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La “porra” y el orden público

Agentes de la Policía Nacional en un control en la Nacional V, para vigilar el cumplimiento de las restricciones a la movilidad impuestas por el estado de alarma el pasado mes de octubre. EFE/Rodrigo Jiménez/Archivo

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Los españoles de unas ciertas generaciones hemos sido apaleados sin piedad: el Maestro en la Escuela; los padres en nuestras casas (que nos daban “doble ración” si previamente el Maestro nos había castigado); la Policía en universidades, institutos (mi “bautismo de porra”, aun con pantalones cortos, tuvo lugar en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid) y fábricas; oficiales, suboficiales y cabos en el servicio militar en una auténtica orgía de castigo físico… y los curas en todos los ámbitos que podían y tenían (que eran casi todos).

En el ámbito público y legislativo la porra se concretaba en la temida (como referente, incluso) Ley de Orden Público de 1959 (en realidad un “Decreto de guerra y ocupación del territorio”) que se “travistió”, posteriormente, de judicial con el Tribunal de Orden Público, cuyos “comisarios políticos con toga” impusieron en numerosas ocasiones la misma y machacona pena a los opositores políticos (que no infrecuentemente llegaban a la vista del “tribunal” convenientemente “adobados” por la Policía): diez años de prisión por asociación ilícita y propaganda ilegal.

Eran tiempos en los que el “orden público” se identificaba con la quietud, la tranquilidad, el silencio y el mero sometimiento (paz de los cementerios): toda distorsión se consideraba atentatoria contra el orden público, ya fuera una representación teatral no autorizada, una conferencia no autorizada, un guateque no autorizado… todo tenía que estar “autorizado”; y entre la “autorización” y la absoluta quietud no existía alternativa alguna. No había libertad.

Obviamente semejante concepto de “orden público” fue prontamente impugnado por los juristas demócratas (cuando pudieron hacerlo), y tras la Constitución el concepto de orden público pasa a tener otro contenido. Así, el “orden público”, desde el punto de vista constitucional, exige ser comprendido no en un sentido de “quietud” de los ciudadanos, de mero “orden en las calles”, sino en el de participación positiva de estos en la totalidad del Ordenamiento. Ello requiere desterrar el antiguo concepto y sustituirlo por otro que se refiera a la participación activa, plena, de los ciudadanos en la vida jurídica (con expresión de todos sus derechos, lo que implica la construcción positiva del concepto). Por ello el “orden público” resultará alterado cuando se incide sobre las condiciones mínimas de participación de los ciudadanos en la vida jurídica.

A ese propósito resulta sorprendente que toda clase de comentaristas de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el “estado de alarma”, argumenten que lo procedente era declarar el estado de alarma y no el de excepción porque el de excepción exige, en una de sus modalidades, alteración del “orden público”, y resulta que éste -dicen- no se hallaba alterado (no había manifestaciones, algarabías, bloqueos, incendios…). Es decir: se unen al concepto franquista de orden público, al que sirvió para aporrearnos, detenernos y encarcelarnos; a uno que se invoca para reprimir el ejercicio de derechos fundamentales.

Sin embargo, la cuestión no es esa, como se ha indicado más arriba, sino la de si era viable el “normal” ejercicio de los derechos fundamentales en esos tiempos de pandemia: si era posible un ejercicio “normal” del derecho a la educación cuando las aulas se habían convertido en un foco de contagio, si era factible la libre circulación por el territorio nacional cuando los desplazamientos llevaban consigo la enfermedad y la muerte; si la libertad en su sentido más amplio era dable en unos tiempos terribles de pandemia.

Pues bien, si no hay posibilidades de un ejercicio normal de derechos fundamentales, estamos ante una alteración del orden público… lo que es evidente para cualquiera que no abrace un concepto franquista (y represor) de orden público.

¿Y por qué no “estado de alarma” que es, parece, menos intervencionista? Pues muy sencillo: sólo hay que saber leer y poner los ojos en el artículo 55.1 de la Constitución para darse cuenta de que la suspensión de determinados derechos (los que, precisamente, se suspendieron) sólo es concebible con los estados de excepción o de sitio. Nunca con el de alarma que sólo admite restricciones, limitaciones. Y es evidente que se suspendieron derechos fundamentales ¿o es que acaso pudimos circular libremente por el territorio nacional? Obviamente no (y se imponían sanciones al que lo intentaba): sólo teníamos permitido ir de la habitación al baño… y del baño a la habitación. Nada más. Es verdad, sin embargo, que algunos dicen que sólo fue una limitación porque podíamos salir de casa a comprar alimentos, más ello se explica porque lo que se suspendió fue, entre otros, el derecho a la libre circulación, no el derecho a la vida… y si la gente no come, se muere.

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