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Pandemia telemática en la Universidad

De la Universidad de Harvard a Google, cada vez son más las entidades que ofrecen cursos gratis 'online'

Gaspar Llamazares / Miguel Souto Bayarri

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Antes de la pandemia, las políticas neoliberales habían reducido los presupuestos en sanidad y educación, y los recortes derivados de la crisis económica de 2008 se habían ensañado con las plantillas y con la investigación. Como consecuencia, los profesores universitarios son cada vez mayores, en los contratos de los profesores jóvenes predomina la precariedad y el tejido investigador de los departamentos (“la hojarasca”) está desapareciendo. Con el llamado proceso de Bolonia, además, el panorama universitario, que siempre fue fundamentalmente público, vino a ser ocupado por decenas de universidades privadas y por el negocio de los másteres a la boloñesa.

Ahora, con la pandemia, mientras descubrimos que Europa no produce antibióticos ni paracetamol, sale reforzado el papel del Estado y despierta el concepto de autonomía industrial. Paralelamente, la vida se ha hecho más digital, también en la educación y en las universidades. Con la excepcionalidad actual, han irrumpido las actividades telemáticas, pero existen peligros de que se conviertan en estructurales.

Enseñanza no presencial y exámenes a distancia, en todos los niveles del sistema educativo

¿Mantendremos ese modelo? ¿Será esa la nueva normalidad?

Las clases a distancia están siendo un recurso muy popular para la pandemia, ¿pero lo será para siempre? Al fin y al cabo, solo se trataría de dar un paso más en la línea de macdonalización de la universidad que trajo el plan Bolonia (fast education, como diría Ulrich Beck). Al predominio de la investigación sobre la docencia se añade ahora un papanatismo digital con disfraz de pesudoinnovación aplicado al término de moda: la no presencialidad. Hay quién parece confundir “salir del paso” con un programa ad futurum. La tendencia que estaba en marcha desde hace una década se acelerará, y las antiguas licenciaturas, actualmente Grados, se degradarán todavía más. Mientras, como dice Nuccio Ordine, los directivos del Valle del Silicio llevan a sus hijos a los centros donde la interacción humana y la creatividad son la base.

Que a nadie le extrañe que tras la crisis sanitaria y económica venga una crisis educativa.

No es una novedad decir que desde la última crisis de 2008, que coincidió en el tiempo con el Plan Bolonia, no ha habido políticas de prioridad hacia las universidades ni hacia el abastecimiento de la actividad de investigación. En España, que tiene un gasto público en educación en la cola de la UE-28, está en los puestos bajos en universidades de los países de la OCDE-34, y cuyo sistema tecnológico o científico-técnico es particularmente débil, nunca se ha puesto el foco en facilitar la transferencia de la investigación y la innovación desarrolladas en las universidades. En definitiva, las universidades españolas están actuando en el marco de un déficit crónico de financiación, con lo que eso significa: que nadie espere que haya progreso posible sin una formación exquisita de los futuros médicos, filólogos, ingenieros o abogados.

Hay motivos razonables para pensar que nuestras élites gobernantes contemplan complacientes cómo se van arruinando las posibilidades de construir un modelo de país basado en la innovación, mientras que parecen haber optado por un país diseñado para las actividades de ocio, lo que en definitiva esconde el auténtico proyecto: un país de empleados con contratos precarios y trabajo temporal.

La falta de inversiones en I+D es, también, una deficiencia crónica del sistema empresarial español. A esto hay que añadir, naturalmente, la propia debilidad de nuestra innovación y competitividad (Figura 1) y de nuestro sistema industrial (16% del PIB frente al 19% de la media europea), que nos ha dejado en plena crisis del coronavirus sin mascarillas, equipos de protección ni respiradores.

Laboratorios de investigación y experimentación cerrados durante el confinamiento.

Tras haber caído en una preocupante parálisis en los meses de la pandemia -con cierres indiscriminados de laboratorios y falta, como en otros ámbitos, de equipos de protección individual-, el sistema de investigación español emite señales de agotamiento cada vez más consistentes. Puede no compartirse la crítica, pueden no considerarse ajustadas las razones, pero algunos de los hechos son incontestables. Se ha concentrado la financiación de la investigación en pocas manos, muchas veces alejadas de los departamentos universitarios. Se ha despilfarrado el potencial más joven. Se ha primado la ingeniería curricular, con la escritura de artículos que las más de las veces solo están enfocados a pasar las evaluaciones de las agencias.

