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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Malestar

Marcos Díez

Tenía miedo a perder el tren y era un paso de cebra larguísimo, de esos que cruzan ocho carriles y tienen una isleta en el centro para que los peatones menos rápidos puedan ponerse a salvo del tráfico: autobuses, taxis, coches con aire acondicionado, coches sin aire acondicionado, motocicletas, furgonetas de reparto. El semáforo se puso verde y comenzó la cuenta atrás. Cuarenta segundos para llegar al otro lado. El tren salía en quince minutos. No podía arriesgarse a quedarse atrapado en esa isleta central. No disponía de ese tiempo. Le esperaban en casa. Bueno, en realidad le exigían que llegase a casa porque ella quería que él estuviese esa misma tarde. Era un día especial y ella creía que debían estar juntos en un día así. Debemos celebrarlo, había dicho, es importante no descuidar estas cosas. Así que él buscó la manera de poder llegar a tiempo.

Perder el tren era un doble problema. Por un lado tendría que buscarse un hotel, pagar una noche adicional y cambiar los billetes. Pero lo peor es que supondría percibir el malestar de ella. Era una cosa sutil. Ella nunca le iba a reprochar abiertamente que hubiese perdido el tren. Se limitaría a cambiar el tono de voz y su mirada, de pronto, se apagaría. Cuando eso ocurría era como si todo se oscureciera. A él le recordaba a la invasión de los ultracuerpos, cuando los alienígenas se adueñaban de las personas y todo seguía siendo prácticamente igual aunque, en realidad, ya nada era lo mismo. Cuando el malestar llegaba ella era educadísima, más correcta que nunca, su comportamiento era impecable. Pero era una amabilidad fría, casi robótica. Daba miedo esa amabilidad. Él hubiese preferido que le insultaran.

Si perdiese el tren él escucharía: cariño, no te preocupes. Es probable que, incluso, ella se ofreciera a buscar alojamiento y a conseguir unos nuevos billetes. Pero tras cada palabra, agazapada, estaría la decepción. Ella le diría una y otra vez: me has decepcionado. Pero lo diría sin llegar a pronunciar ninguna de esas palabras. Y eso era algo terrible porque él no podría defenderse. Llevaban años así y la posibilidad de fallarla le causaba siempre una gran ansiedad. Y no es solo que temiera el malestar de ella. Es que, además, él se sentía culpable por haberla fallado.

Así que cuando el semáforo se puso en verde comenzó a andar deprisa arrastrando dos maletas con ruedas. Pero los segundos pasaban a toda velocidad y la calle era anchísima y tuvo la sensación de que a ese ritmo no podría llegar al otro lado. Fue entonces cuando comenzó a correr con el pecho hacia delante y los dos brazos hacia atrás agarrando con firmeza las maletas. Logró alcanzar la isleta y, sin pensárselo demasiado, se lanzó de nuevo a la carretera dispuesto a atravesar los cuatro carriles que le restaban.

Fue en ese momento cuando una de las maletas comenzó a bambolearse y se trabó con uno de sus pies haciéndole perder el equilibrio. Se precipitó hacia el suelo y aterrizó en el asfalto directamente con la barbilla. Sintió un fogonazo dentro de la cabeza y un sabor metálico en la boca. Y luego, algo así como un eco. El semáforo estaba ya en rojo pero todos los vehículos se quedaron detenidos, algunos conductores se bajaron incluso de sus coches para interesarse por lo sucedido. Menudo golpe, menudo golpe, menudo golpe, no dejaba de decir alguien. ¡Y no ha soltado las dos maletas!, exclamó otro peatón. Alguien se le acercó y preguntó: ¿Está usted bien? Él, un tanto desorientado, farfulló: mi tren. Logró ponerse de pie y sin hacer caso a la gente que le pedía que esperase a una ambulancia, comenzó a correr otra vez hacia la estación.

Cuando se sentó en su vagón respiró aliviado. Tenía la camisa empapada de sudor. Respiró hondo y cerró unos minutos los ojos. Lo había conseguido. El tren se puso en marcha y él se quedó ligeramente adormecido. Se despertó con un dolor terrible de cabeza y la mandíbula agarrotada. No podía abrir la boca. Se llevó la mano a la barbilla y la notó empapada. Estaba sangrando a borbotones. El tren de alta velocidad se desplazaba trescientos kilómetros por hora atravesando unas tierras de cultivo. Él gimió. Una señora que estaba sentada cerca le miró asustada y, sin disimular demasiado, se puso de pie y se cambio de vagón.

Su camisa y sus pantalones estaban llenos de sangre. Se levantó sollozando, bajó una de sus maletas del compartimiento superior, la logró abrir y cogió una camiseta blanca que se llevó a la barbilla para tratar de detener la hemorragia. Había camisetas grises y negras pero cogió la blanca porque el blanco le parecía un color más adecuado para algo así. Apretó con fuerza pero aquello no se detenía. Cogió otra prenda de ropa. Y luego otra. Y luego otra. El vagón se fue quedando vacío. Pensó que sería una buena idea ir al baño porque en el baño habría un espejo y podría verse la herida. Quizá era algo aparatoso pero nada más que eso.

Alcanzó el aseo dejando un rastro de sangre en el pasillo del tren. Cuando se miró al espejo comprendió que el resto de los pasajeros no quisiesen estar cerca de él. Tenía la cara llena de sangre, el pecho lleno de sangre y el rostro deformado por el golpe. La hinchazón era terrible y la sangre que no estaba abandonando su cuerpo se estaba coagulando en su mentón y en sus mejillas. La cara se le estaba quedando negra. Y su barbilla no dejaba de sangrar. Comenzó a lavarse la herida con agua para tratar de ver en el espejo el tamaño de la brecha. Alzó ligeramente la cabeza para poder verla bien. Cuando contempló la herida no pudo evitar marearse, era un hueco enorme, un gran agujero a su interior, y se podía ver con claridad el hueso. Era terrible. Regresó como pudo a su asiento y apretó contra la herida uno de sus jerséis. Quedaba poco para llegar a casa y rezó para no perder el conocimiento.

Una vez en la estación abandonó el tren y comenzó a avanzar por el andén arrastrando penosamente dos maletas mal cerradas. Se sentía observado. Pensó que quizá él también miraría con desconfianza a un hombre con la cara deforme y totalmente ensangrentado. Pensó que quizá él también se alejaría prudentemente de un hombre así. Todos lo observaban, algunos discretamente, otros sin disimulo. Él bastante tenía con no desmayarse así que procuró concentrarse en avanzar sin perder el equilibro. Ella no lo reconoció al principio. O tal vez sí que lo reconoció pero no pudo creer que fuera él. Y mientras ella se acercaba con su vestido impecable, radiante y lista para ir a cenar, él sintió como la ansiedad comenzaba a hacerse cada vez más grande. La mirada de ella se fue apagando poco a poco. ¿Qué te ha pasado?, preguntó. Me he caído, sollozó él. Ten cuidado no vayas a mancharte con la sangre, añadió avergonzado. Ella se limitó a coger las maletas y con una voz educada y oscura dijo: cariño, no te preocupes, nos vamos ahora mismo al hospital.

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