también que siguen encerradas en dilemas similares. “Mi abuela me ha contado hoy su método anticonceptivo: consistía en mirar al techo fijamente. La mujer, boca arriba, era penetrada hasta que el techo se movía, la pared de gotelé se convertía en un borrón de poros agitándose, mareantes. Entonces, en ese momento, el hombre tenía que salir inmediatamente del cuerpo de la mujer”, narra la protagonista de Anna Pacheco en Listas, guapas, limpias, y continúa unas líneas más adelante: “A veces, nosotras también nos aburrimos mirando al techo. Pienso en la abuela y en mí mirando al techo y en todas las mujeres de todos los siglos mirando al techo”.

En definitiva, no estamos ante la dicotomía entre la figura de la escritora de éxito, una mujer moderna que se vale por sí misma, frente a la cuidadora, la abuela que solo da a los demás sin esperar nada a cambio. Lo que sucede en estas novelas es el reconocimiento entre abuela y nieta como parte de una estirpe familiar marcada indisociablemente por su género y su clase.

Así lo relata Marta Jiménez de manera explícita en una de las páginas de su libro: “Escribir y limpiar. Se hacen por una mezcla rara de inercia y necesidad. Son arduo trabajo no remunerado. Al que nunca lo ha hecho le parece sencillo. Tú con veintisiete años tecleando, concentrada, frunciendo levemente el entrecejo. Tu abuela con veintisiete años frotando, concentrada, frunciendo levemente el entrecejo. Escribir y limpiar: la entrega, la atención y el esmero sin esperar nada a cambio, con el simple propósito de hacer el mundo un poco más habitable”.

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