Estampas kafkianas de una instrucción judicial
Que la instrucción del juez Juan Carlos Peinado en el asunto de la mujer del presidente del Gobierno está plagada de decisiones chocantes no constituye, a estas alturas, novedad alguna. Pero quiero ahora destacar las concomitancias que encuentro entre algunas singularidades de esa instrucción y ciertos pasajes de la novela El proceso de Franz Kafka.
Sabemos por la prensa que, en uno de los zigzagueantes meandros de la interminable e insondable instrucción de Peinado, este citó como investigada a la secretaria general de la Presidencia para recibirle declaración un domingo por la tarde – en hora casi taurina, a las 17,30 - ya que en la fecha inicialmente fijada para tal fin su abogada estaba ya comprometida con otras citaciones judiciales.
Es cierto que el artículo 184 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que, tratándose de la instrucción de causas criminales, todos los días del año y todas las horas son hábiles. Ello no obstante, si no hay causa que imponga o justifique una urgencia inaplazable no es común llamar a declarar a investigados o testigos en domingo o día festivo; es razonable que en esos días quiera el juez desligarse de toda carga laboral para entregarse al gozo de la privacidad y el descanso, y debe suponerse que el ciudadano objeto de citación estará deseoso de igual recogimiento. Lógico. Por consiguiente, solo razones perentorias – desconocidas en este caso – pueden servir de apoyo a tan particular e impaciente convocatoria.
Esa citación dominguera me trae inevitablemente a la memoria el pasaje de El proceso en el que el atribulado Josef K., protagonista del angustioso relato, es citado en domingo para someterse a un primer interrogatorio del juez de instrucción. En la novela, la inusual citación se explica por el deseo del tribunal de no molestar al interrogado en sus quehaceres profesionales. No parece, ni consta, que el juez Peinado actuara movido por igual deferencia hacia las ocupaciones laborales de la persona que va a ser interrogada, toda vez que la citación originaria estaba señalada para un día laborable. Desconozco entonces los motivos de la decisión del juez, si es que pretende dar apariencia de una actividad instructora de alto voltaje y corriente continua, perseverante e inagotable, o si se trata de un solapado escarmiento a quienes le obligan a mudar la fecha originaria por él señalada; también -admitámoslo- es posible que el juez no dispusiese de otra fecha cercana en día laborable.
Otra decisión de Peinado, sorprendente por extravagante, tuvo lugar con ocasión de recibir declaración al ministro Bolaños en Moncloa, momento en el que, llegado a la sede oficial, solicitó una tarima para situarse sobre ella y así, en estado de autoelevación, llevar a cabo el interrogatorio. Inaudito. Está claro que quería reproducir la disposición de jerarquías que representan los estrados de una sala de audiencia. No le bastaba con el rango inherente al cargo y la posición procesal del juez que, en rigor, no precisan de aditivos; al parecer, tenía por inexcusable que, de alguna manera, se hiciese visible la supremacía judicial del momento, poder mirar al ministro desde arriba, por encima del hombro. El poder siempre ha querido afirmarse en posición encumbrada, y no solo porque los súbditos eran obligados a comparecer rebajados a cota inferior, sino porque con aquella altura – de ahí alteza- de vocación levitante, todas las miradas inevitablemente convergen en quien lo encarna.
No dice la Ley de Enjuiciamiento Criminal (artículo 413) que en las ocasiones en las que el juez haya de desplazarse al despacho de una alta autoridad para la práctica de un interrogatorio, haya de reproducirse la gradación de alturas propia de la sala de vistas de un tribunal. Dicho de otro modo, la sala de audiencia no es escenario itinerante. Si tan relevante o necesario era el auxilio de la tarima para el cometido del interrogatorio, bien pudo plantearse el juez la posibilidad de llevarse consigo a Moncloa alguna tarima de mano, plegable y transportable, como si de una herramienta más de trabajo se tratara, y liberar así a los funcionarios de las dependencias ministeriales de la que debió ser para ellos una carga inesperada y tan enojosa como insólita.
Me pregunto si el juez Peinado hubiese hecho valer igual exigencia si, en la hipótesis prevista artículo 419 de la LECrm, se hubiese trasladado al domicilio de un particular impedido físicamente de acudir al llamamiento judicial, para recibirle allí declaración.
Pues bien, esta ocurrencia de la tarima, que va de alturas, niveles, rangos y apariencias, me traslada de nuevo a imágenes de El proceso. Uno de los personajes de la novela, Leni, enfermera de Huld, el abogado al que Josef K. había encomendado su defensa, le muestra el retrato de un juez de instrucción que, siendo hombre de estatura “casi diminuta”, en el cuadro se hace representar alto “porque es insensatamente vanidoso, como todos los de aquí”. De nuevo el síndrome del engrandecimiento, la preocupación por la elevación, la obsesión por el nivel dominante desde donde la mirada del juez puede examinar, escudriñar acaso, al justiciable.
Toda vanidad y afán velado de prepotencia es incompatible con la toga de administrar justicia (por ello soy contrario a que en ella se luzcan medallas, collares y condecoraciones; nada como la sobriedad). Sabia era la crítica de Kafka, que en su ejercicio profesional debió conocer a más de un juez y las flaquezas de algunos. Coincido con el profesor Ramos Méndez cuando dice que sería tremendamente pedagógico disponer en nuestros tribunales de ejemplares gratuitos de El proceso. Para lectura de los jueces, claro. Es una idea, Sr. ministro.
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