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Por fin hay vida inteligente en la reforma de las pensiones

Uno de los pensionistas fotografiando al resto durante la rueda de prensa del Movimiento de Pensionistas de Euskal Herria

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La recientemente aprobada reforma de las pensiones en España ha superado dos hitos complejos. Por un lado, ha puesto de acuerdo a la mayoría del Congreso de los Diputados y sindicatos, salvo los partidos del no, PP y Ciudadanos, y sobre todo ha superado el escollo de Bruselas. 

El texto, consensuado en la Comisión del Pacto de Toledo, recoge gran parte de las reivindicaciones de pensionistas y alumbra, por primera vez, una reforma sin merma de ingresos, atacando el problema por la vía de los ingresos públicos. Esta diferencia es sustancial porque hasta ahora todas las sucesivas reformas, tanto del PP como del PSOE, habían incorporado recortes de cuantía de la pensión, vía alargamiento de la edad de jubilación y también a través del mal llamado factor de sostenibilidad que introdujo el PP para reducir y mermar de forma deliberada el poder adquisitivo de los pensionistas presentes y futuros. 

Sin embargo, a pesar de este aparente consenso social y político, solo roto por la CEOE -que ha decidido ser la muleta electoral del PP y Vox, tras su acercamiento al Gobierno en el diálogo social durante la pandemia- y cierta pléyade de economistas, los mensajes alarmistas sobre la supuesta insostenibilidad del sistema de pensiones se siguen abriendo paso entre una parte de la población. Esta alarma surge porque, para algunos sectores económicos y políticos, las pensiones en España son demasiado generosas, dada nuestra tasa de reposición en el 80%, lo que, unido a nuestra pirámide poblacional, augura la quiebra del sistema más o menos para el año 2050. En este proceso de introducción del miedo escénico entre la población más joven y vulnerable cobra gran relevancia la AIReF, con unas proyecciones de PIB, déficit y deuda a 20 y 30 años que resultan, cuento menos, muy cuestionables, máxime después del patinaje predictivo de la misma organización sobre la recesión en España para el trimestre pasado y el presente. Pero no son los únicos que anticipan el cataclismo del sistema, algo que llevan haciendo desde casi el año 2003. 

La razón última de toda esta ofensiva es que España es uno de los países donde menos incidencia tienen los planes privados de pensiones, así como los planes de empleo. Nuestro sistema de reparto puro, en efecto, tiene pocos países hermanos, y ha estado sometido a múltiples recortes y limpieza en los últimos años sin que nadie acertase a tocar la tecla de los ingresos. El argumento sobre la insostenibilidad del sistema, como si solo se pudiese financiar con cotizaciones, es que el supuesto déficit, que no es tal porque consolida con el resto de las administraciones públicas, explotará cuando se jubilen todos los trabajadores del baby boom. En ese momento, el Estado dejará de pagar las pensiones porque el gasto en pensiones podría llegar al 16% del PIB.

Este es el verdadero debate. Es decir, ¿podemos asumir un gasto en pensiones del 15%-16% del PIB como hace Francia, por ejemplo? La respuesta es sí; lo que pasa es que a ciertos sectores empresariales, políticos y colaterales esta cantidad les parece abusiva, ya que podríamos incurrir en un déficit del 4%-5% del PIB siempre que acometamos la reforma de los ingresos públicos para acercarnos a las tasas de ingresos públicos europeos. 

Las claves para lograr este hito es concienciar a la clase empresarial de que los salarios deben subir, que los empleos deben ser dignos y mayoritariamente a jornada completa y que las bases de cotización deben ser acordes a los ingresos, algo que sirve para trabajadores por cuenta propia y también para los autónomos. Precisamente esto es lo que propone la reforma de Escrivá, un destopamiento progresivo de las bases más altas que llevará consigo un incremento de 38 céntimos de euro en el coste por hora trabajada, hasta el año 2050, algo que parece asumible. En dicho intervalo habrá un mecanismo de ajuste, por si los resultados de la reforma no hubiesen dado los resultados previstos. 

En esencia, la reforma trata de mejorar elementos clave para el sistema. Por un lado, la solidaridad intergeneracional, por otro lado la brecha de género y por otro la suficiencia recaudatoria para poder evitar las perdidas de poder adquisitivo en un país donde mas de dos millones de pensionistas cobran una pensión por debajo de 1.000 euros.

Yendo a las mejoras concretas, esta reforma eleva progresivamente las bases máximas de cotización, estableciendo una cuota de solidaridad para que la masa salarial quede por encima de la base máxima, sin tributación, lo que contribuirá a la sostenibilidad del sistema propio. Se sustituye el factor de sostenibilidad, que se ha demostrado letal para los pensionistas más pobres, por un mecanismo de equidad intergeneracional que aumenta la famosa hucha de las pensiones, que Rajoy dejó seca. 

También se cambia el método de cálculo, con dos variantes. Una, la actual, de los últimos 25 años cotizados, y otra más flexible, que utiliza los últimos 29 años, desechando los dos peores. Con todos estos cambios hay claros ganadores, los jóvenes, que con este cálculo evitan el deterioro de su pensión con el método anterior, cuantificado en unos 20.000 euros más si se jubilan hacia 2050. También las pensiones más bajas, las no contributivas en particular. La mínima con cónyuge a cargo alcanzará los 16.500 en 2027. Y por último, las mujeres, que son las que más sufren las carreras irregulares, cuyas cuantías se mejoran en esta reforma, al aumentarse el complemento para reducir la brecha de género.

Los artífices del miedo entre la población siguen tratando de enfrentar a las generaciones, ridiculizando los problemas de género. Se centran en comparar las nuevas pensiones de jubilación, que son más altas por cuestiones obvias, con los salarios de entrada de los jóvenes, como si eso fuese culpa del sistema o de los jubilados. Pero, al mismo tiempo, se niegan a pactar subidas del salario mínimo interprofesional o los salarios de convenio. Son los mismos que defienden plena libertad en fijación de jornada laboral y abogan por la jubilación a los 70 años. Todo ello, bajo el mantra que el Estado no podrá pagar las pensiones por culpa del déficit o la deuda. Algo que resulta grotesco, incluso en una Unión Monetaria. Por supuesto, con soberanía monetaria nadie discutiría que el gasto y el déficit dejan de ser un problema, dada la posibilidad ilimitada de emisión de moneda, como ha hecho el Reino Unido durante la pandemia, con préstamos ilimitados del Tesoro al Gobierno británico. 

En resumen, de lo que estamos hablando es de un gasto en pensiones del 15% sobre PIB en 2050, menos de un 3% más que el gasto actual, con una mejora del poder adquisitivo para el conjunto de pensionistas, pudiéndose abrir el debate si debería ajustar por nivel de pensión según el IPC, mejoras en la equidad generacional, un respiro para las mujeres y para las pensiones más bajas, que son la mayoría, y por supuesto una apuesta por aumentar los ingresos por parte de las rentas más altas. Esto, junto a una mejora de la lucha contra el fraude fiscal, nos llevaría a jugar en la mejor liga, aquella en la que las pensiones alcanzan una ratio sobre PIB entre el 15% y el 18%. Solo desde una aproximación neoclásica del gasto público y un desconocimiento de cómo funciona un sistema de reparto, se puede hablar de quiebra del sistema. Si metemos en la ecuación también la definición del dinero distinta de la teoría monetaria, entonces llegamos a calificar esta reforma como inteligente, sujeta a mejoras, pero alejada del catastrofismo interesado de los emisarios y lobistas de los fondos privados de pensiones.   

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