Hay cada vez más una innecesaria proliferación de artículos en revistas especializadas que sirven para la promoción personal de los mayores, en las cátedras. Se ha infravalorado la escritura de libros y ensayos, con lo que se debilita la Universidad como espacio clásico de la información y de la opinión; y se ha fomentado la creación de una nueva clase académica que se olvida de que la primera función del profesor universitario es la docente.

Una buena parte de los investigadores “del vértice de la pirámide” (como han sido denominados), que suelen estar bien situados en los centros de decisión, deciden las fórmulas de adjudicación de los fondos dedicados a I+D, muchas veces atendiendo más a sus intereses corporativos que a intereses generales; parece que no creen de verdad en la universidad como un espacio de libertad y de debate, en donde impera el cultivo del saber, con independencia de los poderes dominantes y sus intereses: su pensamiento es que existe una investigación buena (la suya) y otras que son inaceptables (las demás; las de la “hojarasca”), lo que quiere decir que no deberían tener un espacio para la experimentación, sino que hay que eliminarlas.

En muchas convocatorias no se establecen unos temas preferentes sobre los que se deba investigar, sino que son los propios candidatos los que deciden presentar determinados proyectos para que se decida cuáles reciben los recursos disponibles, lo cual no parece una idea muy acertada, conociendo como conocemos cuáles son los problemas de nuestras sociedades. Pero mientras se discute interesadamente sobre la manera de investigar, quizá deberíamos mirar en su conjunto al estado de la I+D +i en las universidades y a su puesto en el mundo, en lugar de plantear dilemas arriesgados.

Por eso en cuanto ha llegado la pandemia, durante el estado de alarma, no hemos sido capaces de colocar a nuestro sistema de ciencia entre las actividades esenciales. Nuestros recursos científicos y tecnológicos, estrangulados por los recortes, han tenido, salvo excepciones, un protagonismo marginal: no han aportado para la contención de la pandemia y los laboratorios han cerrado durante prácticamente todo el período de confinamiento.

El sistema de investigación universitario tiene que dar signos de cambio, para lograr el interés de la opinión publica y, eventualmente, lograr el apoyo que necesita, social y de toda la comunidad universitaria. Si esto no fuese urgente, no estaríamos reclamando restaurar para el sistema de ciencia español el lugar que tiene que ocupar, como si fuera uno de los desafíos importantes de nuestro país. Porque hubo un tiempo pasado que fue diferente. Eso nos retrotrae en la memoria a los tiempos en que, en los comienzos de la Transición, muchos proyectos de investigación de pequeños grupos que se formaron en los departamentos universitarios recibieron una financiación adecuada y eso impulsó a la Universidad española de una manera determinante. Lamentablemente, los recortes de los últimos años han provocado el cierre de muchos de estos laboratorios, mientras que la financiación ha seguido un modelo de escasez de recursos y de concentración en pocos grupos, principalmente en los más grandes que se han formado en centros e institutos de investigación, muchas veces alejados de los departamentos universitarios.

Para concluir. Durante la pandemia, prácticamente todo el mundo ha preferido escuchar la voz de la ciencia antes que las barbaridades estrambóticas que venían del campo del populismo ultra. Buena señal. Sería un buen punto de partida para que las cosas empezasen a mejorar. Una cosa debería estar clara: si se reconoce que la investigación universitaria tiene un carácter estructural, todos los profesores deben tener un soporte estructural, para atender las infraestructuras y el personal necesario.

Pero antes tendremos que dar la batalla frente a los últimos movimientos de los gobiernos de las derechas en las CCAA, que van en la dirección de profundizar en la manida no presencialidad, en que todos tengamos que aprender a teletrabajar a marchas forzadas, telemáticamente por supuesto, y en un sistema con mucha mayor posibilidad de engaños en las evaluaciones on line, en donde la relación entre los alumnos y los profesores se resuelve a través de un ordenador, y donde un montón de contratados precarios impartan clase por vía telemática.

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