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¿Prohibir el “fascismo”?

Agentes de policía dispersan a los manifestantes con cañones de agua en Roma (Italia). EFE/ Giuseppe Lami

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Estoy bastante seguro de que, de seguir siendo un negacionista para quien la única verdad que cuenta es la propia, centraría un artículo como este en escurrir el bulto sobre la auténtica esencia y naturaleza del fascismo. Haría un repaso histórico sobre esta ideología sin perder ocasión para recordar cada uno de sus logros en lo social, militar o económico poniendo todo el énfasis en una postura victimista que dejase muy claro al lector que si se persigue al fascismo es única y exclusivamente porque es el único que de verdad enfrenta el maligno sistema imperante.

Sin embargo, sólo perderé un instante en señalar que, efectivamente, mi vieja postura tiene un núcleo de verdad y es el de señalar que el fascismo se ha convertido en un concepto vacío con poco más significado que el del insulto. Yo mismo lo he sufrido recientemente por algo tan peregrino como defender a nuestras actuales Fuerzas Armadas, que a pesar de sombras heredadas del pasado, continúan siendo en la España democrática del siglo XXI una “religión de hombres honrados”, como decía Calderón.

Demos por válido que aunque los fascismos son hijos del siglo XX, en el sentido común actual se puede usar esta palabra para todo movimiento o discurso con suficientes reminiscencias o ecos del pasado. 

Con esto en mente llegamos al pasado 9 de octubre, cuando manifestantes contra el pasaporte COVID asaltaron violentamente un hospital y la sede de la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL). Entre los arrestados se encontraban el líder del partido neofascista Fuerza Nueva, Roberto Fiore, y el cabecilla de su sección romana, Giuliano Castellino. Estos hechos y las correspondientes condenas por prácticamente todas las fuerzas políticas italianas, han vuelto a abrir un debate que ha llegado hasta nuestro país. ¿Deberíamos pensar en prohibir este tipo de movimientos?

Mi respuesta es que, además de imposible, es contraproducente.

Imposible porque no se puede prohibir una idea, una forma de entender el mundo, percibirse a uno mismo dentro de ese marco y las acciones que en consecuencia tomamos cara al exterior. Podemos prohibir materialmente una formación determinada pero se reorganizará inmediatamente bajo un nuevo nombre o siglas. 

Y es contraproducente por las dinámicas en las que entraríamos a raíz de esto; un juego del gato y el ratón que sin duda beneficia a estos grupos, ya que vuelven a ser centro del foco mediático, amplificando su mensaje, y con ello se refuerza y legitima su discurso victimista por un lado, mientras se presentan como auténticos enemigos del sistema corrupto y especulador que, por supuesto, reaccionan prohibiéndolos.

Pero lo más importante y el motivo por el que nuevamente me he decidido a publicar un artículo es que hay que devolver el foco a donde verdaderamente corresponde y no es desde luego al terreno de la ideología o la política. ¿A nadie llama la atención que uno de los objetivos sea un hospital? Es imposible no ver el trasfondo negacionista en este enésimo ataque. Si algo bueno ha tenido esta pandemia mundial es sin duda que ha limpiado las aguas y ahora es posible ver con nitidez el fondo del río. 

Estos grupos nunca han tenido una naturaleza ideológica y siempre han sido negacionistas. Centrarnos en la superficie y combatirla es la causa primera del fracaso en todos los frentes a la hora de prevenir la radicalización de las sociedad. No es la literatura fascista ni su discurso lo que radicaliza a un segmento cada vez mayor de nuestra sociedad. Es esa base negacionista a la que yo llamo burbuja y que dependiendo de factores relacionados con el entorno, la educación o el carácter darán como resultado un integrista religioso, a un fascista o a un violento que manipule a Marx para justificar sus delirios. 

¿Qué hacer entonces? 

Lo primero es guardar bajo llave (perdiéndola a ser posible) todos los protocolos educacionales o de prevención que únicamente toquen el factor ideológico. No he conocido a ni un solo nacionalsocialista, fascista o falangista que no entre dentro de los cánones de lo que se considera hoy un negacionista y no es casualidad que el 100% de ellos, niegue la actual crisis sanitaria o el cambio climático, vinculando casi como un resorte la ciencia con tenebrosos poderes en la sombra.

Si se quiere empezar a ganar terreno en esta batalla que sin lugar a dudas se está perdiendo, hay que dar prioridad absoluta en nuestros sistemas académicos a la creación de mentes críticas. Debería ser prioritario fomentar la curiosidad y las inquietudes en vez de enterrarlas bajo un modelo que únicamente premia memorizar ingentes cantidades de datos.

Hay  negacionistas frente a los que ya no habrá nada que hacer y será imposible su reconexión con el sentido común de la sociedad. La identidad y la personalidad estarán demasiado establecidas sobre su incapacidad para gestionar correctamente la información. En una mente que se mueve más sobre una base emocional desde hace tiempo los datos y argumentos racionales dejaron de tener sentido.

Sin embargo a otros muchos que aun estén en ese limbo de duda o transformación hacia el barranco del fascismo político en este caso, les hará un colosal daño resignificar los aspectos fuertes de su discurso. Construir una alternativa patriótica de izquierdas, plural y respetuosa con vectores como los símbolos, las canciones o las Fuerzas Armadas será tomado como un auténtico impacto en la línea de flotación de estos grupos, acostumbrados a ser los únicos defensores de significantes con tanta capacidad aglutinadora. 

Por la contra nos condenará definitivamente ese antifascismo que necesita un enemigo, un fascismo al que combatir y sin el cual se caería una porción demasiado grande de su discurso. Los hay que prefieren mantener esa ilusión de combate antagónico antes que aceptar que la psicología tiene un peso infinitamente mayor en estas cuestiones que el de la ideología.

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